Rara vez me he sentido tan fuera de lugar como el día que visité San Juan Chamula. Este pequeño pueblo —situado a sólo 10 kilómetros de San Cristóbal de las Casas, en el Estado mexicano de Chiapas— es tan peculiar que bien podría considerarse un mundo aparte.
Fue una mañana de domingo, y los domingos, en San Juan Chamula, son especiales: es día de mercado. Esto quiere decir que a las 3.000 personas que viven en el pueblo normalmente se le suma un gran número de comerciantes que acuden con su mercancía desde diferentes puntos de la zona.
Todos los vendedores se reúnen en una enorme explanada situada en el centro del pueblo. Las mujeres, vestidas con las típicas ropas indígenas de la zona —largas y gruesas faldas de lana negra— negocian con sus productos. En el mercado se puede encontrar casi de todo: especias, objetos religiosos, lana, frutas, telas, souvenirs… Cada puesto es diferente al anterior. Sin embargo, lo que sí tienen en común todos los vendedores que llegan hasta este recóndito lugar es su origen: son chamulas.
Los chamulas forman parte de la etnia tzotzil, de la familia maya, y se caracterizan por ser extremadamente independientes y tradicionales. Desde hace siglos viven a su manera, con sus propias leyes —más que establecidas y asimiladas— y su peculiar religión. Y no permiten que nada ni nadie interfiera en ellas.
Un sistema diferente
La comunidad posee un sistema de autogobierno rotatorio que gestiona todo lo que se decide o hace en el pueblo sin que el Gobierno de México intervenga para nada. También cuenta con su propia policía, conocida como los mayoles, que vigilan todo lo que ocurre en su territorio. Los que ocupan algún cargo religioso importante, para diferenciarse del resto, van vestidos con chalecos de lana negros y pañuelos blancos en la cabeza.
La gran mayoría de los habitantes del pueblo viven cerrados al resto del mundo. Por eso no les hace gracia cuando algunos extranjeros, atraídos por lo curioso de su cultura, aparecen por allí. Y eso se percibe desde el primer momento en el que se pone un pie en San Juan Chamula: les inquieta la presencia de desconocidos. Observan con recelo al forastero, que se siente intimidado por las atentas miradas. Es difícil intercambiar una sonrisa con ellos, y mucho menos entablar una conversación.
San Juan Chamula se reparte en una decena de calles de casitas bajas. Está situado en una de las regiones amerindias culturalmente más ricas de toda América. El punto central del pueblo es la plaza principal. Allí es donde, además de celebrarse el mercado, se llevan a cabo las elecciones, las reuniones políticas y ceremonias religiosas. Aunque lo que realmente acapara todas las miradas es el templo de San Juan, una iglesia de color blanco y detalles verdes y azules que se erige en uno de los laterales y que merece la pena visitar.
La puerta a otro mundo
El olor a incienso lo inunda absolutamente todo nada más entrar en la iglesia de San Juan. Las únicas luces que existen en el interior son las que desprenden las cientos de velas de colores encendidas por todas partes: en el suelo, junto a las imágenes de los santos, en el altar… Los creyentes, repartidos en grupos, permanecen arrodillados o sentados en el suelo de la iglesia, que está cubierto por una fina capa de agujas de pino. No hay bancos en los que sentarse.
Todos rezan en alto, cada uno a su aire, a la vez mueven los brazos, la cabeza, e incluso se agachan para besar el suelo. El aliento místico es absoluto. Parece que se estuviera asistiendo a todo un espectáculo pero nada más lejos de la realidad. Hay ofrendas en cada rincón: flores de papel, vasos con tequila, comida, gallinas o, lo más curioso: latas de refrescos. Parece que a los santos les gusta beber Coca-Cola.
El ambiente allí dentro es auténtico. Se trata de la máxima expresión del sincretismo religioso. Porque en este templo todo vale: los ritos de la religión cristiana se mezclan con el animismo más extendido entre los mayas. Los chamanes realizan sus rituales pronunciando palabras ininteligibles a la par que otras señoras, junto a ellos, aprietan contra el pecho la estampa de algún santo.
Los extranjeros, mientras, pagan por entrar y pasean por el interior intentando pasar desapercibidos. Lo que se siente mientras se está allí dentro es difícil de explicar. Una mezcla de desconcierto, de asombro, admiración e incluso cierta incomodidad. Lo que está claro es que todo el que sale de la iglesia de San Juan lo hace algo confuso.
Lo que ocurre en el interior del misterioso templo sólo queda en la memoria de los que entran en él. Un enorme cartel a la entrada deja bien claro que está completamente prohibido tomar fotografías y vídeos. Y más vale hacer caso: hay quienes cuentan que enfadar a un chamula no es la mejor de las experiencias.
La fiesta continúa
Mientras dentro de la iglesia se producen las escenas más surrealistas, fuera muchos están de fiesta. Y es que los domingos no son sólo día de mercado. También es el día en el que las familias salen a la calle para disfrutar y festejar el fin de semana.
En la plaza hay mesas llenas de cerveza y comida. Los niños corretean por los alrededores, las mujeres charlan entre ellas, el alcohol pasa de mano en mano y algún que otro mariachi hace acto de presencia. Pero vuelve a ser una celebración para ellos, ningún extranjero llega a formar parte del festejo.
Quien visita San Juan Chamula puede tener la impresión de que se trata de un pueblo anclado en el pasado. Su gente, sus costumbres, su forma de vestir… todo parece pertenecer a otra época. O a otro universo. El universo de los chamulas, en el que la esencia de un mundo indígena ha sido capaz de sobrevivir a la historia.
Fue una experiencia con sabor a misterio, a un pasado muy presente en ellos y muchas preguntas sin respuesta.