Corría el año 1918 cuando don Pedro Pidal Bernaldo de Quirós, más conocido como Marqués de Villaviciosa, promovía un hecho insólito en España: declarar un conjunto de montañas del Macizo Occidental asturiano como Parque Nacional. Aquel flamante Parque Nacional de la Montaña de Covadonga —que más tarde amplió sus fronteras y cambió su nombre por el de Picos de Europa— fue el primero de los quince que hoy, cien años después, están repartidos por nuestra geografía.
Para conmemorar este centenario podríamos hablar de sus cumbres emblemáticas, de sus lagos de origen glaciar, de sus bosques y de sus formaciones calizas, que por cierto son las mayores de la Europa Atlántica. O quizás de su fauna: lobos ibéricos, rebecos o corzos y de sus vecinos alados los buitres leonados y las águilas reales. Podríamos centrarnos en su especie más amenazada, el urogallo (Tetrao urogallus cantabricus), que está en grave peligro de extinción o en los programas de reintroducción del quebrantahuesos (Gypaetus barbatus) en este territorio que una vez le fue propio.
Pero en vez de eso, hemos decidido contar la historia de Dorita, José Vicente, Isabel, Javi, Covadonga, Antonio o José Luís, quienes siguiendo los pasos de sus ancestros hicieron de estas montañas su hogar. Son pastores y ganaderos cuyos animales tienen el privilegio de pastar en un lugar altamente protegido no solo por el parque nacional, sino por toda una Reserva de la Biosfera de la Unesco. Pero eso es algo reciente, porque mucho antes de que el Marqués de Villaviciosa decidiera salvaguardar estos lares aquí la gente ya vivía de sus cabras y ovejas. Para conservar por más tiempo la leche, los vecinos del lugar llevan siglos elaborando unos quesos que se maduran en cuevas naturales rodeados de bellas formaciones kársticas. Dos de esos quesos, el Cabrales y el Gamonéu, son el orgullo gastronómico del oriente asturiano.
En Arenas de Cabrales conocemos a Dorita, José Vicente e Isabel, una entusiasta familia de queseros que lleva seis generaciones cuajando, moldeando, salando y madurando el queso más famoso de Asturias, el de Cabrales. “Antes se hacía en la cocina o en la cabaña, pero nosotros abrimos la primera quesería en 1981, el mismo año en que nació la denominación de origen”, cuenta Dorita, la alma mater de la quesería Vega de Tordín. “Empezamos con doscientos litros que nos daban para sacar unos siete u ocho quesos como mucho”. Hoy, la quesería Vega de Tordín ha quintuplicado su producción y se ha hecho famosa en el Principado tras ganar el Certamen del Queso de Cabrales en 2016. “El queso que gana el concurso sale a subasta y por nuestra pieza de apenas dos kilos se llegaron a pagar 11.000 euros. Hoy todo el mundo en Asturies nos conoce como el queso de los 11.000 euros”, cuenta orgullosa. Junto a Dorita trabajan dos de sus hijos, José Vicente e Isabel, que ayudan a la matriarca en la elaboración del Cabrales y también en el cuidado del ganado.
José Vicente me acompaña a través de unas instalaciones que sorprenden por su confort y alto nivel de automatización. Las vacas están en libertad y en el interior del establo tienen sus propias camas de látex —sí, sí han leído bien— y un robot al que los animales acuden por sí solos cuando sienten que están listos para ser ordeñados. La misma máquina, sin intervención humana, se encarga de catarlas, pesarlas, limpiarlas y monitorizarlas, además de analizar la leche al momento para comprobar su calidad. Todo el proceso, camas de látex incluidas, tiene algo de ciencia ficción, ciertamente. Pero sólo eso —que no es poco— es automático. Porque en lo que se refiere a los quesus, cada pieza se hace a mano a la vieja usanza y luego se traslada a alguna de las tres cuevas que la familia utiliza para su maduración.
Para conocer qué aspecto tienen estas cuevas subo hasta la pintoresca localidad de Sotres, situada en el extremo de una carretera revirada que una vez allí ya no conduce a ninguna parte. Al calor de una buena sopa de ajo y unas chuletillas a la brasa en la emblemática Casa Cipriano, conozco a Javi Díaz, uno de los cinco queseros del pueblo. Su familia también lleva varias generaciones elaborando Cabrales y desde hace unos años el propio Javi y su esposa Jessica regentan la vecina quesería Maín. El artesano me cuenta que las cuevas en la zona de Picos de Europa han venido usándose desde tiempos inmemoriales por los pastores. De hecho, son muchos los topónimos presentes en el parque nacional —La Covellona, Cuevo Oscuro, Cueva del Agua, Ancuevas— que refieren a estas cavidades que siempre fueron refugio, hábitat, corral o despensa.
Tras una breve excursión a pie desde Sotres, bajo un orbayu que no perdona, llegamos a la gruta donde Javi atesora sus Cabrales. “Dentro del parque, las cuevas que siempre tuvieron usos tradicionales se siguen destinando a la maduración del queso; son públicas y algunas se comparten entre varios productores”, cuenta el quesero mientras enciende la luz del frontal en la boca de la cueva. “En nuestra familia usamos ésta desde hace cuatro generaciones. Adelante”. Tierra adentro el agua se filtra por el techo y resbala por las cortinas de piedra caliza que presiden este espacio tomado a medias por las luces y las sombras. Encima de las estanterías de madera, que se colocaron donde las curvas de la cavidad lo permitieron, están los quesos que pasarán aquí un mínimo de dos meses a una temperatura estable de entre 8ºC y 12ºC. En este lugar cultivarán su mayor seña de identidad: los mohos tipo penicillium que aportarán al Cabrales sus características vetas de color azul-verdoso, pero sobretodo su peculiar sabor ¡y olor!
El Cabrales no es el único queso que se elabora en la sección asturiana de los Picos de Europa. De estas montañas procede también el Gamonéu, otro prodigio gastronómico que nació de la necesidad de conservar la leche procedente de las cabras, ovejas y vacas que pastaban en zonas de altura. Para visitar a uno de sus escasos veinte productores tomo la retorcida carretera que sube a los lagos de Covadonga desde Cangas de Onís, un desafío en toda regla, especialmente para los autobuses que cada vez que dan una curva asoman el morro al abismo. Paso frente a ese Santuario que es el hogar de la Santina —todo un símbolo de identidad para el pueblo astur— y continúo hasta el lago Enol, en cuyas inmediaciones se ubica la braña de la simpática Covadonga Fernández, que lleva toda la vida elaborando queso Gamonéu de forma tradicional. Hija de pastores y forjada en estas tierras pedregosas, Covadonga empezó muy joven a elaborar un queso de tres leches que hoy se cotiza al alza. “Solo quedamos cuatro productores entre Onís y Cangas. Subimos a la majada en junio y nos quedamos aquí, conviviendo con el ganado y haciendo queso a diario hasta que las primeras nieves nos obligan a bajar al valle”. La quesera, su hermano Antonio y su marido Manuel, no tienen ni un solo momento de descanso. Ordeñan, limpian, hacen el queso y por la tarde recogen el ganado para evitar el ataque de lobos y zorros. Trabajar y vivir en pleno Parque Nacional de los Picos de Europa —que por cierto es el segundo parque nacional del mundo después del de Yellowstone— tiene sus ventajas y sus inconvenientes, está claro.
Luego tocará acarrear los quesos hasta la cueva e, igual que el Cabrales, dejarlos varios meses en maduración rodeados de estalactitas. Por suerte, tan arduo trabajo tiene su recompensa: la esforzada Covadonga ha recibido varios premios por su queso Gamonéu Gumartini, una exquisitez que utiliza en su cocina la mismísima Carme Ruscalleda, con sus siete Estrellas Michelin.
La quesera no tiene claro cuál será el futuro de tan heroica forma de elaboración tradicional. Por ahora deposita sus esperanzas en el joven José Luis, un veinteañero que trabaja con ella de aprendiz. Contrariamente a la mayoría de chicos de su edad, José Luis sueña con ser pastor y quesero.
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