¿Se puede escribir sobre Picasso sin haber estado en Horta de Sant Joan? Algunos estudiosos lo han hecho pero, sinceramente, creo que en estos casos les tiene que resultar difícil llegar a captar algo sustancial sobre este genial artista. Si el arte tiene que ver fundamentalmente con las emociones, si nos ayuda a conseguir algo tan importante en nuestras vidas como aferrarnos a las cosas que amamos cuando ya se han ido, resulta imposible adentrarse en la figura de Picasso sin, por ejemplo, haber contemplado la montaña de Santa Bárbara. Para los habitantes de Horta de San Juan —algunos defienden la grafía Orta— este singular contrafuerte de Els Ports es mucho más que “su montaña”. Para ellos, para cualquier otro que haya tenido una mínima relación anímica con la población, la silueta de esta montaña representa todo un símbolo, una imagen capaz de evocar y mantener unidos los mejores recuerdos vividos en este lugar.
Santa Bárbara acompañó a Picasso desde que pasó, en el año 1898, una primera temporada en Horta. Fue invitado por su amigo Manuel Pallarès, hijo del pueblo, que también era pintor y compañero de las clases de dibujo que ambos seguían en Barcelona. Diez años más tarde, cuando Picasso decidió pasar una segunda temporada en Horta, se detuvo en Barcelona procedente de París y visitó a su amigo Pallarès. Fue entonces cuando este le regaló un pequeño óleo que había pintado de la montaña de Santa Bárbara. Este cuadro, tal como explica Elías Gaston, le acompañó durante toda su vida y ocupó un lugar preferente en todas las residencias donde vivió.
Es evidente que el cuadro tenía un gran valor sentimental para Picasso. Por un lado, le recordaba a su gran amigo, a quien le unía una profunda amistad que solo separó la muerte. Por otra parte, varios expertos, especialmente el poeta, biógrafo y también amigo de Picasso Josep Palau i Fabre, destacaron el vínculo emocional que el artista mantuvo a lo largo de su vida con Horta y su paisaje.
Es bien conocido el fragmento de la conversación que mantuvo Picasso con la delegación del Ayuntamiento de Horta, que fue a visitarle en 1969 a su residencia de Notre-Dame-de-Vie, en la Costa Azul francesa. Ante su casa dijo: «Mirad este paisaje, parece vuestro pueblo, es empinado y está lleno de pinos. Y estos olivos, siempre me dice Dominguín —aquel torero que es amigo mío— que los corte porque me quitan la vista de la casa y, además, no producen nunca aceitunas. Pero no quiero. Me gustan, me recuerdan a Horta».
Sin embargo, curiosamente, no siempre se mencionan o se destacan estas estancias de juventud cuando se analiza la figura del pintor. Y a menudo se suele poner mucho más énfasis en la segunda de las estancias, la de 1909. Picasso se acercaba entonces a la treintena y ya empezaba a ser un pintor reconocido internacionalmente, especialmente en Francia. ¿Cómo es que un pintor que empezaba a ser valorado en París, la meca mundial del arte, decide ir a pasar unos meses en un pueblo perdido de la Terra Alta? Según algunos especialistas, esta segunda estancia responde al deseo de reencontrarse con unos paisajes especialmente estimados en un momento en que en su cabeza tomaba forma el estilo que luego alguien, despectivamente, bautizó como cubismo.
La balsa, La fábrica o Casas sobre una colina, son ejemplos de cuadros pintados en Horta que forman parte fundamental de la historia del arte del siglo XX. Además, Picasso pintó la montaña de Santa Bárbara en varios cuadros. Uno de ellos, actualmente en el Museo de Arte de Denver, con una mirada que según los expertos recuerda a Montagne Sainte Victoire de Cézanne. En otros aparece mezclada con el retrato de Fernande. Cabe decir que esta segunda estancia fue bien sonada en Horta por otros motivos no directamente artísticos. Picasso llegó acompañado de su amante, la modelo francesa Fernande Olivier. La pareja revolucionó el pueblo, tal como ha descrito magistralmente Toni Orensanz en la novela El verano del amor.
A pesar de la relevancia de esta segunda estancia, según Elías Gaston, fue la primera la que resultó capital en la vida del artista. La importancia no viene dada por las obras pintadas sino por las experiencias vividas. Picasso llegó el verano de 1898, alrededor de San Juan, con dieciséis años. Entonces ya era un joven prometedor que había ganado el año anterior una mención en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid con la obra Ciencia y caridad, pasando por delante de pintores con mucha más trayectoria que él, incluso de su padre, también pintor.
El joven artista estaba pasando dificultades económicas porque la familia le había retirado parte de la asignación que recibía debido a su comportamiento y, además, había estado enfermo de escarlatina. Su amigo Pallarès le invitó a pasar el verano convencido de que los caldos de gallina de su madre y el aire de las montañas de Els Ports eran lo que necesitaba su amigo para recuperar la salud y el ánimo.
Nada más llegar, los dos jóvenes se incorporaron a los trabajos de la siega en el Mas de Tafetans, propiedad de la familia. Cuando regresaron a Horta decidieron subir a la montaña de Santa Bárbara y quedarse algunos días en una cueva de la montaña. Cualquiera que haya subido nunca olvidará la sensación de amplitud que transmite el horizonte que se vislumbra. La primera vez que tuve ocasión de estar allí, quedé cautivado por los restos de la pequeña ermita de San Ramón situada a tocar del cielo. Tiempo después descubrí que también había captado la atención de Picasso al comprobar que la había pintado.
Aquella experiencia les debió animar a poner en práctica la siguiente aventura: vivir unas semanas en el interior de Els Ports, en plena naturaleza, durmiendo bajo una cueva y pintando en completa libertad, al aire libre. Llegado el mes de septiembre, una fuerte tormenta de viento y lluvia destrozó el cuadro grande que estaba pintando Picasso y el artista terminó quemando el bastidor para calentarse. De la pintura solo quedaron los bocetos. Años después, Picasso, en una carta a su amigo el poeta Guillaume Apollinaire, escribió: «Mis emociones más puras las he experimentado en un gran bosque de España donde, a los dieciséis años, me retiré para pintar».
El contacto con la naturaleza salvaje, viviendo apartado de la civilización, tuvo que marcar a aquel joven de ciudad. Como asegura Federico L. Silvestre, en el prólogo del libro de Tiberghien Notas sobre la cabaña, la vida interior se enriquece al ser expuesta abiertamente a la intemperie de la realidad. Refugiados bajo aquella cueva, aquellos jóvenes debieron captar la grandiosidad de la simplicidad y la fuerza que emerge de la naturaleza sin filtros. Tengo la intuición de que Picasso fue, hasta el final de sus días, un fauno en el sentido clásico y dionisíaco del término, es decir, la encarnación de la vida que se abre paso, que brota sin que la moralidad pueda condicionarla.
De regreso al pueblo, Picasso y Pallarès continuaron dibujando la mayor parte del día y participando en la vida del pueblo. La jornada de pintura acababa por la tarde, cuando Picasso iba a al encuentro de su compañero que había instalado su estudio en el molino de aceite, donde mojaban una rebanada para merendar. Picasso hizo buenos amigos en el pueblo y guardó durante toda su vida el recuerdo de unas relaciones francas y auténticas. Según los especialistas, las pinturas de Picasso de aquellos meses muestran una luminosidad inusitada, unos colores dulces y una ternura que refleja la felicidad que descubrió en Horta.
Aquel verano duró ocho meses. El joven de diecisiete años que en febrero de 1899 volvió a Barcelona era muy diferente del muchacho enfermizo y abatido que había llegado a Horta unos meses atrás. El nombre y el primer apellido desaparecieron de su firma, así como la tutela de su padre y las clases del Liceo. El recuerdo de Horta continuó inspirándole cuadros a más de mil kilómetros de distancia, en su estudio de París. Algunos ejemplos son La tentación de San Antonio y Carnaval en la taberna.
La famosa frase «Todo lo que sé lo he aprendido en Horta» cobra todo el sentido si olvidamos por un momento las técnicas pictóricas y nos centramos en lo fundamental que tiene la creación: la necesidad de expresar lo que se siente. Como dice Rafael Balada, director del Parque Natural de Els Ports, «nuestra tierra no solo le permitió superar la enfermedad, de la que vino a curarse; le liberó de los dogmatismos artísticos y le permitió encontrarse con él mismo y reflejar toda su gran humanidad».
Nunca se sabrá con exactitud qué significaron para Picasso sus estancias en Horta, pero es evidente que dejaron una huella importante. Conversando sobre la visita de la delegación de Horta a Picasso, en 1969, Toni Orensaz me hizo saber un detalle que a menudo pasa desapercibido y que aparece en las memorias que escribió Mariano Miguel Montañés, amigo y secretario personal del artista.
Picasso estaba a punto de cumplir ochenta y ocho años, había decidido retirarse y no recibir a nadie. Cuando llegaron el alcalde, el teniente alcalde y farmacéutico y la cuñada de este que les hacía de traductora, la respuesta del secretario del artista en la puerta de la finca fue la misma que para todos: «Monsier y Madame Picasso no están». De todos modos, ante la insistencia, les dijo que probaran a llamar al día siguiente, con el convencimiento de que Picasso no los recibiría.
Montañés confiesa su sorpresa cuando Picasso le comunicó efusivamente que sí los quería recibir y le comentó: «Aprendí muchas cosas en Horta». Habían pasado más de sesenta años pero los recuerdos continuaban vivos. Terminada la visita, Montañés y Jacqueline, la esposa del artista, comentaron cómo había estado de contento Picasso al recibir a aquellas personas de Horta, aunque había quedado un poco decepcionado al verlos con traje y corbata. Él todavía los recordaba con sus ropas tradicionales de color oscuro y los pañuelos atados alrededor de la cabeza.
En otro momento de aquel entrañable encuentro les dijo: «Horta me gustaba mucho. A veces pienso que me debería haber quedado a vivir allí, pero mis amigos me decían ¿qué vas a hacer allí? No sé, no sé, tal vez estaría mejor que ahora. Ahora sería un campesino». Como aseguró Palau i Fabre, para Picasso Horta fue durante toda su vida el paraíso perdido que todos añoramos.
Ha pasado más de un siglo, pero la montaña de Santa Bárbara, el pueblo de Horta y las montañas de Els Ports siguen en el mismo sitio para todo el que quiera recordar estos momentos de la vida del genio. Los paisajes que inspiraron a Picasso continúan emocionando a artistas, creadores y a todos los espíritus sensibles que se quieren acercar.
El Centro Picasso de Horta, si bien no cuenta con originales, reúne algo que ningún otro museo muestra: una colección de excelentes reproducciones facsímil de todas las obras creadas por el artista en 1898 y 1909. De esta manera se puede disfrutar de una visión global del trabajo y las repercusiones que las estancias en Horta tuvieron sobre el artista, tanto en el ámbito personal como creativo.
Entre las publicaciones del Centro, el primer número de los Cuadernos Picassianos está directamente dedicado a la relación entre el artista, el pueblo y el paisaje: Horta, Picasso y paisaje. La montaña de Santa Bárbara de Elías Gaston (2007). En colaboración con el Centro, el Parque Natural de Els Ports publicó, en el año 2011, el libro Picasso en Els Ports. Horta, verano 1898, que recoge diferentes artículos.
Durante el mes de marzo se celebran las primeras Jornadas Picassianas en Horta de Sant Joan, con conferencias, catas de vinos y aceites, y excursiones guiadas. Más información en el siguiente enlace.
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