Las vistas del puerto Victoria desde mi habitación en la planta 109 del hotel Ritz Carlton eran muy buenas. Excepcionales. Mientras estaba sentado en el alféizar interior de la ventana, tratando de poner medida a todo el conglomerado de acero y cristal que forma la postal más clásica de la ciudad, llegó una alerta a mi móvil con la noticia del fallecimiento de David Bowie. Como humilde homenaje, puse su música en el mp3 y sonó China girl. La chica de la canción parece que en realidad era una vietnamita a la que Iggy Pop le tiraba los tejos cuando los dos músicos vivieron en Berlín. Esa canción me venía estupendamente para empezar este artículo: las chicas nacidas en Hong Kong a partir de 1997 dicen que, como la del tema de Bowie, no son chinas; no quieren serlo. Chicas que a través de las ventanas —algo veladas por la humedad— de los viejos tranvías de dos pisos parecen salidas de un cuadro de Vermeer.
Las primeras sensaciones que tuve tras aterrizar en la ciudad habían sido algo confusas: el taxi condujo entre enormes y modernos rascacielos, enjambres donde se trabaja y se vive; junto al taxímetro había un calendario de taco como los que te regalan en el restaurante chino de tu barrio cuando se acerca el Año Nuevo, del retrovisor colgaban abalorios chillones con estampitas de Confucio y collares de cuentas de plástico rojo brillante, en el salpicadero había pegados un par de Minions con indumentaria achinada. Recordé las palabras pronunciadas por Deng Xiaoping durante la ceremonia del traspaso de soberanía por parte del Reino Unido a China: “Los caballos seguirán corriendo, la gente seguirá bailando”. Ciertamente se ha cumplido su promesa, el Happy Wednesday del hipódromo de Happy Valley es todo un acontecimiento social para la gente guapa y la ciudad tiene al ocio como una de sus banderas. Pero no podemos negar cierta mezcolanza desde entonces.
Cuando se firmó el tratado de Nankín, en 1842, Hong Kong era una isla triste con escaso futuro, de nulo valor, cosida a retales de lodo, humedad y aburrimiento. Pero los británicos imaginaron un estupendo puerto para sus trapicheos con el opio. Europa les reclamaba su “aspirina” —el opio llegó incluso a ser usado en los chupetes de los niños para calmarlos— y la emprendieron a cañonazos en nombre de la Reina Victoria. Desde entonces, comercio y crecimiento vertical acabaron convirtiendo a Hong Kong en la versión XXL de Gibraltar.
Los taipans —hombres de negocios durante la época colonial— le cogieron bastante cariño a la ciudad y cuentan que el día del traspaso —1 de julio de 1997— cayó más de una lágrima cuando, bajo la lluvia, cantaron el Auld Lang Syne; más alto que nunca por los viejos tiempos. Un personaje del libro de John Lanchester El puerto de los aromas, llamado Austen, dice al respecto: “Bueno, nos espera un siglo asiático. Espero que nos traten mejor de lo que nosotros los hemos tratado a ellos. Y que no soplen muy malos vientos por aquí cuando eso suceda”.
Si hablamos de épocas pasadas es necesario lanzar un aviso a los nostálgicos: Hong Kong cambia a ritmo trepidante, actualmente hay más Rolls Royce que sampanes, solo el hotel The Peninsula dispone de más de una docena para pasear a sus clientes; es inútil buscar las luces del fotógrafo Fan Ho —sus fotos en blanco y negro se hicieron virales hace poco tiempo en las redes sociales— porque han sido sustituidas por neones. Tampoco está la ambiciosa e ingenua Suzie Wong, las muchachas que han tomado el relevo siguen en Wan Chai pero llegan desde países lejanos y el amor que ofrecen, como los relojes que venden en las calles del barrio, es falso.
El ritmo sístole, diástole; demolición, construcción, solo se interrumpe por un motivo: el feng shui, un asunto que se toman muy en serio. Arquitectos y aparejadores no mueven un dedo si los vientos geománticos no son propicios. El luopan, la brújula feng shui, sometió al mismísimo Norman Foster que tuvo que hacer reajustes en el espectacular edificio del HSBC y plantar dos leones de bronce en la entrada, Stephen y Stitt, colocados a las 4 de la tarde de un domingo, bajándolos al mismo tiempo con sendas grúas. El opio fue sustituido hace mucho tiempo por la compra compulsiva, los shopaholics recorren pasadizos y túneles elevados que conectan los edificios de tal manera que les permite ir de centro comercial en centro comercial sin pisar la calle. El diván está en calles como Des Voeux Road o Queen’s Road Central, y el psicoanalista, con permiso de la Visa, se llama Armani, Gucci o Versace.
Luego hay otro tipo de compras, las que arrastran a la gente hasta los mercadillos de la otra orilla, en Kowloon. Solo hay que cruzar en el Star Ferry, caminar hacia el norte de Nathan Road buscando una de las zonas con mayor densidad de población del mundo, el barrio de Mong Kok, donde casi siempre es de día neones mediante. Hay baratijas para todo gusto, aunque haya abundancia de mercancía para personas carentes de él. Sin embargo, no se puede dejar la ciudad sin visitar alguno de esos microcosmos. En Temple Street se mezclan, con total indiferencia, gatos de la fortuna que parecen amenazar con su brazo a los pájaros que decoran enormes abanicos de vivos colores, las vajillas para el té con el olor a fideos cocidos que llega desde pequeños restaurantes, electrónica para principiantes con disfraces de cualquier personaje de comic imaginable. Todo amenizado por cantantes de ópera cantonesa y videntes de tres al cuarto. En Ladies Market encontramos ropa, cosméticos y recuerdos que parecen diseñados por mentes perversas. También hay mercados de flores, de pájaros y el que me pareció más curioso: el Goldfish Market. En ese mercado venden peces de colores —otra vez el feng shui, se considera que las peceras son símbolo de buen augurio— que los vendedores muestran en ordenadas y diminutas bolsas transparentes, como si fueran ciudadanos en sus pequeños apartamentos.
Los mercadillos callejeros son retazos de la cara más tradicional de Hong Kong, de la ciudad horizontal que perdió la partida frente a la verticalidad hace tiempo. Caminando por la ciudad la duda me asalta de manera continuada: hasta cuándo permitirá el laboratorio del capitalismo las tiendas de medicina natural, las partidas de mahjong en la calle, los andamios de bambú en la construcción, los puestos callejeros donde sirven calamares con verduras, wonton con gambas, pato laqueado y Tsingtao helada, la misma cerveza que aparecía en las películas Blade Runner y Gran Torino. La vestimenta de los jóvenes que pasean por Hollywood Road y Duddell Street, de impecable estilo británico, insinúa que por poco tiempo. Los templos, en cambio, muestran que la tregua podría ser permanente. Es cierto que los principales templos de la ciudad se ven prácticamente engullidos por el Pantagruel del cemento, con edificios de decenas de plantas rodeándolos. Pero en Hong Kong se cree mucho y a todas horas.
A la entrada del templo Man Mo se entregan estampitas diversas; el humo de las enormes espirales de incienso que se queman como ofrenda nubla la sala principal. La fascinación por la escena desplaza a la incomprensión de símbolos, ademanes y rituales; las nubes acaban dejando que la luz de tono frío se cuele por la claraboya y, gracias al efecto del humo, se dibujan haces perfectos que atraviesan el templo. En el templo Wong Tai Sin se conjugan una serie de factores para que sea uno de los más populares de la ciudad. Por un lado, su lema es “conceder todos los deseos que se pidan”. Por el otro —sí, otra vez—, la presencia de los cinco elementos geománticos del feng shui: el metal en el Pabellón de Bronce, el agua de la fuente Yuk Yik, el Muro de Tierra, el fuego del santuario Yue Heung y la madera del Salón de los Archivos. Hay personas que agarran entre las palmas unas largas varitas de incienso que agitan con fervor, otras se postran de rodillas sobre cojines de escay rojo y ofrecen algunas viandas —piezas de fruta, algo de carne y té principalmente— mientras encienden unos cirios. Veo gente de toda edad y condición; el tendero se codea con la chica que lleva un bolso de firma, los estudiantes con las amas de casa, el directivo con el empleado municipal. En el totum revolutum de confucianismo, taoísmo y budismo, entre otras doctrinas, cabe todo el mundo. Igual que en la cocina. Hong Kong es una especie de rompeolas culinario. En una ciudad en la que crece el cemento pero rara vez las hortalizas hay que importar prácticamente todo lo que se come.
Me cuenta Pedro Samper, chef ejecutivo del hotel The Langham, que en sus menús incorporan alimentos españoles como calçots, jamón ibérico o pimientos de Padrón. Pero más allá de la anécdota de un español y los productos de su tierra, Kwong Wai Keung —chef de uno de los restaurantes del hotel, el T’ang Court con tres estrellas Michelin— echa en la sartén gambas de Italia, carne de cerdo del Reino Unido o wagyu de Japón, quesos y gamba roja de España, cangrejo de Vietnam, verduras de Yunnan, tomates de Japón. Todo cocinado, eso sí, con las técnicas tradicionales de la cocina cantonesa: alta temperatura y cocción muy rápida para preservar todo el sabor y la frescura de los alimentos. En Hong Kong no pagan impuestos por los ingredientes que importan y en pocas horas disponen de cualquier producto aunque esté en la otra punta del mundo.
El tener al alcance esa ONU gastronómica y el universo de las estrellas pueden hacer perder el oremus. El chef Mak Kwai Pui pensó que era necesario volver a poner los pies en el suelo y bajó desde su cocina de tres estrellas, en uno de los mejores hoteles de la ciudad, a la calle. Abrió un pequeño y sencillo restaurante, el Tim Ho Wun, para preparar dim sum, con apenas sitio para veinte comensales. El chef Mak es una persona afable, pese a que me acompaña un intérprete él se esfuerza en comunicarse conmigo con la sonrisa, con la cara de satisfacción por mi gesto cuando pruebo uno de los delicados bocados que prepara. Me cuenta que aprendió a cocinar revoloteando por la cocina de su madre y que quería recuperar la tradición del yum cha, que se traduce como “beber té” y conlleva la reunión en torno a una mesa, comiendo dim sum después de haber hecho taichí en el parque. Aquel primer local, hoy cerrado por necesidades de expansión, recibió una estrella Michelin. Ese gesto fue considerado un giro en la política de los inspectores, a los que se había acusado de elitistas y de no tener en cuenta el gusto de la gastronomía local elaborada en sencillos locales. Tim Ho Wan se ha extendido por siete países del Sudeste Asiático más Australia, dos de los locales de Hong Kong cuentan con una estrella, lo que les coloca entre los restaurantes con estrella más baratos del mundo: puedes comer un buen variado de dim sum por menos de diez euros.
El mejor hotel al este de Suez. Con esta pretensión, la familia Kadoorie abrió las puertas del hotel The Peninsula. Si no se tiene la ocasión de dormir allí, sin duda merece la pena tratar de coger una mesa en el lobby para su tradicional afternoon tea. El horario, para nosotros, resulta tan raro como el del resto de las comidas del día en Hong Kong. El té de la tarde se toma a partir de las dos, pero antes ya se han formado largas colas para encontrar sitio. La pastelería del holandés Frank Haasnoot —quiso ser dibujante pero acabó adorando el yuzu, un cítrico asiático que incorpora a varias de sus creaciones— y del belga Marijn Coertjens —se dedica al tema dulce, dice, porque el chocolate hace feliz a la gente— bien merece la espera. Bajo el elegante techo, mientras me sirven el té, pienso que allí todo es cuestión de modos de ver. En mi caso, ver para que no se me escape ningún detalle que pueda ser útil a este artículo; los botones que todo lo ven aunque negarán haber visto nada, elegantes señoras que llegan para ser vistas y a las que ver les importa más bien poco, parejas jóvenes que lo ven todo a través de la pantalla de sus teléfonos.
El oeste de la isla de Hong Kong es, en cambio, más de cupcakes y brunch, más de Foster Wallace y Kundera; más de bicicleta y monopatín. Es decir, la cosa se hipsteriza. El antiguo cuartel de la policía, conocido como PMQ, se ha convertido en un vivero de empresas con intenciones creativas, un espacio con interesantes cafés —especialmente el Aberdeen Street Social—, panadería artesanal, jóvenes diseñadores de joyas, ropa y recuerdos; donde también hay sitio para las tiendas Pop Up, exposiciones de arte contemporáneo, festivales dedicados a ciudades del mundo o cursos de cocina de la Provenza.
En caso de que PMQ nos parezca poca experimentación tenemos el barrio de Kennedy Town, un lugar donde cada semana hay alguna inauguración. Allí cuesta distinguir dónde acaba la lavandería y empieza el café, dónde los libros dan paso a los vestidos o los discos de vinilo a la cerveza. Regreso a Central a pie, con parada para cenar algo en los callejones bajo las escaleras mecánicas de Mid-Levels, un mundo de pura estética Wong Kar-Wai, el director que mejor ha plasmado Hong Kong en el cine. Recuerdo el extraordinario tema central de la banda sonora de su película Deseando amar, que desde hace años es el tono de llamada de mi móvil, y también visualizo perfectamente la escena grabada en el restaurante The Goldfinch, lamentablemente cerrado desde hace algunos meses; el cambio en la ley de renta antigua fue totalmente insensible a la canción Aquellos ojos verdes que sonaba en ese momento. Chunking Mansions, pese a que todavía existe, no es el mismo lugar que aparece en otra de sus películas, sino un caótico sitio —en ese aspecto sigue igual— solo recomendado para cinéfilos sin remedio pero no para una visita turística.
Para digerir el excesivo ritmo que impone la ciudad decido tomar algo de distancia subiendo en el funicular a The Peak, la atracción más multitudinaria de Hong Kong, especialmente cuando va acabando el día y durante el espectáculo de luces que tiene lugar a las 8 de la tarde. Una mezcla de humedad y nubes devuelve un skyline confuso, sin perfilar, pero no deja de ser espectacular ver todo ese enjambre de oficinistas y ciudadanos que dentro de sus edificios parecen, lo habrán adivinado, los peces expuestos en el Goldfish Market.
En 1997, como si el fin del mundo estuviera a la vista, se pagaron fortunas por algunas matrículas cuyos números eran propicios —cuanto más bajo mejor—, y se apostaron millones de dólares en el hipódromo. ¿Qué pasará cuando, en 2047, llegue el final del periodo especial? Ya en el aeropuerto me encuentro con una exposición dedicada a Bruce Lee, el Fred Astaire de las artes marciales. El estreno de El gran jefe, su primera película también conocida como Kárate a muerte en Bangkok, superó en taquilla a la mismísima Sonrisas y Lágrimas, intratable hasta la fecha. Así que en 2047 puede pasar cualquier cosa, en Hong Kong nada es imposible.
Cathay Pacific tiene vuelo a Hong Kong desde Madrid y Barcelona. Son cuatro vuelos semanales, para cada una de las ciudades. La compañía ha recibido diversos premios, entre ellos el de mejor compañía transpacífica, mejor aerolínea del mundo y el de mejor clase Business. Más información y reservas en la página web de Cathay Pacific.
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