El giro del ventilador a través de la mosquitera de la cama ejerce un efecto placebo. Por lo menos al principio, luego no es más que un monótono aleteo que esparce el calor por la habitación del hotel Masindi, donde estuvo alojado el equipo de la película La reina de África durante el rodaje de las escenas en Masindi Port. Casi todo el equipo enfermó de malaria durante su estancia en África, menos John Huston y Humphrey Bogart que sustituyeron el agua por whisky, incluso para lavarse los dientes. Probablemente, esta anécdota esté pasada por la piedra hollywoodense, pero no es mal inicio para un viaje por África.
La expedición en camión que me iba a llevar a recorrer Uganda salía de Kampala, una de esas clásicas urbes africanas que escapan a cualquier intento de comprender cómo algo tan caótico puede funcionar. Los puestos de chatarra de camiones se mezclan con los de venta de bananos, sofás o secaderos de pescado con los marabúes esperando las sobras. Todo ello en mitad de un tráfico en permanente hora punta y con estruendosas canciones emitidas por enormes altavoces. Nada distorsiona igual que un altavoz africano.
La historia de la región de los Grandes Lagos va unida a la de los exploradores victorianos, que la convirtieron en centro de su obsesión por alcanzar las fuentes del Nilo.
Todos pasaron por aquí para ir bautizando sus descubrimientos con el nombre del regente o el político de turno –Burton fue el menos pelota de todos– ya que había que ganar puntos para que financiaran próximas expediciones. Burton, Speke, Grant, Livingstone, Stanley o Baker, nos dejaron en sus crónicas «as I saw it» algunos de los mejores relatos de viajes que conocemos. Samuel Baker y su esposa Florence fueron los primeros europeos que tropezaron con las cataratas Murchison, hoy convertidas en parque nacional junto a reservas como la de Budongo, un bosque lluvioso hogar de una gran comunidad de chimpancés. Lejos de la imagen que nos ha dejado el cine, el chimpancé es irascible y glotón y no dudará en arrojarte restos de fruta si cree que estás molestando.
John Hanning Speke ubicó las ansiadas fuentes del Nilo en el lago Victoria, aunque hoy sabemos que el lago es alimentado por varias cuencas fluviales que provienen de las montañas Rwenzori.
Antes lo habían intentado Ptolomeo, Heródoto o Nerón, que mandó a un puñado de centuriones de los que nunca más se supo. Hoy en día, ya nada permanece en el limbo cartográfico y cuando necesitas saber dónde está un lugar se lo preguntas a Google, pero hay hechos que todavía se pueden compartir con aquellos primeros exploradores, como ver amanecer sobre el Nilo Blanco.
Te levantas temprano para ver esos primeros rayos desde la ducha, descubierta por la parte superior. Hay algo de niebla sobre el río pero eso no hace sino contribuir al onirismo. Abres el grifo y el agua sale condenadamente fría, no hay luz, es demasiado temprano para poner en marcha los generadores. En el momento que empiezan a asomar los primeros rayos te olvidas de todos los inconvenientes, es imposible cansarse de ver amanecer o atardecer en África. En las aldeas cercanas, ese primer rayo de sol es la señal para que empiece la actividad que no cesará hasta la noche.
En Bujagali, las mujeres sacan sus máquinas de coser a la calle, los niños atizan la soja para separar el grano y ponen el café a secar al sol. Otros chavales se entretienen con cualquier cosa que parezca un juguete: una llanta de bicicleta, una cuerda y una garrafa o una pelota hecha con bolsas de plástico y cuerdas. El día que no hay escuela hay que ayudar en casa. Y con frecuencia, también el día que la hay.
En mitad de ese cuadro empezó a sonar la melodía Para Elisa en una de esas cajas de música con bailarina puesta sobre la máquina de coser de una mujer que confeccionaba vistosos vestidos. La música siempre está presente en África, en un espectro que va desde los altavoces de Kampala hasta la bagatela de Beethoven. Aunque el verdadero ritmo africano estaría más cerca de la misa gospel que escuché en Kabale, junto al lago Bunyonyi, y los tambores de las aldeas vecinas que tocaban con inusitado frenesí, al caer la noche, ante la inminencia de tormenta. El lago Bunyonyi es un referente para los amantes de la ornitología y por la mañana los pájaros mandan callar con sus trinos a los tambores.
Durante el viaje, las comidas son sencillas pero causan el efecto “filete empanado”. En casa te quejarías por tener que comerlos fríos, pero en el campo saben a gloria. Sobre todo para echar algo al estómago con lo que digerir el Malarone. En una de esas tertulias entre viajeros, alrededor de una chimenea, se empezó hablando de antipalúdicos y alguno se fue por los cerros de las diferentes clases de suicidio. Relación causa-efecto de un medicamento que no sienta igual a todo el mundo.
La ruta seguía hasta el Parque Nacional Queen Elizabeth para recorrer navegando el canal de Kazinga, un brazo de agua que conecta los lagos Edward y George. En el canal es fácil ver cocodrilos, búfalos, elefantes y, sobre todo, hipopótamos.
Por la noche, acampado junto al canal, se me ocurrió salir a hacer fotos de la Cruz del Sur. Tras escuchar detrás de mí a un hipopótamo, seguramente más alejado de lo que sugería el silencio de la noche, volé hacia el interior de la tienda.
La última parada fue en Fort Portal, al pie de las montañas Rwenzori o de la Luna. Fort Portal pasaría por otro cruce de caminos africanos, con poco más que algunas tienduchas, puestos de mercado de toda condición y olor, más altavoces distorsionado y un reyezuelo imberbe que la gobierna. Pero los campos con plantaciones de té hacen especial a esta zona del país, con sus sensuales formas moldeando el paisaje.
Mientras veo a familias enteras acudir a la recolección de la hoja, pienso en la conversación que tuve en Kyabirua, junto al Nilo Blanco, con Bagi. Me contaba que su padre tuvo 7 esposas y 35 hijos, pero que ahora las cosas están cambiando. Probablemente, pero a un ritmo demasiado lento.
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