Nunca antes Jindřiška Nováková, en su corta edad, sintió tanto miedo como el día que tuvo que caminar por las calles de Praga llevando una bicicleta de un lugar a otro. Lo que esta niña de 14 años no sabía era que el día 24 de octubre de 1942 todavía iba a pasar mucho más miedo. Fue en el momento que vio caer ejecutados a un montón de prisioneros, entre ellos sus padres y hermanos, en el campo de Mauthausen: supo que segundos después le tocaría el turno a ella.
Bruno fue un músico mediocre, pero un matrimonio con la hija de una familia de músicos de Dresde, y los contactos adecuados, le llevaron a recibir un homenaje tras su muerte. El lugar escogido fue el palacio praguense de Wallenstein, donde sonaron piezas de músicos alemanes —incomprensiblemente ninguna de Wagner— y una pieza compuesta por él, Concierto para piano en do menor, interpretada por los antiguos alumnos del conservatorio de Halle, el lugar donde había estudiado. Entre el público estaba Reinhard, su hijo mayor, que esa noche se fue a dormir plenamente orgulloso de su padre.
Reinhard se levantó, a la mañana siguiente, y saludó a su esposa Lina, una mujer guapa y ambiciosa que estaba viviendo un sueño: en Praga se sentía como una princesa en un cuento de hadas, le gustaba pasear por las calles de la Ciudad Vieja y, además, estaba embarazada de su cuarto hijo. Antes de salir de casa, Reinhard jugó un rato con sus hijos —le encantaba montarlos a caballito y pasearlos por la casa— y pidió que le despidieran con un beso. Fue el último beso que le darían a su padre porque esa mañana iban a matarlo. Porque Reinhard, melómano, enamorado de su esposa, el hombre que sentía adoración por sus hijos, se apellidaba Heydrich y era conocido por varios apodos: el Carnicero de Praga, el Verdugo, la Bestia Rubia, el hombre con corazón de hierro —según Hitler— y por las siglas HHhH (Himmlers Hirn heisst Heydrich: el cerebro de Himmler se llama Heydrich).
De niño, Heydrich había tenido otro apodo en la escuela: la Cabra. Creció con el rumor —infundado— de que su padre era judío y combatió su complejo de inferioridad respecto a sus compañeros con unas notas excelentes, demostrando maestría con el violín y con la esgrima, aunque dicen que tenía mal perder en el deporte. Durante su etapa de instrucción en Kiel se refugió en la música, pero llegó a odiar la Serenata de Toselli porque un instructor borrachín le despertaba por las noches para obligarle a tocarla. Hay otro punto incómodo en su biografía. Fue el responsable de poner en marcha el prostíbulo Kitty, en Berlín, pero también uno de sus asiduos clientes. En las habitaciones había micrófonos y, asimismo, las meretrices recogían información de sus clientes. Parece que en una ocasión el micro se quedó abierto durante una de las visitas de Heydrich y que se pudo filtrar que le venía bastante grande el apodo de Bestia Rubia.
No sabemos hasta qué punto todos estos antecedentes marcaron el carácter de Heydrych, pero sí que fue director de la Gestapo, de la Oficina Central de Seguridad y que estaba llamado a ser el sucesor de Hitler. Cuando fue nombrado Reichsprotektor, Protector Adjunto, de Bohemia y Moravia lo primero que hizo fue ordenar ejecutar a más de 500 personas, principalmente intelectuales críticos con la ocupación alemana. Por si fuera poco currículum, también fue el artífice e impulsor de la Solución Final. Otra medida que tomó, esta anecdótica, fue la de retirar del tejado del Rudolfinum la estatua de Mendelssohn-Bartholdy por su origen judío. Por equivocación —o no—, los trabajadores empezaron a retirar la de Richard Wagner, el músico favorito del régimen, pero les detuvieron a tiempo. La estatua retirada fue protegida en secreto durante la guerra y ahora vuelve a lucir en su sitio.
Según una leyenda, aquél que se ponga sin motivo la corona de Bohemia morirá en el plazo de un año. El día que hicieron la simbólica ceremonia de entrega de las siete llaves de la ciudad a Heydrich, cuentan —no hay confirmación— que posó la corona sobre su cabeza. Era el 19 de noviembre de 1941. Seis meses después iba a morir.
Tenemos a nuestro villano, ahora hacen falta héroes. El día 28 de diciembre de 1941, Josef Gabčik y Jan Kubiš saltaron en paracaídas, desde un Halifax de la RAF, sobre territorio checo. Las órdenes recibidas eran claras: tenían que matar a Heydrich. En Londres se despidieron de todos, intuían que no iban a volver. De hecho, Gabčik pidió a su coronel que pagara una cuenta de diez libras que había dejado pendiente en el bar que frecuentaba y, ambos, que cuidaran de sus familias.
La operación fue bautizada como Antropoide. Con la ayuda de la resistencia checa intentaron buscar patrones, una rutina en el comportamiento del jerarca nazi que les permitiera dar con el sitio idóneo para llevar a cabo el plan. Los dos soldados daban largos paseos por Praga, subían por la calle Nerudova hasta el castillo Hradčany donde trabajaba Heydrich —entraba cada día por donde hoy lo hacen los soldados en el cambio de guardia—, merodeaban por los alrededores de la estación, caminaban por las calles de la Ciudad Vieja como trabajadores de vuelta del trabajo. Al final, determinaron que el lugar idóneo para matarlo era una curva muy cerrada de la calle Holešovice, cuyo trazado le obligaría a aminorar la marcha de su vehículo.
El día 27 de mayo de 1942, por la mañana temprano, Josef y Jan se despidieron de Anna y Libena, sus novias, prometiéndoles que se casarían al terminar la guerra. Eran promesas vanas porque sabían que tenían escasas posibilidades de salir con vida. Lo tenían todo programado, gracias a un confidente que trabajaba en Hradčany sabían la hora exacta a la que Heydrich pasaría por aquella curva. Aquél preciso día el Reichsprotektor se entretuvo más de la cuenta y apareció cuando la operación estaba a punto de ser abortada. Iba tan solo acompañado de su chófer. Tenía tanta confianza en el miedo que imponía que estaba seguro que nadie podía atentar contra él y con frecuencia viajaba sin escolta. Gabčik se plantó ante el Mercedes negro y le apuntó con su metralleta Sten. El arma se encasquilló. El orgullo de Heydrich le llevó a ordenar detener el coche y a sacar su arma. En ese momento entró en escena Kubiš, lanzó una granada que estalló contra el lateral del coche hiriendo a Heydrich.
Actualmente, el lugar original del ataque ha sido engullido por una vía de circunvalación. En la zona se puede ver una escultura homenaje a los héroes de Antropoide, con las estatuas de tres hombres en la parte superior basadas en los dibujos y estudios antropométricos de Leonardo da Vinci.
En la huida, los autores del ataque dejaron abandonada una bicicleta. Se escondieron en casas de la resistencia para curar alguna herida, cambiarse de ropa y, en el caso de Gabčik dar un último beso a Libena. Por mediación del obispo Gozard, siete de los paracaidistas que habían participado de un modo u otro en Antropoide se escondieron en una iglesia ortodoxa de la calle Resslova, la de San Carlos Borromeo hoy llamada de San Cirilio y San Metodio. Josef Gabčik, Jan Kubiš, Adolf Opálka, Josef Bublík, Jaroslav Svarc, Josef Valcík y Jan Hrubý pasaron allí los últimos días de su vida.
El estado del nazi podría no haber sido grave, pero pidió ser atendido únicamente por médicos alemanes y durante el tiempo del traslado sus heridas, sucias por esquirlas de metal y crin de caballo del relleno del asiento, se infectaron dando lugar a su muerte por septicemia el día 4 de junio. La reacción de Hitler fue furibunda, ordenó matar a 10.000 checos como represalia. Pero tuvo que cambiar de opinión porque eso podía repercutir en la producción industrial del país: mano de obra barata para fabricar armamento entre otras cosas. Aún así, la respuesta fue brutal. El día 10 de junio, siguiendo pistas inconsistentes, los nazis llegaron a la pequeña localidad de Lidice. Con el argumento de que allí habían ayudado a los paracaidistas ejecutaron en el momento a todos los hombres mayores de 16 años, arrasaron la aldea dejando tras de sí escombros y cenizas, trasladaron a las mujeres a campos de concentración, haciendo abortar a las que estaban embarazadas, y también a los niños excepto aquellos que eran aptos para la germanización. Unos días más tarde, el 24 de junio, repitieron la operación en el pueblo de Ležáky. Los nazis habían ofrecido una recompensa a cualquiera que aportara una pista clave y la bicicleta que trasladó la pequeña Jindřiška, ensangrentada y a todas luces grande para alguien de su edad, estuvo expuesta en la zapatería Bata de la avenida Wenceslao, negocio que aún existe en la actualidad.
Para el desenlace de esta historia necesitamos un traidor: Karel Čurda fue otro de los paracaidistas que participaron en Antropoide. Escondido en casa de su madre, en una pequeña aldea, fue sabiendo de la escalada de violencia y asesinatos de checos como venganza por la muerte de Heydrich. Eso, y la generosa recompensa, le hicieron plantarse en la entrada del palacio Petschek, entonces sede de la Gestapo y actualmente ministerio de Comercio y de Industria. Čurda no sabía exactamente dónde se escondían los paracaidistas, pero dio las suficientes pistas para que los nazis tiraran del hilo, entre ellas cuando delató a la familia que los acogió, los Moravec. Para hacernos una idea de la brutalidad de las torturas que tuvieron lugar en los sótanos del edificio, tan solo decir que Čurda llego el día 16 de junio, el día 17 habían cantado todos los interrogados y el día 18, ochocientos nazis rodeaban la iglesia. La persona que marcó el lugar exacto fue Antonin Moravec, tras varias horas de torturas y serle mostrada la cabeza de su madre metida en una especie de pecera.
Karel Čurda aceptó la recompensa, que fue dividida entre varias personas, pero solo podía disponer del dinero acompañado de un oficial de la Gestapo que por lo visto se quedaba una parte. De poco le sirvió el dinero, al terminar la guerra fue juzgado por traición y condenado a morir en la horca.
En aquél frío sótano del palacio Petschek entrevisté a Emil Kulfánek, militar retirado y director actual del monumento. Me insistió en que hablara de ataque, utok en checo, porque era una acción militar en tiempo de guerra, una respuesta, y no un atentado como se solía decir. Al cuartel de la Gestapo se le conocía, entre la población checa, como el “cine”, porque sentaban a los prisioneros mirando a una pared en blanco, hasta varios días, y no podían hablar entre ellos. Si hablaban eran castigados a estar tres días de pie y sin comida, evitando que se durmieran. A los que estaban más tiempo en ese particular cine los sentaban en las filas de atrás para que pudieran ver en qué estado llegaban los prisioneros que ya habían sido interrogados. Me senté un rato en los bancos de madera, los originales. Estaban llenos de marcas, seguramente producidas por la angustia de los prisioneros que se aferraban con manos y uñas como si seguir allí sentados fuera su única posibilidad de permanecer con vida.
De allí iban a las salas de tortura o a las celdas. Entré en una de esas minúsculas celdas, un espacio de no más de tres metros cuadrados sin luz natural, y pedí que cerraran la puerta. El ruido de los goznes, un agudo chirrido, y sobre todo el del cerrojo, te dejan helado. Dentro, completa oscuridad, tan solo una mínima luz cuando el guardia encendía una bombilla para comprobar si el prisionero seguía vivo mirando a través de una mirilla del tamaño de una moneda de veinte céntimos. El que entraba en aquél lugar tenía muchas posibilidades de no volver a ver la luz del sol, todo dependía de la resistencia que tuviera a la tortura, de lo rápido que cantara o de lo valiosa que los nazis consideraran la información. La siguiente habitación aún podía ser más pequeña y oscura, en una de las celdas vi almacenados unos rudimentarios ataúdes de madera.
En una vitrina tienen expuestos algunos de los instrumentos que empleaban en las torturas, muchos de fabricación casera: grilletes oxidados, enhiestas varas de avellano, hierro o cualquier otro material que pudiera infligir el máximo dolor al atizarlo contra los cuerpos.
Volvemos a la pequeña iglesia ortodoxa, con siete hombre rodeados por ochocientos nazis que intentaron todo para sacarlos de allí, en principio con vida para hacerles sufrir por la muerte de Heydrich. Los bomberos introdujeron mangueras por una pequeña ventana que da a la cripta para intentar ahogarlos, los soldados dispararon a discreción sus ametralladoras por cualquier acceso que encontraban. Alrededor de esa ventana se pueden ver numerosos impactos de proyectiles y las ofrendas que aún hoy sigue llevando la gente como homenaje a aquellos héroes. Cuando entré en la iglesia no noté olor a incienso, humedad o cera de los cirios, los olores que generalmente asociamos a los templos. No olía a nada. En el coro y en el pasillo lateral había varios impactos de granada. La visita a la cripta es sobrecogedora, viendo los bustos de bronce dedicados a cada uno de los siete paracaidistas. Se hace muy difícil imaginar el momento final tanto en el coro como en la cripta: Jan Kubiš fue el único de los hombres que murió por los disparos de los nazis, desangrado de camino al hospital. El resto tomó una cápsula de cianuro y se descerrajó un tiro en la sien. Las cabezas de los paracaidistas fueron seccionadas y expuestas durante largo tiempo.
En la antesala de la cripta hay una exposición dedicada a aquellos días, con literatura en varios idiomas relativa a Antropoide y vitrinas con originales y réplicas de elementos implicados en el ataque: una metralleta Sten como las que se encasquillan en los momentos más inoportunos, una cartera de los paracaidistas, una pistola Colt de 9 milímetros, una granada Mills y un libro empapado en la sangre de uno de ellos, entre otras cosas.
Frente a la iglesia se encuentra un bar llamado De los Paracaidistas, que expone reproducciones de fotografías de aquellos días. Por lo visto, cada martes es lugar de reunión para paracaidistas y militares. Durante el rodaje de la película Antropoide fue un lugar frecuentado por el equipo de rodaje y los actores. Como curiosidad, el dueño del bar se llama Daniel Hendrich, una letra y todo un mundo ideológico separan su apellido del de Heydrich.
Lejos de darse por satisfechos con la muerte de los involucrados en Antropoide, los nazis siguieron con su venganza. Hitler no se quedó tan corto cuando con sus ansias de venganza dijo al azar el número 10.000: hubo miles de muertos como represalia. Hay historiadores que sostienen que de haber vivido Heydrich los muertos hubieran sido los mismos o más. Morell, el médico de Hitler, dijo que el doctor Gebhart se había equivocado al tratar a Heydrich con sulfamidas. La respuesta del cirujano jefe de las SS fue demostrar que sí fue un tratamiento adecuado. En Ravensbrück llevó a cabo experimentos de vivisección con 74 chicas jóvenes, a las que inoculó gérmenes, para reproducir las heridas de Heydrich. Por supuesto, murieron casi todas.
También siguieron los fusilamientos, esas ejecuciones que tanto molestaban a Heydrich y que hicieron que buscara una manera “más limpia” de acabar con los judíos. Se cuenta que una vez se había girado para vomitar cuando le salpicó la sangre, así que para aguantar con entereza las ejecuciones tomaba algunos tragos de aguardiente Slivovice, un destilado de zumo de ciruela. Ahora que sabemos que el uso de anfetaminas y de drogas fue tan común entre los nazis, el propio Hitler se convirtió en un adicto a las agujas del doctor Morell, no resulta nada extraño que Heydrich tirara del aguardiente. Al fin y al cabo, él mismo era padre de niñas como la pequeña Jindřiška, que lo único que hizo fue obedecer a su madre y cambiar una bicicleta de sitio.
Están a punto de estrenarse en España dos películas que cuentan la operación Antropoide. La primera, estadounidense, se llama precisamente así, Antropoide. La he podido ver en versión original y creo que los guionistas se toman algunas licencias que no se corresponden fielmente con la realidad. En muchos casos, han podido rodar en los escenarios originales en Praga. La otra película, francesa, se llama HHhH.
Si te interesa la historia, te recomiendo el fabuloso libro HHhH del escritor francés Laurent Binet.
En Praga se pueden recorrer varios de los escenarios clave en Antropoide. La guía Jitka Jirátová tiene una ruta dedicada a la operación. Puedes contactar con ella en su página de Facebook, Guía Privada de Praga.
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