Me pregunto por qué viajamos a África. ¿Qué nos lleva a saltar de la comodidad que nos da el sofá y el mando a distancia para enfrentarnos a toda suerte de inconvenientes? La lista es larga: mosquitos, hormigas que muerden como leones, caminos de un polvo rojo que se pega en tu garganta y que, junto con el calor, hacen del aire una masa espesa irrespirable, pobreza sin distancia televisiva. Sin ser fácil la respuesta, apostaría por la facilidad que tiene el continente de convertir en mito todo lo que toca.
Si además añades la mayor densidad de población de África y un pasado reciente ligado a un genocidio, acabas soltando jaculatorias mientras cruzas la frontera con Uganda a través del puesto de control de Cyanika. ¿Qué hago yo en Ruanda?
Tras hacer los trámites en una desvencijada caseta, pasé la barrera caminando. De vuelta al camión, tocaba cambio de carril para pasar a conducir por la derecha. De todas partes, a todas horas, salía gente que caminaba por la carretera llevando todo tipo de objetos sobre sus cabezas: leña, barreños, tinajas, bicicletas, muebles. Un hombre vestido con traje de paño marrón, con un pantalón que le queda excesivamente corto justo por encima de las botas de agua negras, lleva un paraguas para protegerse del sol mientras se dirige a una de las misas cantadas que se celebran en pequeñas iglesias pintadas de colores pastel, las casas de adobe con tejado de chapa han sido colonizadas por las grandes marcas comerciales que plantan sus logos en las fachadas: refrescos, empresas de telefonía o marcas de arroz compiten por cada pared libre. Qué manía sigue habiendo por colonizar el continente. Los cultivos ocupan cada hectárea de los profundos valles y las características colinas de la orografía ruandesa. De las mil colinas reza el eslogan turístico.
Ruhengeri es la puerta al Parque Nacional de los Volcanes, hábitat de los gorilas de montaña junto a Bwindi en Uganda y Virunga en la RD del Congo. El militar Robert von Beringe se topó con los gorilas en 1902. Lo primero que se le ocurrió fue disparar a un par de ejemplares para llevárselos a un museo. Lo segundo, dar su nombre a la especie. Aportaciones totalmente prescindibles para una especie en serio peligro de extinción. La noche antes de encontrarme con los gorilas la pasé en duermevela. De nada sirvieron el par de tragos de licor Waragi, un matarratas hecho con caña de azúcar. Los nervios previos a las grandes citas no me habían dejado descansar.
Un poco antes de las seis de la mañana los volcanes empezaron a mostrar su silueta, cuando se insinúan al borde de la perfección cónica. En la recepción del parque me recibieron Patrick y Emmanuel, los dos rangers que me iban a acompañar, pero apenas escuché sus consejos. Tomé una taza de mal café con la falsa esperanza de mitigar el pellizco en el estómago mientras veía el espectáculo de danzas Intore que habían preparado como recibimiento. Por fin nos poníamos en marcha. Tras cruzar campos de patatas, de flores de piretro usadas como fuente natural de algunos insecticidas y un bosque de eucaliptos, llegamos al muro de piedra que separaba los cultivos del parque natural, al hombre de los gorilas.
Al otro lado esperaba la familia de Ugenda, el silverback del grupo que nos habían asignado. El nombre no podía ser otro: Ugenda, el viajero. Ahora sí, las instrucciones iban en serio. Patrick explicaba cuál tenía que ser el comportamiento ante los gorilas y Emmanuel nos enseñaba su lenguaje.
El ascenso estaba plagado de ortigas, pero ante la excitación del momento no sentía el picor. Otra gallo iba a cantar durante el regreso, cuando un par de resbalones dieron con mis posaderas encima de las ortigas más grandes y más agresivas que haya visto nunca. La imagen que tenemos de los gorilas de montaña, en la mayoría de casos, es la que nos ha llegado a través de la película Gorilas en la niebla, que mostraba la vida de Diane Fossey.
Tan solo una ligera aproximación a lo que se siente cuando estás a escasos metros de ellos. Es sólo una hora. Sesenta minutos en los que te comunicas con ellos emitiendo gruñidos que te ridiculizarían en cualquier otro entorno, agachando la cabeza para evitar la mirada directa, sonriendo con las cabriolas de una cría de apenas seis meses que empieza a opositar a macho dominante. Cuando alguno de los miembros del grupo te contesta, cuando cruzas durante un segundo la mirada con el silverback, cuando pese a las advertencias de distancia de los rangers te encuentras sentado a un metro del silverback, dejas de sentirte un mzungu en la niebla. Es sólo entonces cuando encuentras la respuesta y sabes perfectamente por qué viajamos a África.
Increíble relato, Rafa. Es como si acabara de estar con los gorilas y casi he sentido ese pellizco del que hablas… Tienes razón, África es especial y no me cansaré jamás de volver. Me queda pendiente un viaje a Uganda, como muchos otros… pero acabas de generar una espinita que a ver como me la quito yo ahora si no es yendo a este país!
Enhorabuena!
Saludos,
Cristina.