Cualquiera de los principales destinos de Guatemala, Antigua, Chichicastenango, el lago Atitlán y las zonas arqueológicas mayas del Petén, merecería un viaje por sí solo. Al recorrerlos todos completamos uno de los itinerarios más hermosos que se pueden hacer por Centroamérica.
El recibimiento al llegar al aeropuerto de La Aurora fue el acostumbrado cuando viajo a países tropicales, bofetada de calor y humedad en lugar del cartel con tu nombre. Para el traslado hasta la región del Petén, donde se encuentran los recintos arqueológicos mayas, podía escoger entre dos opciones: un viaje por carretera de varias horas o un corto vuelo desde Ciudad de Guatemala hasta Flores. Por supuesto, escogí la primera. Cómo perderse la película que se proyectaría a través de la ventanilla de mi vehículo, ya volaría a la vuelta.
En los casi 500 kilómetros de recorrido hubo tiempo para los paisajes de la Guatemala rural representada por los geométricos campos de bananas y de piñas, iglesias de todo credo y condición, mal y peor resueltas arquitectónicamente; un cartel que indicaba la proximidad de Zacapa y que me hacía soñar con un trago de ron —la localidad, en el año de su centenario, dio nombre a uno de los mejores rones del mundo—, los indígenas caminando por la carretera, ellas vistiendo coloridos huipiles y ellos con el tzute al hombro; zopilotes en el cielo esperando la oportunidad de participar en un banquete, una parada en los puestos de carretera para comprar rambutanes y una memorable noche en un hotel entre el lago Izabal y Río Dulce, cuando cientos de luciérnagas se empeñaron en poner luz al jardín. Al día siguiente, el resto del recorrido hasta Flores no iba a estar exento de motivos para abrir mi bloc de notas. Casi cada cartel o nombre de negocio que se podía ver a pie de carretera ponía en movimiento al bolígrafo: Librería y Vanidades, peluquería Facelook, Solo Cristo Salva. Con semejante servicio de entretenimiento a bordo, el viaje se hizo corto. Estaba a las puertas del mundo maya.
En Petén hay más de 200 sitios arqueológicos, de los que se visita apenas una docena. El 60 por ciento de los lugares está protegido y se trabaja para que cada día sean más los espacios a salvo de los huaqueros o esteleros, como llaman en Guatemala a la gente que se gana la vida con el asunto del expolio arqueológico. La mayoría de programas de viaje por Guatemala incluyen la visita a Tikal, pero por poco que se tolere la piedra conviene reservar algún día más para tener una idea amplia del fascinante mundo maya, donde la conjetura y la imaginación tienen casi tanto peso como lo empírico. En esta ocasión visité Quiriguá, Yaxhá, Uaxactún y, por supuesto, Tikal.
En Quiriguá supe de intrigas entre soberanos —su rey consiguió la independencia matando a 18 Conejo, que gobernaba en la ciudad de Copán, actual Honduras—, me planté ante la estela más alta del mundo maya tratando de descifrar sus símbolos, un arqueólogo me contó que los mayas comerciaban con jade y obsidiana, y también me habló de la más probable de las posibles causas de la desaparición de la civilización maya. Ni cataclismos ni desastres naturales, aunque también los hubo. La tierra que cultivaban era paupérrima, apenas los primeros veinte centímetros eran aprovechables, y su dieta se basaba en frijoles, mucho maíz, pocas frutas y verduras que al crecer sin nutrientes se pudrían rápido. Si además tenemos en cuenta el exceso de población, el resultado es que sufrían anemias severas, había escasez de nacimientos y una elevada mortalidad infantil. La deforestación de las tierras circundantes hizo que los terrenos agrícolas acabaran convertidos en estériles ciénagas y la dinastía reinante perdió toda credibilidad al no ofrecer soluciones con sus rezos. Todo ello llevó a una quiebra institucional e ideológica de la forma tradicional de gobierno. Fueron los soberanos, seguidos de las élites, los primeros en abandonar el barco. El resto de la población se fue marchando gradualmente a tierras más fértiles.
Si la visita a Quiriguá fue sobre todo didáctica, la de Yaxhá fue extremadamente sensorial. Este recinto arqueológico es más pequeño que Tikal pero de características similares. Llega tan poca gente que hice la visita con la única compañía de un guía. O eso creía. Desde la copa de los árboles salía el sonido de agitación de hojas y ramas, cada vez más claro y cercano. Un numeroso grupo de monos aulladores nos iba siguiendo, con sigilo, hasta que quisieron que supiéramos que estaban allí e inundaron toda la jungla con su característico y ensordecedor grito. Me paré para disfrutar de un espectáculo sonoro que se alargó durante varios minutos, tras los que acabé con la piel de gallina y el vello totalmente erizado. Aquella era su casa y así nos lo habían hecho saber.
Una de las características de Yaxhá es que todavía se puede subir a varias de las estructuras directamente a través de los escalones de piedra y no de plataformas construidas en madera. Ese privilegio destinado a las clases dirigentes, tanto civiles como religiosas, me lo había reservado para ver el atardecer.
Llegué a la parte superior de uno de los templos justo en el momento en que el sol se dejaba caer tras la vegetación y un numeroso grupo de guacamayos volaba en círculos sobre mi cabeza. Esta vez, este animal sagrado para los mayas, ponía música a la jungla con su nervioso garrir. Al día siguiente me desperté muy temprano, antes de que amaneciera. Tenía planeada la visita a Tikal, la más impresionante de las antiguas ciudades mayas. Pero al correr las cortinas de la habitación vi que llovía a mares. Tras expresarle mi preocupación al guía durante el desayuno, me tranquilizó: “No te hagas drama, cuando lleguemos a Tikal estará despejado”. Me contó que el tema de las lluvias está más que estudiado, que son previsibles. Llueve de mayo a octubre, unos cuantos días seguidos lo hace por la noche, otros por la tarde a la hora de la siesta y otros hacia el mediodía. Me pareció cuento de guía, pero lo cierto es que al llegar a la puerta de entrada del recinto la lluvia había cesado. Eso sí, el recorrido encharcado iba a poner un plus de aventura a la visita.
Tikal juega con el factor sorpresa, vas caminando por un sendero embarrado que en su día debió ser un sacbeob, la calzada maya, y tras un recodo entre frondosa vegetación aparece una pirámide. O un grupo de simpáticos coatíes o pizotes, hociqueando en la tierra en busca de alimento. Se paran unos segundos para mirarte con curiosidad, a apenas un par de metros de ti, y continúan con lo suyo. Desde la Gran Plaza, el centro ceremonial de Tikal donde se celebraron rituales de todo tipo, se dispara la imaginación. Pero donde echa a volar definitivamente es desde la parte superior del Templo IV o de la Serpiente Bicéfala, a más de sesenta metros del suelo. Sentado en los escalones, al nivel de la crestería, trataba de recuperar el aliento tras haber subido hasta allí con rapidez, con contenida emoción. Estaba por encima de los árboles, viendo un puñado de pirámides que emergían de entre la densa naturaleza, reconstruyendo mentalmente cómo pudo ser esa ciudad en su momento de esplendor. Desde allí, los mayas podían ver la plaza de los Siete Templos, el Mundo Perdido —conjunto de edificios dedicados a la observación astronómica, materia en la que los mayas eran expertos—, las Acrópolis del Norte, la Central y la del Sur, la Gran Plaza. Pero sobre todo trataba de colorear aquella piedra desnuda que un día mostró vivos y puros colores. Para la vuelta a la capital del país, esta vez sí, me decanté por la escasa hora de duración del vuelo desde Flores.
Por Ciudad de Guatemala se suele pasar de puntillas, en ocasiones simplemente como obligada escala. Sin ser una ciudad hermosa, vale la pena dedicar algunas horas a recorrer la plaza de la Catedral, el Palacio Presidencial y el Mercado Central que se divide en dos partes, la dedicada a la artesanía y la de comida, mucho más interesante con sus puestos de verduras de olor embriagador, los dulces que empalagan con solo mirarlos y, otra vez, la curiosidad en la cartelería: carnicería California, pescadería La Bendición, marranerías Monzón, cevichería La Pantera, vísceras Coty.
Y de la capital actual a la que lo fue. Antigua es la más hermosa de las ciudades coloniales de América, quizá tan solo Cartagena de Indias le pueda toser. En Antigua encontramos una paleta de colores donde no falta el ocre, una amplia gama de rojos, el añil o el malaquita. Hay calles empedradas, vendedores de artesanía, de globos, carritos del helado que avisan de su llegada con el tintineo de una pequeña campana, buses folclóricos, rejas de hierro forjado en las ventanas. Y también iglesias, muchas iglesias y conventos que no acababan de encontrar acomodo en la literatura de Miguel Ángel Asturias: “En Antigua, la segunda ciudad de los Conquistadores, de horizonte limpio y viejo vestido colonial, el espíritu religioso entristece el paisaje. En esta ciudad de iglesias se siente una gran necesidad de pecar”.
Uno de esos conventos, una parte de él, se ha convertido en el icono de Antigua. El arco de Santa Catalina, con un volcán a un lado y el convento de La Merced al otro, se hizo cuando hubo que ampliar para acoger a las nuevas vocaciones y que las hermanas pudieran cruzar de un lado a otro de la calle sin romper su clausura. Al amanecer subí al Cerro de la Cruz para comprobar qué sentido tenía la historia que cuenta que Antoine de Saint-Exupéry se inspiró en Antigua para dibujar el asteroide B-612, hogar de El Principito. En el año 1938, el escritor y piloto francés pretendía hacer un viaje entre Nueva York y el sur de Patagonia. Hizo escala para repostar en el aeropuerto de La Aurora, pero una confusión entre el galón guatemalteco y el norteamericano le llevó a despegar con exceso de peso y a estrellar el aparato. Pasó parte de su convalecencia en una casona de Antigua, con la vista de los volcanes Agua, Fuego y Acatenango, dos de ellos activos como ocurre en el asteroide B-612. Era una vista parecida a la que yo tenía ahora, así que di por bueno el asunto.
Deambulando por la ciudad sin más mapa que la intuición, escuché uno de los sonidos más característicos de un viaje por Guatemala, el “plas, plas, plas“, del palmeo de las tortilleras. En la Avenida 1, doña Rosa y doña Inés estaban en su pequeño local haciendo tortillas de maíz. Me animaron a que me uniera a ellas, a que aprendiera a amasar y dar forma a las tortillas que preparan con maíz blanco, amarillo y azul. Me explicaron que ellas ya tenían el peso en la mano, al coger cada bolita de masa calibraban si les sobraba y, en tal caso, daban un pequeño pellizco para devolver el sobrante al barreño. El primer paso, mojarme un poco las manos, fue fácil. El intento de darle a la masa la forma adecuada mediante un rápido palmeo acabó, en dos ocasiones, con la masa por el suelo, y en una tercera con la tortilla resbalando por mi antebrazo. Tras la divertida experiencia dejé que me orientara otro tipo de música, la de la marimba que algunas tardes toca en la plaza de La Merced, con la gente local en corro alrededor de los músicos.
Los jueves y los domingos hay mercado en Chichicastenango. El hecho de que lleve años siendo uno de los mercados más conocidos de América hace necesario acudir temprano, antes de que haya más turistas que vendedores.
Es a primera hora cuando mejor se puede disfrutar y regatear a la hora de comprar huipiles, anacos, telas, máscaras de animales o de santos, cestería de agave, algo de joyería de plata o esa hamaca que siempre hemos querido colgar en la terraza de casa. Cuando el mercado se empezó a poner difícil, busqué una salida hacia algún lugar donde tomar una cerveza y dar buena cuenta de un plato de pollo campero. Entré en la cantina La copa vacía. Sonaban rancheras, algo tristes, y las mesas vacías de vivo color rojo daban testimonio de una noche larga y complicada, con botellas de guaro (aguardiente) vacías, pedazos de limón mordidos y puñados de sal.
Durante el viaje estaba leyendo el libro Leyendas de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias, lectura que adquirió todo su sentido al llegar al lago Atitlán, momento que coincidió con una de esas frases que te obligan a sacar el lápiz para subrayar: “Hubo un siglo un día que duró muchos siglos”. Es el inicio de la Leyenda del Volcán. Y en el último párrafo cuenta: “El volcán apagaba sus entrañas. En su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo”. ¿Se refería al lago Atitlán y a alguno de los tres volcanes, el Atitlán, el Tolimán o el San Pedro, que lo rodean? Sentado a la orilla del lago quise pensar que sí, de hecho el autor dejaba esa puerta abierta al lector; que las cosas que cuenta, tuvieran o no base real, pudieran suceder. Así era el realismo mágico de este poeta que escribió en prosa. También me cuadraba lo de las casitas alrededor de un templo. En el lago se reparte la Biblia hecha pueblos, una docena de agrupaciones de algo más de cien casitas, no muchas más, con la iglesia en el centro. Pueblos bautizados con lo más granado del santoral: Santiago, San Pedro, San Juan, San Marcos, San Pablo.
Leyendas que se mezclan con tradiciones en los cuadros de los pintores naíf de San Juan de la Laguna o leyendas adulteradas como la de Maximón, en Santiago Atitlán, un santurrón de madera que viste decenas de corbatas, fuma un puro, toma tragos y lleva sombrero. Uno de los fieles que se pasa el día junto a la figura se secó el sudor de su frente con una de las corbatas de Maximón. Ante mi sorpresa por el gesto, me dijo con total naturalidad que le lavaban la ropa cada semana. Cada año lo exponen en una casa que es seleccionada por la cofradía y los extranjeros pagamos por todo: por entrar a verlo, por cada disparo de la cámara, por grabar en vídeo. Así pueden, dicen, financiar unas fiestas que de otro modo serían la ruina para el pueblo. Cuentan que para el poder del santo funcione hay que pedirle las cosas sintiendo la fe de verdad. Para fe sentida la del interior de la Catedral. Los fieles, mayoría mujeres, llegan de rodillas hasta el altar y se retiran del mismo modo. Se hincan de rodillas y empiezan a llorar de repente, de manera que parece sincera.
Rezan en voz alta, en una borrachera dialéctica —en el lago se habla kaqchikel, zutuhil y quiché, lenguas que a su vez se dividen en numerosos dialectos— en la que intercalan exabruptos en castellano: Dios de mi alma, Jesucristo te pido por favor.
Mientras tomaba una cerveza Gallo con el agua del lago salpicando mis pies, iba cayendo la tarde. El día despejado mostraba el lago con toda su belleza y una pareja se besaba mientras yo leía estas líneas: “En las orillas del lago se perdían, temblando entre la arboleda, la habladera y las luces de los enamorados”. A esa hora, Xocomil, el viento que se cita con Atitlán casi todas las tardes, había convertido el lago en una suerte de mar de suave oleaje, arrastrando a su paso los pecados de la gente de los pueblos. Era el momento de pedir otra Gallo.
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