Me pregunto qué habrá sido de Zhaoxing, si seguirá siendo aquel encantador batiburrillo de casas, torres y puentes al que yo bauticé (y aunque no sea cierto, para mí siempre ostentará el título) como “el pueblo más bonito de China”. En cuatro años puede haber cambiado bastante. Más aún en un país como China, donde para construir un hotel de cuatro pisos solo hacen falta un puñado de obreros con una noche por delante. Te acuestas y cuando despiertas —¡plof!— ahí está.
A principios de año leí un titular que me sobrecogió: “Un incendio arrasa un histórico pueblo de la etnia dong en China”. “Por favor, por favor, que no sea Zhaoxing”, rogué. Y la suerte quiso que fuera Baojing, que no es mi pueblo pero está relativamente cerca. Podría haber sido Zhaoxing. Quizá la próxima vez le toque.
Cuando llegué a Zhaoxing llevaba 45 días recorriendo el este y el sur de China. Era mi primer viaje al gigante asiático y disponía de dos meses para ver poco más que lo esencial, así que empecé por Beijing, vi los Guerreros de Terracota en Xi’An, hice una breve parada para descubrir las múltiples caras de Shanghai y, a partir de ahí, puse todas mis ganas y mi ilusión en adentrarme en el interior, en busca de la China más tradicional. Esos pueblos anclados en el tiempo, casi medievales, que había visto en tantos documentales.
Las tribulaciones de una viajera en China
Solo había un problema: antes de ir, apenas sabía nada de China. Y ante un país tan enorme, con pocas semanas para explorar, uno necesita saber en qué dirección tirar, tener las ideas claras y ceñirse sólo a una pequeña parte. Yo no lo hice, y además cometí el error de seguir las recomendaciones de mi guía de viajes. Aún peor: de las oficinas de turismo que, destinadas en primer lugar a atender a los turistas chinos que viajan dentro de su propio país, me enviaron siempre a la antítesis de los lugares que yo estaba buscando.
Así fue como, salvo honrosas excepciones (como los tulou de la provincia de Fujian, el único punto que tenía marcado en mi mapa desde varios años antes), mi viaje en China se convirtió en una carrera a salto de mata sembrada de decepciones. Tres semanas visitando supuestos pueblos históricos reconstruidos en cartón piedra, donde las verdulerías han sido reemplazadas por tiendas de souvenirs y cuyo acceso conlleva un pago entre los 60 y los 100 yuanes. En ningún momento se me escapó que más allá de aquel teatrillo tenía que haber cientos de pueblos auténticos y a salvo de los efectos del turismo. Pero, sin vehículo propio ni tiempo, llegar a ellos se me antojaba una tarea imposible.
Tradiciones auténticas
Y entonces se cruzó en mi camino Zhaoxing, una aldea tradicional dong con sus casitas de madera, sus puentes del viento y la lluvia, y sus cinco torres del tambor. A nivel arquitectónico el poblado era una joya, un museo al aire libre que ponía de manifiesto la maestría de esta etnia en el trabajo de la madera. Que sus torres del tambor hubieran sido levantadas sin usar un solo clavo o pegamento, tan solo ensartando las piezas como si de un rompecabezas perfecto se tratara, es sólo uno de los muchísimos detalles en los que una persona curiosa podría invertir su tiempo allí. Lo que a mí realmente me llenaba de gozo es que era real, una muestra viva. Por fin descubría un pueblo como el de mis fantasías funcionando en su día a día, sin máscaras, sumido en su encantadora normalidad.
Hombres trabajando en los campos de arroz, mujeres martilleando las telas teñidas de azul índigo para darles su característico acabado brillante, ancianos sentados en la puerta de sus casas sin otra ocupación que ver la vida pasar y niños corriendo hacia la escuela pisando todos los charcos del camino. No parece nada excepcional y, sin embargo, para mi lo fue. En un país como China, donde el menor atisbo de tradición es visto como una oportunidad de negocio, cuando no destruido para instalar en su lugar un parque temático, la existencia de Zhaoxing se asemejaba a la de un oasis en el desierto. No le faltaban al pueblo sus cuatro alojamientos turísticos y dos tiendas de artesanías entre cuadra y granero, pero eso era parte del milagro: la integración pacífica del forastero sin dañar a una sociedad que no rehúsa a relacionarse (y, por qué no, también sacar algo de provecho) con él, mientras mantiene sus costumbres y modo de vida.
Cantos al calor de la hoguera
Uno de los recuerdos más nítidos que tengo de aquellos días es cuando, entrada la noche, los habitantes del pueblo se reunían al calor de un fuego bajo una de las torres del tambor para llenar el silencio con sus cantatas, un peculiar canto gutural que, además de ser una de sus mayores señas de identidad, ha sido el vehículo que ha permitido que su historia y tradiciones lleguen hasta nuestros días. Me pregunto qué habrá sido de Zhaoxing mientras deseo con todas mis fuerzas que estas escenas que almaceno en mi memoria sigan repitiéndose, que no dejen de reunirse y nunca se les agoten las historias que contar.
Muy interesante. Estoy pensando en un viaje por China y esto es lo que más me interesa. Pueblos en los que se conservan modos de vida tradicionales y hermosa arquitectura popular.
Los pueblos interiores de China son preciosos y conservan su autenticidad, a mí me sorprendió China muy gratamente, ahí y también tengo mi pueblo favorito se llama Wuzhen.
Me parece precioso todo esto ojala los declaren aldeas monumentales y los destruyan,ni dejen construir modernismos ,