En ninguna de las ocasiones que estuve en Antigua supe lo de Saint-Exupéry. La mayoría de las veces solo llegar ya era un alivio: aquellos locos, abarrotados, chirriantes chicken bus que salían de Guatemala Ciudad y que tomaban las curvas sin freno, donde los cobradores se jugaban la vida para cobrar el pasaje, los quetzales en abanico, doblados entre los dedos, caminando sobre el techo, el autobús en marcha, entrando por la puerta trasera. Diría que los chicken bus de Guatemala son los más salvajes de Centroamérica. No solo era un alivio llegar; también lo era dejar una ciudad en la que se vive en “zonas vivas” —es de esa clase de ciudades de Latinoamérica que se sienten peligrosas, de ahí el pleonasmo—.
Dice Cees Nooteboom que en algunos lugares del mundo nuestra llegada se amplía misteriosamente con las emociones de todos los que llegaron antes que nosotros. Antigua puede ser uno de esos lugares. Estuvieron tantos antes en Antigua. Escritores que hablaron del lugar: Miguel Ángel Asturias, Carlos Wyld Ospina, Aldous Huxley… Ahora sé que también estuvo Saint-Exupéry, ¿mi experiencia habría sido otra de haberlo sabido antes?
Resulta que este horizonte es el del asteroide B 612: tres volcanes, dos activos y uno no. Hay gran cantidad de información sobre este detalle en Internet. Parece ser que Saint-Exupéry pasó un tiempo en Antigua reponiéndose de un accidente de avión sufrido en Ciudad de Guatemala. Lo que vio en Antigua le inspiró para crear parte del mundo de El Principito. A cambio, quiero creer que hay algo del principito en los niños manchados de betún que trabajan de limpiabotas en el Parque Central, siempre florecido, con sus fuentes, un locus amoenus primaveral en el centro de la ciudad, con el Palacio de los Capitanes y la Catedral de Santiago como decorados coloniales, visible desde la terraza del Palacio del Ayuntamiento.
Antigua está rodeada por el Acatenango, el volcán de Fuego y el de Agua, y cuando llegas piensas que cómo diablos existe. Según la lógica de los terremotos y de los volcanes, un lugar así no debería existir. Pero el resumen de su historia es que pasó de “arruinada” a “antigua” y de ahí a “la joya colonial de Guatemala”. Antigua es un Patrimonio de la Humanidad a prueba de sismos. La primera vez que llegué, el volcán de Fuego sacaba una columna de humo en el horizonte y tuve que controlarme para no salir corriendo. Asombro: hay mucho que es sorprendente y extraño, “mucho —de hecho, todo— que es pintoresco y romántico en el más extravagante sentido estilo del siglo XVIII”, dijo en su crónica el escritor inglés Aldous Huxley.
Pintoresco y romántico: los aleros de las casonas coloniales de Antigua dibujan líneas oscuras en el empedrado, que es como los recuerdos, a veces difíciles de transitar pero bellos; hay pintores de acuarelas, ruinas por todos los lados —Aldous Huxley no sabía adivinar la fecha de ningún edificio—, está la vendedora de periódicos, la artesanía de las indígenas, las rejas ornamentales en los huecos de las ventanas, las flores; hasta los desconchones de los muros, que dice Carlos Wyld Ospina que buscan “el prestigio de los días lejanos”; los carteles, las señales de STOP en azulejo como si fueran un puzle, el “qué busca”, “qué le damos”, “pase dentro” del Mercado Municipal; los tuc-tuc frenéticos como balas plateadas, el alboroto místico que se siente en la iglesia-convento de Santo Domingo, el paseo nocturno con los versos de Miguel Ángel Asturias: “Te eternizas, claridad lunar, / en las calles de Antigua […]”, la terminal de autobuses a la que llegué y desde la que me fui varias veces, con su polvo, sus perros, vendedores, gritos, saltos, parrilleras decoradas, Guatemala o Guate en los carteles. El plano de Antigua donde marqué los hostales a lápiz parecía un ejercicio de dibujo técnico, una delicia de líneas y ángulos rectos: el urbanismo fue lo único ordenado que impusieron los conquistadores españoles.
Cada vez que veo una imagen de la calle del Arco recuerdo a Roberto. La vez que le conocí, Roberto tenía 61 años y hacía mucho que pintaba el paisaje urbano de Antigua. Se lo sabía de memoria, “Antigua no cambia”, dijo convencido, “los precios sí, ahora todo es mucho más caro”, y sonrió. Lo estuve viendo durante una semana —yo también descansaba de un accidente, aunque no de avión—, cuando regresé, meses después, no lo encontré. Siempre lo recuerdo igual: lleva un gorro de capitán de barco, lo conserva desde que un viajero se lo regaló. Un día quiso hacer un gran viaje y dice que todavía tiene la ilusión de hacerlo. “¿Qué acuarelas vende más?”, le pregunté. “A los turistas les gusta la calle del Arco”. Él la pinta sin carros. Quiso regalarme una y yo no quise.
En el fondo, siempre tuve miedo de sentir lo que Irina Darlee. Leí un fragmento de su Viaje inconcluso en una de las librerías de Antigua y lo anoté en mi cuaderno como un sortilegio: “En lo más hondo de todos nosotros hay un cementerio de todo lo que pasó. También Antigua no es más que un cementerio de piedras históricas. El cementerio de una capital que ha sido. Hoy un velatorio de turistas con catálogos en la mano”. Solo las experiencias de los otros nos salvan de ser turistas con catálogos en la mano. A veces, ni eso.
Sumé experiencias con las lecturas de todos los que sabía, pero en ninguna de las ocasiones en que estuve en Antigua supe lo de Saint-Exupéry. La próxima vez será diferente. Por suerte, cada vez que viajas a un lugar es diferente. Tú lo eres —o como mínimo debería ser así—. Puede ser que los tres volcanes que hay en el horizonte de Antigua inspiraran al francés. Tal vez… Lo cierto es que en Antigua el sol no se pone 43 veces al día como en el asteroide B 612. Eso se lo inventó Saint-Exupéry. Igual sería demasiada tristeza para un lugar rodeado de volcanes.
Fotos © Rafa Pérez
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