La entrada en Ciudad de Panamá no es fácil, más bien poco propicia para el amor a primera vista. Tiene aspecto de gigante, de monstruo de las finanzas con sus edificios compitiendo por alcanzar el lugar más cercano al cielo. Duro corazón de acero y cristal que cuenta sus pulsaciones en botones de ascensor.
Ha escogido ser city, le sobra proyección gracias a la fortuna que está haciendo con el asunto del peaje. Y para demostrarlo se ha gastado sus buenos dineros en dotar de firma a sus edificios más notables. Tenemos el hotel Trump, la torre Aqualina, el edificio The Point y la curiosa torre F&F —antes Revolution— del estudio de Pinzón Lozano. También viene con marca el Museo de la Biodiversidad, el edificio de Gehry rematado con el titanio que tan buen resultado estético le ha dado a nuestro Guggenheim. El museo ha retrasado varias veces su apertura pero parece que, ahora sí, está ya próxima la fecha en que podremos visitarlo.




El cerro Ancón es una elevación de apenas dos centenares de metros, menos que alguno de los edificios que desde allí se ven. Al pie de la bandera que lo corona se entiende mejor cómo fue evolucionando la ciudad. Una ciudad abrazada por bosques tropicales y cruzada por ocho ríos. Es desde allí donde mejor se ve que bajo la sombra de los rascacielos están los inicios de Panamá como ciudad. Panamá la Vieja fue capaz de resistir asedios, incendios y saqueos varios. Hasta que el pirata Henry Morgan casi se la lleva por delante, dejando en pie apenas unas ruinas que hoy enseñan con orgullo a los turistas. Tras aquella incursión, de un asentamiento sobre una pequeña península salió lo que hoy conocemos como Casco Antiguo. Es el pueblo que se resiste a ser ciudad, que mira de lejos, de muy lejos, a la ciudad vertical.


En el taxi que me condujo hasta el interior del alma de Panamá me encontré con uno de esos personajes que dan sentido a la supervivencia de las casuchas frente a la gran ciudad. Era un taxista, pero no uno cualquiera, era el taxista que se emocionaba susurrando canciones de Rocío Durcal, en la emisora 102.5, la del lenguaje del amor según afirmaba el locutor en los cortes. Cuando pones el pie en el Casco Antiguo de la ciudad, tardas en dar los primeros pasos entre ese desorden urbanístico, decadente, caótico, pegajoso, sincero, noble, adictivo, sentimental y hechizante a partes iguales. Con cierta huella inmarcesible pese al aspecto ajado de sus fachadas, la huella que deja la gente que se asoma a los balcones, la huella que dejan los niños que juegan despreocupados en la calle y la vecina apoyada en la reja de su casa que te ofrece un trago de ron. La huella de los Diablos Rojos, los folclóricos autobuses en vías de extinción. Sus dueños se gastan hasta 2000 dólares para tunearlos, con adhesivos que apenas dejan espacio para que el conductor pueda ver por dónde circula y que casi siempre aluden a motivos religiosos.




En el Casco Antiguo la ciudad se vuelve íntima. Los incendios tuvieron la culpa de que no nos haya llegado un colonialismo puro, algunas fachadas neoclásicas y pinceladas Art Déco se han colado en el lienzo de predominantes colores pastel. Esto no fue inconveniente para que la Unesco lo incluyera en la lista del Patrimonio de la Humanidad. Las largas tertulias sentados en el escalón de entrada a casa, la manera de apoyarse en el alféizar de la ventana y los diálogos que se cogen al vuelo, son algunos de los rasgos que dan carácter al barrio. Rubén Blades, que no ha podido escaparse del barrio donde nació, canta en su Plaza Herrera: “No hay riqueza en este mundo suficiente pa’ comprar / lo que se vive lo que se aprende en un barrio en Panamá”.




San Felipe es la necesaria expansión del Casco Antiguo, que al final sólo tiene espacio para un puñado de casas. El barrio se articula en torno a dos grandes plazas: Bolívar y la de la Catedral. La de aires libertadores reúne a su alrededor algunos de los principales monumentos de la parte antigua de Panamá, como la iglesia de San Francisco de Asís, muy retocada a principios del siglo XX; el Teatro Nacional, uno de esos recintos de sueños “fitzcarraldianos”; o el palacio Bolívar, compuesto por tres pabellones de arquitectura ecléctica y actual sede del Ministerio de Relaciones Exteriores. En la plaza de la Catedral destaca, obvio, la Catedral Metropolitana. Aunque no es el edificio religioso más importante. A escasas cuadras de la plaza está la iglesia de San José que guarda en su interior el altar de oro y la leyenda de cómo los frailes engañaron al pirata Morgan. Ante un seguro saqueo por parte del pirata, los monjes pintaron el altar (que no es de oro pero sí muy valioso) con albayalde, un pigmento que ennegreció el altar. Cuando Morgan entró en el templo, el sacerdote le dijo que eran una orden paupérrima y consiguió sacarle unas monedas a Morgan como donativo, no sin llevarle a pensar que los monjes eran más piratas que él mismo.
En la propia plaza catedralicia se encuentra el museo del Canal Interoceánico, que cuenta la historia del Canal de Panamá desde aquellos primeros franceses que iniciaron las obras hasta la recuperación del control por parte de las autoridades panameñas. En honor de los franceses que abrieron el camino a los americanos en la construcción del canal, construyeron la plaza de Francia. En la plaza, también a lo largo del adarve que sale de ella, se colocan cada día las mujeres llegadas desde Kuna Yala para vender su artesanía. También es posible ver algún emberá que se acerca a hacer algunas compras a la ciudad. Comparten espacio con personajes como el Viejo Talentoso, nombre que da al que se lo pregunta el heladero que vende raspaos hechos de mezclar la escarcha que extrae de un enorme bloque de hielo con jugos concentrados. Caminando por el adarve nos volvemos a topar con el gran contraste entre la ciudad antigua y la que cuenta enormes fajos de dólares.




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