Son poco más de las siete de la mañana del sábado. El sol ya ha salido pero todavía hace frío. Camino por calle de Sucre mientras los vendedores preparan el mercado; las tarimas aún están vacías, los toldos no están tendidos, los niños duermen en las espaldas de las mujeres, el género está en sacas por abrir. Imagino que salieron muy temprano de sus aldeas, bajaron de la montaña de noche, en silencio, con el sueño pegado en los párpados. Los turistas llegarán más tarde, después del desayuno.
“Madrugue. Esas personitas madrugan. A las cinco ya están con sus animales. Necesitan vender para hacer dinero y comprar en el mercado”, me explicó un pasajero del autobús en el que llegué desde Quito. Poco menos de dos horas de trayecto. En la terminal de Carcelén parecía que todos querían llegar a Otavalo. El sábado es el día más importante. Un sábado de 1829, Bolívar nombró ciudad a San Luís de Otavalo. Los sábados los del valle van a la ciudad. Cada sábado, la ciudad de Otavalo se vuelve mercado.
La feria de ganado
Paso de largo. Sigo por la calle y camino hasta dar con la Panamericana. La mítica carretera que cruza América para mostrarnos que los países tienen tanto de geografía como de economía, es un ajetreo constante de autobuses destartalados, camiones, camionetas, motos y bicicletas que estacionan en el arcén. Pocos metros más allá se levanta una gran polvareda. Me cruzo a gente que arrastra algún cerdo gruñón o que tira de una oveja recelosa; hay niños entusiastas, tan concentrados en el cuidado de los animales como concentradas son las arrugas de los mayores en los rostros quemados por el sol de altura. Son rostros en los que es difícil distinguir la edad. Es como con el bótox pero al revés.
Continuar unos pasos más es llegar al mercado de animales de Otavalo. Entro por la parte de vacunos. El mercado se ordena en diferentes áreas. Dos toros se envisten delante de mí. Me hago a un lado. Dos hombres, son dos muchachos, no muy altos, no muy fuertes, o sí, o con destreza en la soga para dominar a ambos toros, tiran de ellos para frenarlos y que dejen de envestirse. Avanzo en este mundo con cuidado de no pisar una mierda o ser pisado por una vaca. Yo soy de ciudad, no de un mundo donde se conduce a un toro como se saca a pasear a un perrito faldero.
No es tierno. Sí, lo es, claro ¿Cuánto da? 140 le doy. Y revisa el cerdo. Es un cerdo negro. En un rato ya he visto cerdos de diferentes colores. Los llevan atados como si fueran racimos de cometas embarradas. Ese es el tope, le contesta el vendedor. Dos por 240, ¿le hace? Los cerdos comienzan a chillar oliéndose que van a ser cambiados de mano por 240 sucres. Hecho. Los billetes pasan de mano, también los cerdos. Para ellos ha sido un negocio; mientras, para mí, ha sido un espectáculo, y darme cuenta de ello me hace sentir extraño. Hay pollos que todos los niños quieren acariciar, las mujeres analizan el cuy antes de comprarlo para asegurarse que luego tendrá buen sabor asado, hay caballos, vacas, toros, mulas, bueyes, gallinas, gallos, se trasiega, se negocia, se revisa el género, hay perros, cachorros de perros que se compran para guardar la casa o el ganado. Aquí, en un animal hay esfuerzo, trabajo y esperanza. No son mascotas. Intuyo un mundo que me es lejano y ajeno.
Subo a un promontorio y miro el recinto y más allá veo las montañas que nos rodean, los campos de maíz, y de quinua que se han convertido en clave de las exportaciones del país, el cerro Imbabura, el volcán que en quichua llaman Taita (padre) Imbabura. Es el valle andino. El hogar de los otavaleños, famosos por su habilidad textil y su buen hacer como comerciantes. De esa fama vive el mercado de Otavalo.
El mercado de artesanías
Más de la mitad de la población de Otavalo es indígena; pero hasta hace poco, ya no, los indígenas no podían cruzar el parque central de la ciudad. Se arriesgaban a ser detenidos por unos inspectores que les castigaban reteniéndoles el sombrero. Restos de los tiempos de la colonia. El sombrero de paño es tradicional en el valle, negro y de ala corta. Los hombres, además, visten pantalones blancos, camisa y poncho, que aquí es de color azul marino o negro. Otros colores, otros pueblos. Las mujeres visten camisas bordadas y falda larga, chal azul y collares dorados y pulseras rojas. Calzan unas sandalias que se me antojan poca cosa para tanto monte.
Si el mercado de animales es una gran nube de polvo, el mercado artesanal es un arcoíris de colores y de texturas, lana, algodón, toquilla, bordados. Los puestos se reparten desde el antiguo Mercado 24 de mayo hasta la calle Quiroga, por las calles Modesto Jaramillo y calle Sucre, y la plaza Centenario, o como se conoce popularmente, la feria de los ponchos. El lugar de los ponchos con denominación de origen. Si por la mañana temprano aún estaba todo por montar, ahora, de vuelta de la feria de animales, parece que la ciudad se ha quedado pequeña.
Por las calles del mercado caminas entre camisas, sacos, cinturones, gorros, guantes, fajas, tapices, bufandas, cobijas, pulseras, sombreros. Por los pasillos, entre los puestos, pasan hombres cargados, vendedores ambulantes, carritos de comida y de jugos. Todo al grito, que no entiendo. El secreto de un buen poncho es que sea de lana del lomo o del pecho de la oveja. ¿Sabe? —me dice una vendedora—, el poncho le vale de cojín, de abrigo y de cobija, llévese uno. Pero no me veo con uno.
De vez en cuando, en algunos espacios se forman corrillos. A los otavaleños les interesan los viejos remedios y las plantas medicinales. Y los vendedores hacen de showman. Saben captar la atención. Uno de ellos vende tratamientos a base de ginseng. Su argumento es incuestionable: ¿Han visto a un chino morir de cáncer? Todos niegan con la cabeza. Yo también. Pues no, grita. No mueren de cáncer porque toman mucho ginseng. Estoy a punto de comprarle uno de esos sobres. ¿De qué mueren los chinos si no mueren de cáncer? Aquí también intuyo un mundo que me es lejano y ajeno.
Entro en el viejo Mercado 24 de mayo. Un Cristo me da la bienvenida entre más de 300 variedades de patatas, tomates, verduras y aguacates que se desbordan en catarata desde los mostradores que se esparcen por todos los pasillos. El blanco de la fachada contrasta con todos los colores de los productos que se venden. En Otavalo están construyendo el edificio de un nuevo mercado. Será uno moderno, con mejores instalaciones. De momento sigue éste, que parece que se va a caer en cualquier momento, tan lleno que está. En el centro está el patio de comidas. Platos de sancocho y presa de pollo con arroz blanco, tajadas, frijoles, la preciada sopa de gallina; pero menos que el hornado (así, sin corregir). En Otavalo se encuentra uno de los mejores hornados de Ecuador, plato que es estrella de la gastronomía nacional. En este mercado, en uno de estos puestos de tres por dos metros cuadrados, Rosario Tabango se adiestró para ganar el Campeonato Mundial. El hornado es de chancho —cerdo— e impresiona. Se ve la cabeza del cerdo, ahí sobre el mostrador, enterita, a veces está decorada, da como cosa, y si eres vegetariano saldrás corriendo de ahí.
Dicen que de los mercados se sale sabiendo algo más del lugar donde estás. Otavalo es trabajo, esfuerzo, madrugadas de frío, ropa que huele a humo, ponchos que hay que vestir antes de que salga el sol para que se mantenga fresco, es un mundo que es una ciudad que se convirtió en mercado. Es un mundo que se intuye lejano y ajeno.
Fotos © Rafa Pérez
Buenas le escribió por el tema de una foto que an subido asu página web sin autorización nuestra por favor le ruego se comunique para poder solucionar esto
Soy el autor de todas las imágenes que aparecen en este artículo, tengo todos los archivos RAW que lo pueden demostrar.