Al final de la playa de Lloret hay una escultura conocida como la “Venus”. Es la mujer marinera, que nunca se cansó de mirar al mar esperando a pescadores y marineros —padres, hermanos, maridos e hijos— en un tiempo en que la distancia entre Lloret de Mar y el continente americano se medía con esperanza. Se miraba al mar con temor, pero la posibilidad de hacer fortuna parecía reducir el tamaño de la aventura de cruzar el Atlántico. De la mayoría de hombres que emprendieron el viaje se dijo que habían perdido su maleta en el Estrecho, eufemismo para tapar la vergüenza de volver con el rabo entre las piernas. Como acostumbra a pasar, la historia la escribieron unos pocos vencedores que eran recibidos con orquestas a su llegada, se esperaba de ellos que dejaran unos buenos dineros y repartieran algún que otro puro habano: la filantropía siempre era el camuflaje para que el nombre y la figura se perpetuaran.
Lloret de Mar fue una villa de astilleros. La playa era el lugar de trabajo de numerosos carpinteros de ribera que, con los pies en la arena, armaban botes para el comercio de cabotaje. Cuando en 1778, el rey Carlos III promulgó el Reglamento y Aranceles Reales para el Comercio Libre de España a Indias —negocio que hasta entonces monopolizaban Sevilla y Cádiz— los habitantes de Lloret pasaron de construir pequeñas barcas de cabotaje a armar corbetas y fragatas capaces de cruzar el Atlántico. En menos de treinta años los lloretencs llegaron a construir unos quinientos veleros, la mayoría de los cuales viajó hasta Cuba. Y fueron esos viajes a La Habana, y en menor medida a otras ciudades como Montevideo o Buenos Aires, los que cambiaron la vida y la fisonomía de la pequeña Lloret de Mar en muy pocas décadas. Los barcos se iban cargados con aceite, sal, vino y con la inversión de muchos vecinos de Lloret, para volver con café, tabaco, cacao y con los pingües beneficios de tan lucrativas transacciones ultramarinas. Se enriquecieron los que se quedaron e invirtieron y se forraron también los que viajaron a Cuba y volvieron con nuevos ropajes, nuevas joyas y nuevos apodos: eran “los americanos”.
Una visita al Museo del Mar puede ser un buen punto de partida para conocer la localidad que “los americanos” contribuyeron a desarrollar para propia gloria y envidia ajena. El museo que cuenta la historia marítima de Lloret se ubica en la que fue la casa de uno de esos indianos, Enric Garriga, que hizo fortuna en Cienfuegos con una empresa de materiales de construcción. Garriga tuvo el buen ojo, y el suficiente poder adquisitivo, para levantar su morada frente al más señorial de los paseos de Lloret, el de Jacint Verdaguer, que aún hoy conserva su tierra rojiza, sus palmeras y su esencia colonial habanera. En el otro extremo del paseo está el Ayuntamiento neoclásico que, junto con la Casa Garriga, es la única herencia indiana superviviente al embiste urbanístico de los años 50 que echó abajo el resto de casas históricas situadas en primera línea de mar.
No hay que caminar demasiado para llegar a otra de esas obras levantadas como promesa de gloria eterna por lloretencs regresados de Cuba: la iglesia de Sant Romà. La parroquia de estilo gótico catalán era demasiado sencilla, por lo que aquellas familias de “americanos” decidieron decorarla y ampliarla según los cánones en boga por aquel entonces: los del Modernismo. Para ello contaron con el trabajo de un discípulo de Gaudí, Bonaventura Conill, que vistió el templo con cúpulas bizantinas, mosaicos, trencadissos y unos altares exteriores que hoy no existen debido al destrozo ocasionado durante la Guerra Civil.
Sigamos callejeando por el casco antiguo para llegar a Can Font, que acaba de incorporarse al patrimonio indiano visitable de Lloret. Construida por orden de Nicolau Font, propietario de una plantación de azúcar en Cuba, la mansión, de marcado carácter modernista, se ha decorado íntegramente con mobiliario, vajillas y fotografías de la época donadas por diferentes familias locales. En Can Font se dan a conocer las historias personales de algunos indianos ilustres, entre las que se cuenta la del propio propietario de la residencia.
Tras la Desamortización de Mendizábal, Nicolau Font adquirió el icónico Sant Pere del Bosc, un monasterio benedictino que también fue asilo, residencia familiar —convenientemente remodelada por artistas como Puig i Cadafalch o Eusebi Arnau— y que actualmente es un restaurante y hotel de lujo.
Pero sin duda, la historia con más jugo es la del lloretenc Constantí Ribalaigua, que adquirió el mítico bar El Floridita, en La Habana, de manos de otro señor de Lloret, Narcís Sala, fundador de la coctelería en 1915. Constantí, Constante o “The Cocktail King”, como se le conocía en la capital cubana, puso al Daiquiri en el mapamundi de los combinados. Adaptó la receta de un norteamericano afincado en Cuba —a la que añadió hielo picado y unas gotas de Marraschino— y la sirvió a numerosas celebrities del momento, como Gary Cooper, Ava Gadner o Spencer Tracy. Aunque el más acérrimo consumidor del brebaje ideado por Constantí fue Ernest Hemingway, quien tras su estancia en Cuba dejó escrito: “My Mojito in La Bodeguita, my Daikiri in El Floridita”. El Daiquiri, El Floridita y el propio Constantí, fueron inmortalizados por el escritor en su novela póstuma, Islands in the Stream, donde el protagonista alter-ego de Hemingway, Thomas Hudson, acude a la barra del local y se rinde a sus tentaciones líquidas: “Había bebido daiquiris dobles muy helados, de aquellos grandiosos daiquiris que preparaba Constante que no sabían a alcohol y daban la misma sensación al beberlos que la que produce el esquiar ladera abajo por un glaciar cubierto de nieve en polvo y luego, cuando ya se han tomado seis u ocho, la sensación de esquiar ladera abajo por un glaciar cuando se corre ya sin cuerda”.
Para continuar repasando la vida, y más concretamente la muerte, de aquellos indianos de Lloret hay que ir al Cementerio Modernista, que forma parte de la Ruta Europea de Cementerios Singulares, en la que están incluidos los de Père-Lachaise, en París o el de Brompton, en Londres, entre otros. Esta ciudad de los muertos inaugurada en 1901 se ideó como un espejo de la sociedad de los vivos: por clases sociales. Los hipogeos de Primera eran ocupados por familias adineradas que competían entre sí por tener la última morada más suntuosa. Entre los sepulcros de apellido ilustre destaca el de la familia Costa-Macià, firmado por Puig i Cadafalch y decorado con mosaicos de Lluís Bru (Palau de la Música) y forja de Manuel Ballarín (Casa Amatller, Casa de les Punxes). A la parte alta de esta necrópolis, le sigue la zona dedicada a los hipogeos de Segunda y a los de Tercera, los cuales, por supuesto, no firmó ningún arquitecto modernista. El cementerio también cuenta con una parte “civil” en la que ya a principios del siglo XX eran enterrados los masones declarados, los no-bautizados y demás disidentes de religión.
Continuando el paseo por Lloret, tomamos el espectacular Camí de Ronda que une Blanes con Portbou. Esta abrupta senda labrada a pie de mar era transitada por los contrabandistas y carabineros en el siglo XIX, que trataban de esquivarse —o de encontrarse— en los recovecos del camino. Cerca de la playa de Sa Caleta, por cierto, acaba de abrir sus puertas por vez primera Turó Rodó, uno de los tres poblados ibéricos que tiene Lloret —junto con el de Montbarbat y Puig de Castellet—, en el que se ha reconstruido una casa íbera con materiales y técnicas de la época. El Camí de Ronda no es el único paseo que podemos hacer en Lloret junto a los acantilados. También están los jardines de Santa Clotilde, el sueño verde del marqués de Roviralta, un adinerado hijo de indiano que quiso construir unos jardines de inspiración renacentista en su Lloret de veraneo. Y lo consiguió después de adquirir 26.000 metros cuadrados, gastarse una fortuna y contratar al paisajista Rubió i Tudurí, también autor de los jardines del Palacio Real de Pedralbes, en Barcelona.
Para cerrar el círculo por ese Lloret que nos legaron los “americanos” podemos tomar de nuevo el Camí de Ronda en dirección al Castell de Sant Joan y hacer una parada en Cala Banys, donde ni hay casas modernistas, ni monumentos decorados con trencadís ni obras firmadas por arquitectos de apellido insigne. Aquí hay algo más mundano, no tan monumental, pero no menos histórico. En la terraza de la coctelería Cala Banys, de espectacular ubicación cabe decir, sirven aquellos daiquiris de El Floridita a la sombra de las palmeras, con vistas al mar y con su hielo frappé y su Marraschino. Exactamente como le hubieran gustado a Hemingway.
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