Llegué a Kittilä por la tarde, tras una rápida escala en Helsinki. La semana anterior a mi llegada se habían registrado temperaturas de 34 grados bajo cero, pero durante los días que estuve cazando auroras boreales el mercurio “dio una tregua” y no bajó de los 21 grados negativos. Levi, más una estación de esquí que un pueblo, era el lugar donde iba a pasar la primera y la última noche del viaje, en un establecimiento de la cadena hotelera Hullu Poro (El reno loco). Con la mente pendiente de lo que pudiera suceder por la noche en el cielo, apenas disfruté del salmón, los arenques y la carne de reno que sirvieron en la cena. La copiosa nevada que caía sobre el lugar y el cielo cubierto insistían en mandarme a la cama. Así que me acosté, pero con un ojo abierto y ese estado de alerta que activas ante las grandes ocasiones. Por la mañana seguía nevando.
Después del desayuno nos trasladamos a Harriniva para iniciar un safari de dos días viajando en trineos tirados por perros. Belleza, aullidos y el inconfundible olor a rancho canino potenciado por el agua caliente que añadían a la papilla que comían los animales. Los perros sabían que les tocaba salir y se comportaban de manera nerviosa. Antes de partir te dan unas sencillas instrucciones para el manejo del trineo que se resumen en una sola: nunca quites el pie del freno cuando el trineo esté parado, a menos que hayas puesto el ancla. Tendría ocasión, un par de veces, de comprobar las razones de esa norma en la que tanto hincapié hizo el guía.
Tras conocer a los cinco perros que iban a tirar de mí, Ohio, Rober, Pearly, Catapult, Nitro y de mi equipo fotográfico, estaba listo para salir. Tenía por delante dos jornadas en las que iba a recorrer casi cuarenta kilómetros diarios. El mal tiempo seguía siendo protagonista y la nieve hacía que, más allá de una docena de metros, empezara a costar distinguir los trineos que llevaba delante: la épica de las expediciones a los polos en formato para todos los públicos. Con ese panorama se agradeció la parada a comer en una típica cabaña sami, con el techo abierto para la salida del humo. Una pequeña fogata hizo de calefacción y de cocina. Poco después tenía en mi mano un par de rollos de salmón con salsa tártara. No estaban mal. Tras otro par de horas de recorrido, empezaron a aparecer algunas cabañas de vivos colores que rompían con la monotonía cromática del paisaje. En una de ellas tocaba hacer noche. En el interior, una chimenea encendida, el cocinero preparando durante horas un estofado de reno que serviría acompañado de puré de patatas, grosellas y pepinillos, un suelo de una madera que crujía a cada paso. Todo perfecto, idílico, excepto el cielo que seguía cubierto.
Durante toda la noche, el estado de alerta permanente ante la posibilidad de ver aparecer a la aurora boreal no me dejó disfrutar del cálido ambiente de la cabaña. Un ojo siempre puesto en la ventana, pero era inútil. No obstante, mientras el resto del grupo que me acompañaba se iba marchando a dormir, yo decidí insistir. Iba a ser una noche de largos paseos por la nieve, guiado por la luz de un frontal y siempre pendiente del cielo. Durante unos escasos segundos, se formó una aurora en el cielo pero no duró lo suficiente para que la fotografiara y menos para que avisara a la gente que se había ido a dormir. A las 3.30 de la madrugada me rendí a la evidencia. Esa noche no iba a ser.
El segundo día de travesía empezaba de manera muy distinta. Me acosté el último y me levanté el primero, casi antes que los perros. Amanecía completamente despejado, el sol empezaba a asomar por encima de la copa de los árboles. Me puse a caminar por encima de un lago helado para buscar algunas localizaciones mientras el sol acababa de teñir el manto blanco de dorado, acariciando el paisaje. Media sonrisa, la cosa prometía. Los árboles eran perfectos, cubiertos por borbotones de nieve que daban un aspecto orondo a las puntiagudas coníferas. Tocaba enganchar los trineos, los ladridos ahora me parecían música y el olor a pienso no era, al fin y al cabo, tan fuerte. Tras enganchar a los perros, el guía hizo la señal visual que indicaba que el grupo estaba listo.
El sol lo cambia todo, aparecían detalles en el paisaje que habían pasado desapercibidos el día anterior, escuchabas el sonido del patín deslizándose por la nieve, el paso por las curvas adquiría ritmo de cámara lenta y disfrutabas de cada metro recorrido.
A la épica se unía la belleza. El salmón de la comida sabía a gloria. Esta vez no hizo falta comer al abrigo de ninguna cabaña, la fogata se hizo directamente sobre la nieve. Haciendo un repaso por las caras de los compañeros de viaje se intuía otro ánimo. El inglés, el americano y el ruso —esto no es el principio de un mal chiste— charlaban animadamente. La holandesa, la italiana y el español —yo— reíamos casi a carcajadas.
El final de la travesía se hizo con un precioso atardecer, pero llegando a Harriniva para dejar a los perros todo se nubló de repente. No sé cómo pasó, fue cuestión de minutos. Todo se iba al garete. Empezaba a cobrar fuerza la posibilidad de marcharse de Finlandia sin ver las auroras boreales. Intenté recobrar algo de ánimo en la sauna finlandesa. Cinco minutos fue todo lo que aguanté y para la refrigeración revolcándose desnudo en la nieve no tuve lo que hay que tener. Preferí meterme en el jacuzzi al aire libre mientras otros se marchaban a darse un baño en ¡un agujero practicado en el río helado! El cielo seguía empeñado en no dar tregua, así que decidí irme a cenar. Joder, otra vez salmón. Esto se parecía cada vez más a lo del argentino en Toronto. La previsión del tiempo estaba fallando por completo. Pero de pronto me pareció ver un punto brillante a través de la ventana. ¿Sería posible que fuera Venus? Dejé la cena a medias y salí corriendo al exterior. En efecto, Venus, Júpiter y las constelaciones de Orión y Cisne lucían con fuerza en un cielo totalmente despejado.
Al cabo de un rato, las enigmáticas luces del norte bailaban en el cielo. Allí estaba fotografiando la aurora boreal. Me quité los guantes para hacer los ajustes de la cámara y, ante la emoción, me olvidé de volver a ponérmelos. Hasta que me di cuenta de que se agrietaba la piel de los nudillos, quemada por el frío, y el dedo meñique dolía fuertemente. Era un dolor extraño, te daba la impresión de que cualquier movimiento brusco lo iba a quebrar, como un témpano de hielo. Mereció la pena. Al fin y al cabo, el frío no era nada que no pudiera arreglar una enorme taza de té y unas galletas de jengibre.
CÓMO LLEGAR
Finnair vuela a Kittilä, con escala en Helsinki, desde Barcelona y Madrid (diario) y desde Málaga (5 veces por semana).
Es posible encontrar precios (ida y vuelta, con maleta facturada incluida) desde 384 euros en clase turista. Más información en la página de reservas de Finnair.
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