Hoy en día nos regimos por calendarios en los que marcamos los puentes, las vacaciones y el día de nuestro cumpleaños. Pero antiguamente había que mirar al cielo para conocer el momento óptimo de la siembra y recogida de las cosechas, los centuriones romanos debían localizar a Alcor, junto a Mizar, como prueba de agudeza visual si no querían verse relegados a tareas menores y los navegantes o los viajeros tenían dos opciones: saber leer el cielo o rezar todo lo que supieran. Con el paso del tiempo y, ¡ay!, la llegada del progreso, hemos dejado que nos fueran robando las estrellas poco a poco con políticas erróneas de iluminación que dan como resultado que cada vez haya que irse más lejos para encontrarnos de nuevo con los cielos de nuestra infancia.
En el Parque Nacional del Teide la menor densidad de la atmósfera, debida a la altitud, y la casi ausencia de contaminación lumínica dan como resultado unas condiciones excepcionales para la observación del cielo. A lo largo del año van variando los actores del firmamento: cuando las Pléyades aparecen, al verano le quedan dos telediarios y Orión, el cazador que va tras la liebre acompañado de sus dos perros, es el señor del cielo en los fríos días de invierno. Por otro lado, tenemos el show de las Perseidas durante las noches cercanas a San Lorenzo, en el mes de agosto. Pero si hay algo que deja sin habla es la contemplación de nuestra galaxia, especialmente durante los meses en los que se ve la parte central, con sus inquisidores dedos apuntando a Antares, la cabeza del Escorpión. En ese momento uno es conciente de lo poco que pintamos en el universo.
Aunque no hay cifras precisas, la Vía Láctea es una entre cientos de miles de millones de galaxias. Se dice pronto. La más cercana, Andrómeda, a un paseo de 2,5 millones de años luz. Poniendo de nuevo los pies en el suelo, encontramos los iconos que identifican al parque: el propio volcán del Teide, el roque Cinchado que aparecía junto a Galdós en el billete de mil pesetas; el valle de Ucanca o la ermita de Las Nieves, junto al Parador. La nota de color la pone el tajinaste rojo, que tarda dos años en mostrar toda su exuberancia y dejarnos ver su flor. La altitud del parque nos eleva por encima de las nubes la mayoría de días del año. El observatorio de Izaña es uno de los lugares que colecciona más horas de sol en España, también ha marcado récords en la media de temperatura anual más baja, por lo que es necesario abrigarse para cualquier actividad nocturna que se realice en la zona. La temperatura, al caer la noche, se pasea por la parte más baja del termómetro.
El filósofo Kant decía, al final de su Crítica de la razón práctica, que el cielo estrellado empequeñece al hombre, refiriéndose al espectáculo más sublime que puedan presenciar los sentidos humanos y que en su vasta extensión pueda soportar nuestro entendimiento. Eso es lo que han conseguido en Tenerife, mostrarnos las estrellas mediante una correcta política de iluminación que, además, ahorra dinero. Si de repente hubiera un apagón en alguna de nuestras grandes ciudades nos daríamos cuenta de lo que hemos perdido, de que la Vía Láctea está sobre nuestras cabezas. Hay que tener en cuenta que la contaminación lumínica de una ciudad como Barcelona se puede ver en los Pirineos, a más de doscientos kilómetros de distancia. Nos quedan dos opciones, apagar la luz o escaparnos a Tenerife para ver, como creyeron los guanches, que Guayota secuestra a Magec, el dios del sol, para encerrarlo en el interior del Teide y sumir a la isla en total oscuridad.
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