En York hay jamón, claro. Lo que probablemente pueda sorprender es encontrarse con una estatua del emperador Constantino I. No tiene las enormes dimensiones de la del Capitolio de Roma, pero es suficiente para recordar que fue allí donde fue proclamado augusto por sus tropas. Lo que no hay en York son olivos. Estos árboles fueron un regalo de Atenea, diosa de la sabiduría, y en agradecimiento los griegos pusieron su nombre a la ciudad de Atenas. Los olivos nacieron junto al Mediterráneo y no les gusta ni el frio, ni la humedad excesiva, ni demasiados días tristes sin sol. La isla de Avalon es un buen lugar para los manzanos, pero no para los olivos.
En la soleada y luminosa falda de la sierra de Godall, entre el río Ebro y el Sénia, junto a la antigua vía Augusta, por increíble que pueda parecer vive un olivo contemporáneo a aquel emperador. Según la telemetría laser realizada por investigadores de la Universidad Politécnica de Madrid, este coloso empezó a germinar hacia el año 314 de nuestra era. El emperador que sería recordado como “el Grande” acababa de hacer algo transcendental, algo que cambiaría el curso de nuestra historia. Ha llovido mucho desde entonces, pero el viejo olivo sigue allí, en la partida del Arión, Ulldecona, viendo amanecer y anochecer un día tras otro.
A pesar de lo que pueda impresionar una cascada temporal de tal magnitud, no debería resultar imprescindible para reconocer la importancia de los olivos en nuestra cultura. Desgraciadamente, la cotidianidad y el progresivo alejamiento de los humanos respecto a la naturaleza ha debilitado nuestra percepción. Para empezar, la mediterraneidad va mucho mas allá de una marca de cerveza. Aunque esta bebida tan arraigada nació en Egipto y también forma parte de nuestra cultura, el Mediterráneo va unido esencialmente al trigo, el olivo y la vid. Pan, vino y aceite han definido buena parte de nuestra cosmovisión, es decir, de la manera como hemos visto el mundo. Imaginen, por un momento, eliminar olivares y viñedos de nuestros paisajes, o el aceite —no hay cosa que eche más en falta cuando viajo que un buen aceite— y el vino de nuestra mesa. No debe ser casualidad que los dioses que regalaron estos dos tesoros a los humanos fueran hermanos y nacidos del propio Zeus: Atenea surgió de su cabeza y Dioniso de su muslo.
En la antigüedad clásica, el olivo estaba asociado a la sabiduría, a la fecundidad y a la inmortalidad; también a la fuerza, a la victoria y a la paz. Por eso las coronas de los atletas vencedores se hacían con ramas de olivo y la célebre paloma de Picasso sigue conectándonos con los símbolos de nuestros antepasados. El olivo crece pausadamente, de manera constante y sólida. Difícilmente, ni los vientos más fuertes consiguen abatirlo. Es el árbol de la perseverancia, de la resiliencia y del arraigo. No es un árbol caprichoso, al contrario, es extremadamente tolerante y capaz de adaptarse a suelos áridos, pobres y aguantar el intenso calor de los veranos mediterráneos. Además, lo de envejecer lo lleva bien, con una extraordinaria dignidad y con la enorme habilidad de transformar la tortuosidad en belleza.
Dicen los abuelos que del olivo se aprovecha hasta la sombra, su principal virtud es la generosidad. Su madera es muy resistente y apreciada en ebanistería, marquetería y escultura. Con sus hojas se preparan infusiones medicinales para problemas como la hipertensión o la arterioesclerosis. Y sus frutos, las aceitunas, son una verdadera bendición. Para empezar, constituyen un apreciado y sabroso alimento; su zumo, el aceite, es un elemento indispensable de nuestra cultura gastronómica: los romanos no soportaban las comidas grasientas que tanto agradaban a los barbaros del norte. El castellano toma la palabra árabe az-zait que significa zumo de aceituna.
Pero el papel del aceite no acaba en el plato. Una mezcla a partes iguales de aceite de oliva, vino blanco y clara de huevo, era lo que se conocía como el bálsamo del samaritano, utilizado para curar heridas, nafras, o cualquier afección de la piel. Mi doctora todavía me lo receta. La función medicinal no fue la única que permitió mejorar la calidad de vida de nuestros antepasados. Durante siglos y siglos tuvo un papel importantísimo como sinónimo de luz, las lámparas que alumbraron el Imperio romano quemaban el aceite de menor calidad. En Roma, la colina del Testaccio es en realidad un enorme vertedero de 20.000 metros cuadrados y 30 metros de altura levantado con los restos de ánforas vacías, muchas de la cuales habían servido parar transportar aceite procedente de Hispania, entre otros lugares.
Resulta difícil encontrar un producto tan esencial. Desde la antigüedad, el aceite de oliva también tuvo un destacado papel como conector con todo lo sagrado. Era utilizado habitualmente como ofrenda religiosa y se asociaba, especialmente, con los rituales vinculados a la vida y la muerte. El cristianismo adoptó sin ningún reparo estas prácticas politeístas y consagró el aceite como un símbolo y un comunicador con Dios. Todavía hoy, los oleos sagrados resultan imprescindible para untar a los recién bautizados, para ordenar sacerdotes, cardenales y Papas, o para bendecir a los enfermos y a los moribundos. Durante siglos, la curia papal mantuvo la costumbre de enviar vasijas con aceite santo, consideradas como un gran regalo, a reyes y personajes ilustres.
Por estas razones y otras muchas, poder contemplar un olivo milenario resulta un privilegio. Estamos frente a otro ser vivo que nos llega desde el pasado y que nos hace compañía durante nuestro breve tránsito por el mundo. En un planeta enloquecido por la prisa, abducido por la inmediatez, conquistado por la banalidad, el regalo de la sabia Atenea debería servir para hacernos reflexionar. Si esto fuera así, las riberas del rio Sènia serían un sitio ideal desde donde inspirar a la humanidad frente a los enormes retos que tiene planteados. Este territorio, a caballo entre el norte de Castellón y las Terres de l’Ebre, reúne casi cinco mil olivos monumentales. Dadas las dificultades para datar con precisión estos árboles, los expertos consideran que pueden considerarse como milenario a los ejemplares que, a un 1’30 metros del suelo, cuenten con un tronco que mida más de 3,50 metros de diámetro.
Desafortunadamente, mientras que la legislación valenciana los ha protegido, en Catalunya todavía no se ha conseguido consensuar una norma que consiga parar el expolio que está teniendo lugar desde hace unos años. «Ponga un viejo olivo en su jardín», parece ser la estrategia escogida por la sociedad de consumo para intentar poseer algo tan inmaterial como el tiempo. El sentido profundo del lugar parece haber dejado de tener importancia. Solo vale la propiedad, pero cuanto más tenemos, más pobres nos volvemos. Si todavía no han visto la película El olivo, de Icíar Bollaín, ha llegado el momento de hacerlo. Una preciosidad.
El valor del patrimonio colectivo no es solo económico sino, principalmente, social: nos ayuda a construir significados e identidades colectivas ricas, complejas y diversas. Los humanos necesitamos encontrar sentido a nuestra existencia para poder ser felices. Si nuestra mirada como sociedad convierte a estos viejos árboles en patrimonio —aquello que vale más por lo que representa que por lo que es—, sería lógico que aquellos que los cuidan no salieran perjudicados y recibieran una justa compensación por ello. Pero lo que debería evitarse a toda costa es el desarraigo y el exilio de estos viejos olivos. En ellos se refleja una parte enorme de nuestra cultura y también de nuestra dignidad. No hace falta tener muchas luces para saber que los expolios siempre acaban por fragilizar las áreas donde se producen y las comunidades que los sufren. Haríamos bien en aprender de los errores del pasado y no repetirlos.
Por sorprendente que pueda parecer, la Farga del Arión y sus compañeros milenarios siguen regalando cosechas cada temporada. Lógicamente, no pueden competir en productividad con una buena hilera de olivos jóvenes plantados bien apretados para ser cosechados con maquinaria. Por contra, con las aceitunas de estos abuelos, recogidas en su punto óptimo de maduración, se elaboran aceites extraordinarios. ¿Se imaginan un paseo por la finca, acompañados de un buen guía y acabar con una degustación de sus aceites? Esta actividad ya es posible organizada por Turismo de Ulldecona y constituye una manera de apoyar a los agricultores que, como Joan Lluis Porta, apuestan por conservar este legado.
Personalmente, me quedé con ganas de volver con calma suficiente como para sentarme un buen rato junto a uno de estos gigantes y dejar pasar el tiempo. Precisamente ellos son expertos en la materia. Visitarlos con prisas no deja de ser un oxímoron que roza el sacrilegio. Me imagino pasar una tarde entera a su lado, explorar las sinuosidades de su torturada corteza y observar pausadamente el brillo de sus hojas, que, según como les llega la luz, parecen casi metálicas; quizás sean recuerdos del Olimpo. Puestos a divagar, ahora que sabemos que los árboles son capaces de comunicarse entre ellos, me gusta imaginar que un día pudieran explicarnos las historias que atesoran, como la de aquel emperador romano que decidió abrazar la tentadora idea del monoteísmo en la misma época en que nacía el viejo olivo de la Farga del Arión.
Cuentan que la víspera de una crucial batalla contra Majencio, el emperador de la parte occidental del Imperio romano, Constantino tuvo un presagio. Las nubes del cielo dibujaron las letras ‘X’ y ‘P’, las dos primeras del nombre de Cristo en griego, ΧΡΙΣΤΟΣ. Las crónicas aseguran que mientras dormía, el Cristo de Dios se le apareció con la misma señal que había visto en los cielos y le ordenó que la usara como protección en todos los combates contra sus enemigos: «Con este signo vencerás», dijo, y el crismón se convirtió en el estandarte militar imperial. Aunque no se bautizó hasta su lecho de muerte, muchos historiadores consideran a Constantino como el primer emperador cristiano de facto y que con él nació la monarquía absoluta y hereditaria. Un solo Dios, una sola fe, un solo rey: un planteamiento simple e irresistible en momentos de crisis, de cambios y de profundas transformaciones.
¿Qué supuso el pensamiento único para la cultura clásica? Hasta que estos longevos olivos decidan revelar sus secretos, podemos conformarnos con sentarnos a sus pies y leer estudios recientes como La edad de la penumbra de Catherine Nixey o La ruta del conocimiento de Violeta Moller. Probablemente les sorprendan. Ojalá que la sabiduría y los valores que encarnan los viejos olivos nos acompañen.
El Territori Sénia está formado por 27 municipios (15 valencianos, 9 catalanes y 3 aragoneses) que comparten historia, lengua y cultura. Concentra la mayor cantidad de olivos milenarios del mundo, casi 5.000 ejemplares, prácticamente todos de la variedad farga. La mancomunidad Taula del Sénia, formada por ayuntamientos, y la Asociació Territori Sénia, trabajan conjuntamente en la promoción del territorio. Más información en la página Oliveres Mil·lenàries.
Feia temps que tenia ganes de fer una visita a la zona de Ulldecona per visitar algunes d’aquestes oliveres milenaries, el teu magnific reportatge encara m’ha despertat més l’interès. Aprofitaré aquest pont per arribar-me i gaudir-ne. Gràcies Rafael per despertar-nos els sentits.