A poco más de una hora en coche de Agra, tan cerca que la alargada sombra del Taj Mahal casi llega a proyectarse sobre sus tejados, se encuentra Vrindavan: una pequeña localidad asentada entre los bosques y en donde la mitología hindú sitúa la adolescencia del dios Krishna.
Aunque los paisajes descritos en el Bhagavata-purana han cambiado desde entonces, el eterno púber de piel oscura sigue muy presente en Vrindavan. Gracias a la tradición oral los lugareños recuerdan cada uno de sus pasatiempos o lilas en el mismo lugar donde ocurrieron las anécdotas. En el pueblo y sus alrededores se levantan unos 5.000 templos para su culto y el de Radha, contraparte femenina del dios y favorita entre las gopis (pastoras) con las que tuvo romances a pesar de estar casadas.
El destino de los Hare Krishna
A Vrindavan peregrinan cada año más de dos millones de personas entre los que destacan los devotos del movimiento ISKCON o Asociación Internacional para la Conciencia de Krishna, mal conocidos como Hare Krishna por su característico canto. Mientras algunos visitan la ciudad por unos días, otros permanecen largas temporadas, varias semanas e incluso meses en los que refuerzan su fe viviendo en un ambiente que favorece la realización de sus rituales y prácticas. Su presencia llena los templos de música, los ashram de oraciones y deja las calles un poco más limpias. Es el karma yoga, el trabajo desinteresado, la acción realizada con desapego del resultado, sea éste bueno o malo, con el fin último de unirse a Dios.
La de la los seguidores de Krishna es una realidad llamativa, pero no la única de Vrindavan. Caída la tarde, dos jóvenes rusas de cabello rubio y ojos azules, envueltas en saris de colores, corren en dirección al templo ISKCON donde ya ha empezado la ceremonia diaria, cruzándose en el camino, sin verlas, con otras dos mujeres a las que la suerte ha negado sus mismas oportunidades.
Los otros habitantes de Vrindavan
Estas dos mujeres caminan encorvadas, como si sujetasen todo el peso del mundo sobre su espalda. Y en cierta forma es así: son viudas, y en India las viudas no son merecedoras de respeto o lástima, sino condenadas. Sufren el castigo impuesto por una serie de ideas, creencias y convencionalismos que, como una burla del destino, las sitúa a ellas —abuelas, madres, hermanas e hijas, diosas de la fertilidad y origen de la vida— en el estrato más bajo de una sociedad que sin ellas no existiría.
Culpadas de haber sobrevivido al marido, la viudas en India son despojadas de sus bienes, repudiadas y abandonadas a su suerte por sus propia familias. Desde algún punto de vista pueden considerarse afortunadas: hace un par de siglos hubiesen sido obligadas a inmolarse en la pira funeraria de su esposo. Pero quien conoce su realidad sabe que la vida que estas mujeres tienen por delante no pueden considerarse vida.
Esperar la muerte
Esperar la muerte, eso es lo que hacen. No importa si la viuda tiene sesenta años, treinta o diez, ya que en las zonas rurales los matrimonios concertados de niñas menores de edad todavía son mayoría y enviudar a edad temprana es algo frecuente. Le quede el tiempo que le quede, la mujer deberá vivirlo en silencio y de forma discreta: su uniforme será blanco, su alimentación, insípida. Muchas acuden a Varanasi o Vrindavan, bien por propia voluntad o enviadas por sus familias, con la creencia de que quien allí muere queda libre del ciclo de las reencarnaciones. La liberación definitiva.
En Vrindavan tienen un aliciente más: se convierten en “novias” de Krishna, y como nuevas gopis dedican sus días a venerarle en los templos, desde el amanecer hasta el atardecer, recitando el Maha Mantra con la mirada perdida. Si la suerte les sonríe, al final de la jornada serán recompensadas con unas monedas con las que podrán pagarse una habitación compartida o algo de comida. La ley establece que reciban pensión por viudedad, pero muchas no lo saben, a otras se la niegan, y en cualquier caso la cantidad es ridícula.
La verdadera India
Un par de callejuelas a la derecha y después a la izquierda hasta llegar a la calle principal, en el templo ISKCON también se canta el Hare Krishna. Velas, tambores, crótalos, bailes desenfrenados, personas que parecen en trance, y la certeza de que, al terminar, en la tienda de la entrada habrá pizza para cenar. Presenciar ambas realidades siendo consciente de que coexisten a pocos metros de distancia, que todos los días se cruzan sin jamás tocarse, es una experiencia que perturba hasta lo más íntimo. Esto es India, la verdadera India, y no ese país increíble de los carteles publicitarios.
Que lástima vivir en un mundo en cuál aún pasan estas cosas y que la mujer sea tratada de esta manera – y lo llaman la “cultura india” 🙁
Darte las gracias por poner voz a estas mujeres. Lo compartiremos en nuestras redes. Un abrazo.
Me encanta cuando escribes “Presenciar ambas realidades siendo consciente de que coexisten a pocos metros de distancia, que todos los días se cruzan sin jamás tocarse, es una experiencia que perturba hasta lo más íntimo”. Y es así, no conozco personalmente la ciudad ni la situación que describes en tu excelente artículo, pero es que roza lo absurdo el mundo en el que vivimos y esas situaciones que conviven como dos universos paralelos superpuestos sobre un mismo espacio físico… Da mucho que pensar.