La carretera nº1, la única que se puede considerar como tal, da la vuelta a la isla. Una vez salimos de la capital se convierte en firme candidata a escenario de road movie y te imaginas sacando el brazo por la ventanilla, gustándote conducir. Si además se ha leído y viajado con la Beat Generation, la carretera es el lugar perfecto para mitificar a aquellos tahúres de botella fácil. Todo el tramo sur de la isla es un catálogo de geografía tan didáctico, y mucho menos aburrido, como cualquier libro de instituto. La primera lección en una de las rutas clásicas, el Círculo Dorado. En el P.N. Thingvellir que se fundara una de las instituciones parlamentarias más antiguas del mundo es casi lo de menos. Lo que da inmensidad al parque es el hecho de poder caminar por el lugar donde convergen la placa tectónica euroasiática y norteamericana, esa herida terrestre responsable con sus achaques de los bailes que se producen en Islandia cada cierto tiempo. Un buen ejemplo de la actividad terrestre son los violentos eructos de los géiseres.




En la zona de Geysir, aunque el que diera nombre al fenómeno esté ahora mismo descansando -dicen las malas lenguas que por causa de la mano del hombre-, podemos ver los cronometrados estallidos del Strokkur. A partir de este punto la carretera se vuelve apacible, dócil, como en las descripciones que nos legaron los clásicos de Arcadia: grandes praderas, cascadas perfectas como Gullfoss y Skógafoss, vida en comunión con la naturaleza.
Al llegar a Dirhólaey el paisaje empieza a cambiar, se vuelve un poco más tenso y el mar se ha cabreado en Reynisdrangar. Para compensar están los frailecillos que podrían ser, más por la simpatía que despiertan que por fisonomía, la respuesta ártica al pingüino. Sus rápidos movimientos de cabeza parecen tics de espía nervioso y cuando regresan con el pescado para sus crías posan para la foto. Antes de que nos demos cuenta estaremos metidos en el averno de Vatnajökull y el lago Jökulsarlon, donde enormes bloques de hielo van a morir tras millones de años de existencia.




En una de las lenguas del Vatnajökull, donde te sientes diminuto a pesar de que ésta sólo representa un puntito en el mapa del glaciar, se encuentra el centro de interpretación del P.N. Skaftafell, punto de reunión y salida para las excursiones por el glaciar y el recorrido que lleva hasta la singular Svartifoss, la cascada negra, cuya pared está formada por columnas hexagonales de basalto por las que cae el agua. Todo esto en el sur, pero la isla sigue, la carretera principal es como un enorme loop que nos lleva ahora a zona de fiordos. En el este de Islandia van apareciendo esas casitas de colores en las que te gustaría refugiarte para escribir y aprender a fumar en pipa. Llevar una vida bohemia esperando al cartero con café, pastas y aguinaldo en época navideña.




La afabilidad de los fiordos sigue marcando el paisaje por todo el norte de la isla, aunque con el punto vikingo de ciudades como Húsavík. Los bravos marineros que otrora asediaron a las ballenas van sustituyendo la caza por el avistamiento con grupos de turistas a bordo. El norte de Islandia es uno de los mejores lugares del mundo para la observación de cetáceos. Igual que pasa en el sur, llega un momento en que los paisajes más suaves se tiñen de dramatismo. En el norte de la isla eso ocurre en el lago Mývatn. Entre la cascada más caudalosa de Europa, Dettifoss, y la que dedican a los dioses, Godafoss, el aire se impregna de un particular olor a azufre. Las fumarolas indican el camino a un paisaje muy cercano a la ciencia ficción donde los borbotones de barro asoman entre tierras de una gama cromática casi irreal.
Esta es Islandia, con todas sus particularidades. Una isla con su yin y su yang hecho de fuego y agua, que funde los glaciares con el cielo en azules imposibles y hace que sus habitantes tengan que conducir en ocasiones durante una hora y pasar por debajo del agua para ir a hacer la compra. Pero como dijo Halldór Laxness, en Islandia, por encima de cualquier otro deseo sólo reina la belleza.




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