Ibiza lleva años con el topónimo convertido en mito, en una marca que se exporta a todo el mundo como promesa del más genuino estilo de vida: gente guapa y puestas de sol en la playa. Cuando todos vuelven a sus casas, tras la última sesión de música, nos queda otra vez la pequeña isla. La conocida calma que llega tras la tempestad. Basta el corto vuelo que hay desde Barcelona hasta la isla para hacerse una idea de lo heterogéneo de la población. Repartidos por los asientos aparecen una pareja madura anclada en el tiempo, vestidos como quinceañeros, con el ombligo al aire; un gay con jaqueca, parejas con dos hijos postulantes a anuncio de moda, algún que otro ganapán y un tipo de mirada incierta, con demasiado tiempo de horno psicotrópico. Visitantes frecuentes que han hecho suya la isla, con permiso del ibicenco y de su hermética ley payesa, aunque siempre reciba con una sonrisa a todos los murcians, como llaman por aquí al de fuera.
Pero vayamos al principio. Ibiza ha sido una isla que ha recibido la influencia de muchas culturas. En sus costas atracaron fenicios, púnicos, cartaginenses, romanos, árabes, hippies y disc-jockeys, auténticas celebridades que ganan en una sesión mucho más que el común de los mortales en todo el año. No hay fiesta en la que quepa un alma cuando tras los platos están David Guetta, Armin van Buuren, Luciano o Carl Cox: la música como I+D+i, Ibiza como laboratorio del ritmo. A esto se podría reducir la isla si no fuera porque un día llegaron los señores de la Unesco para mostrarles lo que hay detrás de la resaca, a espaldas de la playa, e incluyeron tres lugares en la lista del Patrimonio de la Humanidad: la ciudad de Ibiza con Dalt Vila y sus barrios marítimos, los antiguos huertos de ses Feixes junto al poblado fenicio de sa Caleta y la necrópolis de Puig des Molins y las saludables praderas de posidonia, un tupido jardín bajo el mar.
Como buena isla mediterránea, Ibiza también tuvo trato con corsarios. La necesidad de toda tierra de tener sus propios héroes, hizo que erigieran un monumento en el puerto a los de la patente de corso, refeljo quizá del punto canalla del ibicenco. De casta le viene al galgo, que diría el refranero. Aunque por aquí se lleve más el podenco, ese perro que la mitad de las abuelas de España tenían en los cuadros de escenas de caza en sus salones. Donde la ciudad se pone cuesta arriba, hay abierto un museo muy apañado sobre otra de las culturas, la que dio origen al nombre Madina Yabisa, progresivamente adaptado hasta el actual Ibiza. El museo muestra la época en que la isla perteneció al califato que tuvo su capital en Córdoba, otra de las del club de Ciudades Patrimonio en España. Esa influencia árabe está bien presente en los enrevesados callejones de Dalt Vila.
Más tarde llegaron los turcos, que acabaron llevándose a unas decenas de ibicencos. Ese paulatino diezmo de la población hizo que el ibicenco tuviera que echarse en brazos de la endogamia –hay media docena de apellidos que se repiten haciendo aún más monótona la guía telefónica–. En 1962 llegaron los hippies, una gran nevada y un fotógrafo holandés. Cualquiera de los personajes que llegó a Ibiza en las décadas de los 60 y los 70 tiene una historia personal lo suficientemente densa como para llenar este artículo. La llegada de los peluts fue recibida con indolencia por el ibicenco. Hasta que se pusieron en pelotas y acabaron a pedradas con los primeros nudistas, tirando a dar siempre a los hombres. Pero eso duró cuatro días. La nevada es cosa extraña, se ha repetido muy pocas veces, y las imágenes del fotógrafo holandés Cas Oorthuys, que pude ver en el museo Puget, muestran la Ibiza que fue. Fotografías de llaüts (la embarcación tradicional) y de payesas que se escandalizaban con las primeras guiris con pantalones pitillo, pañuelo en el pelo y cesto de mimbre. También hizo fotos de los barcos que dejaban la isla -hoy lo hacen con billete de ida y vuelta a Formentera-, barcos que cumplían con un ritual a la hora de zarpar. Se desenrollaban largos rollos de papel higiénico, con las puntas cogidas por el familiar en tierra y por el que se marchaba, para tardar más en romper el nexo con la isla. Porque esa es la historia de Ibiza, gente que llega y se va.
Como algunas de las discotecas más famosas del mundo, que llegado octubre organizan la fiesta de despedida y hasta la temporada próxima. No es el caso de Pachá, que deja sus puertas abiertas todo el año. Otras ciudades tienen catedrales, Ibiza tiene el templo Pachá. Ricardo Urgell, tras las dudas de las primeras cerezas plantadas en Sitges, se decidió a abrir sucursal en la isla. Era el año 1973. Hoy Pachá es una multinacional con locales repartidos por todo el mundo. Los bolsillos más cómodos del planeta se disputan los privados de estos clubs. Privados que, lejos de ser un espacio íntimo, se han convertido en balcones del narcisismo, vanidades a la vista que se cotizan muy alto entre cuentas estratosféricas y propinas indecentes. Frente a todo ello tenemos Dalt Vila, la zona histórica que vive, cuestas obligan, a ritmo pausado. Amurallada y coronada por catedral y castillo, como mandan los cánones de las ciudades mediterráneas erigidas con propósitos defensivos. Dalt Vila no era igual de dalt (arriba) para todos. Según se iba descendiendo, extramuros, asomaba la condición arrabalera de los barrios portuarios, repletos de vidas con motivos para novela, para crónica sentimental que nunca acababa en perdices.
Entre las empinadas calles descubrimos algún museo interesante, las mejores vistas sobre el puerto y los barrios de La Marina y Sa Penya. También la casa donde se alojó Rafael Alberti cuando llegó a Ibiza, hasta que le pillaron y tuvo que acabar escondido en una cueva. Para dar nombres a los baluartes echaron mano del santoral; en el interior de los de Sant Pere y Sant Jaume encontramos buenas explicaciones de cómo se realizaban las tareas defensivas, pudiéndote calzar un morrión en la cabeza y empuñar una espada para entender todo mejor o jugar a ser un soldado de medio pelo y subir la foto al Facebook. Otra de las visitas que no cierra las puertas en todo el año la tenemos en la necrópolis de Puig des Molins. Entre los hipogeos podemos descubrir las costumbres y ritos funerarios de pobladores de catorce siglos. Cuando el municipio adquirió los terrenos para el museo, los mayorales se siguieron plantando durante un tiempo ante la puerta del museo para entregar parte de la cosecha, llamando con sacos cargados de almendras y algarrobas. El ibicenco es muy suyo y lo que es ley va a misa.
Lejos de acomodarse en el letargo invernal, la isla se reinventa para mantener algunas de sus puertas abiertas, demostrando que tiene sitio para todos. Desde el que va en busca del verano de su vida, pasando por los nostálgicos, como los que todavía guardan una raída y amarillenta entrada del concierto que Bob Marley dio en Ibiza; y acabando en el que busca la tranquilidad de la playa de Talamanca con sus salidas en kayak, las partidas de ajedrez o de palas.
Una isla a la que le da igual un martes de copas en el Pereyra que un domingo de aperitivo con algunos grados más que en el resto del país. Una isla donde al acabar el verano se quedan camareras que se parecen a Shakira y tipos con tirantes, nihilistas por sugestión. Uno de esos lugares que se vive más que se visita, en exceso en ocasiones, pero que también sabe quitar el pie del acelerador.
Felicidades, una pasada de blog, ya tengo Kamaleon.travel en mis favoritos.