Un vuelo de apenas 25 minutos desde Barcelona me deja en Palma. Recorrer el espacio que ocuparon los dos calls de la ciudad es un ejercicio de memoria y respeto: apenas queda nada de lo que fueron aquellos barrios, más allá del trazado y de algunos edificios de la ciudad vinculados a su historia, como la Catedral y el Palacio de la Almudaina. Con la ayuda de un par de libros, Memoria de las aljamas: paseos por las juderías de España, de Pilar Alonso y Alberto Gil, y la Guía judía de Mallorca de Josep Francesc López Bonet, me dispongo a recorrer la ciudad deteniéndome en los puntos clave para averiguar lo que hubo y lo que pasó, para seguir las huellas de los xuetes o chuetas —descendientes de los últimos judíos conversos y estigmatizados, por apellido, a lo largo de los siglos.
En la Plaza Mayor, epicentro de la Palma más turística, estuvo ubicada la Casa Negra o de la Inquisición. Tras la conquista de Jaume I, el call se desdobló en Major y Menor; las actuales calles de Jaume II, de las Monjas y el callejón de ca’n Berga formaron parte del Menor, y en el lugar donde se encuentra el edificio del Banco de España tuvieron una sinagoga. La zona del call Major correspondía al barrio de Sa Calatrava, con entrada por un portal que estuvo ubicado en el ángulo que forman las calles de Montesión y del Sol. En el solar que ocupó la sinagoga Major encontramos la iglesia de Montesión, regentada desde hace siglos por los jesuitas.
En las principales calles del barrio me voy asomando al patio de algunas casas medievales que dejan su puerta entreabierta, una invitación a echar un fugaz vistazo a la estructura de lo que pudieron ser las casas de las familias más pudientes. En una pequeña plaza ajardinada está la estatua que rinde homenaje a Jafudá Cresques. A finales del siglo XV, al rey de Francia se le antojó uno de los magníficos mapas que salían de los talleres de los cartógrafos mallorquines. Se le envió el Atlas Catalán, obra de Jafudá Cresques y su padre. En esa época, Mallorca era una de las escuelas de navegación más prestigiosas del mundo y un centro de creación y difusión de cultura: la astrología, las matemáticas, la filosofía y las ciencias en general eran cosa de los sabios judíos; Isaac Nafuci hacía relojes y sextantes para la flota de Pedro IV y Jucef Almeredi era el médico personal de Jaume I. Es la historia común de los judíos de Sefarad, mientras fueron garantía de crédito para los monarcas cristianos se olvidaron las presiones de la jerarquía religiosa, se dictaban pregones “prohibint fer dany al call dels jueus” y el rey Jaume I les concedió libertad plena y privilegios afirmando que los judíos eran “tresor e cosa nostra pròpia”.
Uno de los edificios desaparecidos del Call Major, la Torre del Amor, nos dejó una anécdota muy curiosa. Fue construida por Mossé Faquim, un rico judío que tenía un lío de faldas con un rival suyo, Magaluf Natjar. Desde la parte superior de la torre podía ver a la vecina por la que bebía los vientos. El marido, despechado, pidió al monarca que obligara a rebajar la torre doce palmos para que no fuera tan obvio el asunto y el amante no se jactara de las vistas. Este último día en Palma lo dedico a recorrer los espacios con los ecos más trágicos de la aljama. En el espacio que hoy ocupan el Palacio March, la sede del Parlament de les Illes Balears y el grupo de edificios porticados que alcanzan hasta la Catedral, estuvo ubicado el convento de Santo Domingo. Mantuvo su actividad durante quinientos años, hasta que en el año 1820 fue demolido por lo que representaba: la memoria del Tribunal de la Inquisición, el símbolo de la persecución de la fe y religión de los judíos. Allí se dictaron condenas esperpénticas, en las que el juez y el acusador eran la misma persona y se pedía al encausado que confesara “por el amor de Dios”. Del convento apenas quedan restos, una estatua de Santo Domingo que se conserva en el museo Diocesano y, probablemente, un arco ojival que se puede ver durante la visita a las terrazas de la Catedral.
Desde los jardines de la Porta del Camp se tienen vistas de la muralla de la ciudad. En la zona ajardinada estuvo uno de los tres cementerios judíos de Palma. Los funerales seguían un particular ritual: tras el trabajo de las plañideras en el que además de llorar se rompían la ropa —de ahí proviene la expresión “rasgarse las vestiduras”—, se enterraba a los judíos amortajados con un lienzo blanco, recostados sobre una almohada con tierra virgen bajo la cabeza y con una moneda de plata en la boca. Este modo de enterramiento sirvió como identificación a la Inquisición, que se dedicó a desenterrar los cuerpos para quemarlos en la hoguera.
Como en Barcelona, acabo la visita de la ciudad en alto, desde el castillo de Bellver. En la madrugada del 2 de agosto de 1391, el lugar sirvió de refugio para un numeroso grupo de judíos que huían de los asaltos reiterados a las casas de sus barrios. Desde allí se ve sobresalir a la Catedral por encima de otros edificios. El Domingo de Ramos de 1392, las escalinatas de la Catedral vieron pasar en procesión a los judíos mayores de siete años que se confirmaban en la fe de Cristo. Años más tarde, en 1435, hubo otra conversión masiva con bautizos en la iglesia de Santa Eulalia. Desapareció la sinagoga Major y la lámpara de trescientas cincuenta y cinco luces, que cuentan que procedía del Templo de Salomón, pende hoy de la nave central de la Catedral. La historia de aquellos conversos está personificada en las familias de xuetes, el único legado tangible de la aljama mallorquina que ha llegado hasta nuestros días.
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