En diciembre de 2004 el tsunami más devastador de la historia azotó la costa de varios países de Asia e incluso alcanzó, por su enorme magnitud, las de África. La ciudad de Banda Aceh y sus alrededores —en el norte de la isla indonesia de Sumatra— fue, por su cercanía al epicentro, la zona más afectada. La destrucción fue severa y las pérdidas humanas y materiales incalculables. Han pasado casi diez años desde entonces y, sin poder imaginar qué encontraría, decidí viajar hasta allí.
El museo del Tsunami
Tras un paseo por la ciudad encontré en una de las avenidas más céntricas el museo del Tsunami, pionero en el mundo en abordar tan particular temática. La construcción —en forma de barco, claramente pensada para llamar la atención— parecía olvidar que el leitmotiv del edificio es un didáctico memorial de la mayor tragedia que ha vivido la zona. Un recorrido por sus salas es un viaje —a través de vídeos, fotografías, maquetas, poesías y dibujos de niños— por un espacio donde el reloj quedó congelado hace diez años.
Se entra por un pasillo estrecho con paredes inclinadas e irregulares por las que cae agua. Una banda sonora con gritos desconcertantes y un estridente rumor lleva inevitablemente a retroceder a ese instante en que el mar demostró de nuevo que sus fronteras no siempre son las que dibujamos en los mapas.
Intenté sentir la angustia de quienes vieron como varias olas de treinta metros llegaban a la ciudad y reducían a escombros cuantos edificios encontraban a su paso. Un río de desechos circuló por las de repente inexistentes calles de Banda Aceh. Me los imaginé impotentes al ver a sus vecinos entre el agua, o en un agónico esfuerzo por ponerse a salvo, con mil ideas martilleándoles la cabeza: ¿Dónde estará mi padre? ¿Cómo estará mi hermano? ¿Vendrán más olas? ¿Estaré a salvo ahora? O mirando entre las ruinas que siguen alzadas cuestionándose —quizá inconscientemente— por el futuro.
Visitantes locales
No había visto extranjeros en la ciudad y en la taquilla me informaron de que buena parte de los visitantes del museo son locales. Admiraba su valor al querer conocer aquel lugar que les obliga a revivir una pesadilla tan reciente. Así apareció mi primera sorpresa, y es que no vi caras tristes —menos aún lágrimas—, ni comentarios entrecortados. Todo lo contrario. Una foto por aquí, otro sefie por allá, un “ahora todos juntos” o el que siempre salta con un “ahora la hago yo”.
Al pasar junto a estas familias alguno rompía el hielo y era yo el que acababa frente a los flashes. Uno se acaba acostumbrando a que en Asia sea moda presumir en las redes sociales de foto con un extranjero. Pese a lo que veía, era reacio a creer que aquellas personas hubieran asimilado tan bien la tragedia.
Así, aproveché la ocasión para entablar conversación con ellos y procurar entender cómo fue esa transición. “Claro que somos de Aceh”, respondían todos sin pestañear. Compartían, además, el haber sido víctimas de la catástrofe, y aunque yo seguía tratando el tema como tabú y procuraba ser escueto en mis preguntas, en la naturalidad de sus respuestas comencé a entender que habían ganado la batalla por goleada.
La vida sigue
Me quedé a medias en la visita al museo al llegar el descanso para comer. En un parque cercano —con banderas y palabras de agradecimiento en varios idiomas a los países que ayudaron a reconstruir a ciudad— me senté junto a un puestecillo y señalé un bol con un puré de colores típico de la zona. No compartía idioma con quienes atendían, pero al saberme español las inevitables bromas de fútbol llevaron a más fotos y a que telefoneasen a su primo que no tardó en aparecer. Tan bueno era su inglés como grande su sorpresa porque no yo no tuviera conmigo alguna foto junto a un futbolista. No pude explicar que ser español no implica codearse con deportistas porque seguimos haciéndonos fotos y gastando bromas.
Les felicité por lo bonito que tenían el carrito de cocinar y me dijeron que era nuevo. “El anterior, ya sabes, tsunami. A mis padres les encantaba el que tenían y buscamos uno parecido. Ahora seguimos nosotros el negocio de la familia”. Me contaron algo que encontraría rutinario en muchas conversaciones aquellos días, y es que aquel fatídico día ha condicionado las vidas de todos los habitantes de Aceh, obligándolos en muchos casos a reinventarlas.
Dicen que en una guerra aparece lo mejor y lo mejor del hombre. Cuantas más historias escuchaba, más iba reconstruyendo cómo fueron aquellos días. Y más sentía que, a su manera, un tsunami es una guerra. Todos los grupos armados independentistas que habían popularizado en los medios la provincia de Aceh declararon tras la tragedia un alto el fuego que hasta hoy se mantiene. “Lo importante era trabajar por la reconstrucción de la provincia”, afirmaron como si todos los ideales y actos terroristas de las décadas anteriores carecieran repentinamente de sentido.
Los que ganaron con la desgracia
Las pérdidas de documentos de propiedades de tierras propiciaron el fácil adueñamiento ilícito de terrenos Otros hicieron negocio vendiendo la ayuda internacional y los propietarios de hoteles —que durante años sólo alojaron a cooperantes extranjeros— cobraron precios disparatados por habitaciones espartanas.
Los más religiosos, al observar que la mezquita de la ciudad era el único edificio céntrico en seguir en pie, no dudaron en proclamar día y noche las bondades de Alá. Mientras algunos acogían a vecinos, compartían su comida o ayudaban como buenamente podían, a otros a coyuntura les permitió enriquecerse ilegalmente. Todos eran, y siguen siendo, habitantes de la misma ciudad.
Hoy Banda Aceh es una ciudad nueva, y al ojo poco informado casi nada habrá que le delate el desconcierto que se vivió en esas mismas calles apenas una década atrás. Con un sesenta por ciento de la ciudad derruida y llena de cadáveres, y la gran incertidumbre de la reconstrucción física y social por delante, todo eran interrogantes. Un barco que desde el puerto “voló” al techo de una casa queda ahora como recuerdo de aquellos días. Encontré en el “monumento” una cierta dosis de humor negro, hasta que entendí que, al igual que el museo, no es prueba física de la fuerza de un tsunami, sino testimonio de la voluntad y triunfo de los habitantes de una ciudad por seguir sus vidas exactamente donde las dejaron.
No me hubiera imaginado esto que cuentas, la normalidad con la que aparentemente se vive de nuevo. Supongo que es la condición humana, que para mirar al futuro tiene que cerrar (sin olvidar) su pasado.
Hace no tanto vi la película Lo imposible, sobre el tsunami, y me afectó mucho, me impresionó una barbaridad… qué destrucción, qué caos, qué dolor…
Gracias por tu relato.