Las ciudades polacas huelen a iglesia. Wroclaw, con un templo en cada esquina, no es una excepción. Alguno de esos santos lugares sería una magnífica catedral en cualquier ciudad un poco más laica, pero aquí no pasa de parroquia del barrio. La Catedral, la verdadera, está sobre una antigua isla del río Odra, rodeada de toda la parafernalia: su palacio episcopal, los edificios de asuntos varios adscritos a la curia y, cómo no, un cartel indicando que “aquí se alojó el Papa polaco cuando visitó la ciudad”. Hay misas a todas horas, para que los fieles no tengan excusa independientemente del horario que manejen. No obstante, se empieza a equilibrar la ratio fiel-turista; el olor a incienso y cera quemada se diluye entre comentarios políglotas y hashtags para las redes sociales. Las urnas para donaciones que encontramos en la entrada de las iglesias muestran unos indiscretos carteles invitando al visitante a dejar una moneda, ya no por devoción a la virgen sino a cambio de la foto que acaba de subir a Instagram.
Lo primero en que caemos al llegar a Wroclaw es en lo que nos cuesta a los españoles pronunciar el nombre de la ciudad. Así que para los turistas poco ágiles con los idiomas y para los padres que llegan a visitar a sus hijos en año Erasmus, tenemos un cómodo Breslavia para evitar decir algo parecido a vrótsuaf y que se nos escape algo de salivilla con el ímpetu. Breslavia, repetido un par de veces suena a esplendorosa ciudad balneario de película de Wes Anderson. También a canción de La Unión, por lo tanto a país imaginario de Tintín.
Como otras ciudades polacas, Wroclaw fue reconstruida tras ser arrasada durante la Segunda Guerra Mundial. Desde la torre de la iglesia de Santa Isabel, la ciudad tiene aspecto de maqueta y las personas parecen pequeños puntos, enanos que se mueven con más o menos celeridad en función de si son empadronados o turistas. Pisando adoquín de nuevo, la gente vuelve a estar en la media europea de estatura y los enanos son de bronce. Hasta 163 figuras —el número seguirá subiendo— están repartidas por toda la ciudad. Hay carniceros, bomberos, turistas, roncadores, bebedores de cerveza, presos, economistas y maestros, entre otros.
El origen de estas figuras hay que buscarlo, en la década de los 80 del siglo pasado, en un movimiento de protesta del grupo clandestino Alternativa Naranja contra el gobierno comunista.
Primero fueron grafitis, más de mil enanos dibujados en las principales ciudades polacas que fueron conocidos como pintura dialéctica: tesis-antítesis-síntesis, la respuesta a los manchurrones que dejaba la policía para cubrir las consignas reivindicativas anticomunistas. A principios del actual siglo los bufonescos enanos, que tienen su propia página web, se hicieron de bronce.
En la lista de personajes de carne y hueso tenemos dos destacados, uno nacido en la ciudad y el otro invitado. Manfred Van Richthofen, más conocido como el Barón Rojo, nació en Breslau cuando la ciudad era parte de Prusia, Imperio alemán. Fue piloto durante la Primera Guerra Mundial. Cuentan que, a bordo de un Jasta 11, fue temido y respetado a partes iguales por sus rivales. Hasta que se publicó la última biografía que lo adjetiva como arrogante, suicida y despiadado.
Johannes Brahms recibió la invitación desde la Universidad de Filosofía, para entregarle un doctorado Honoris Causa. El compositor alemán pensó que sería suficiente con la lectura de una carta de agradecimiento, pero el responsable de la nominación le “sugirió” algo con más pompa, más a la altura del galardón. Brahms, que tenía fama de cachondo, compuso la Obertura para un Festival Académico basándose en canciones que los estudiantes cantaban en las tabernas, entre ellas la popular Gaudeamus igitur. Como suele ocurrir cada vez que un grupo de jóvenes mezcla la música con alcohol, las letras eran algo irreverentes. No contento con eso, Brahms ideó la pieza para uno de los conjuntos más completos de músicos entre el repertorio de la música clásica. El día de la concesión del doctorado, con Brahms a la batuta, los estudiantes reconocieron enseguida sus canciones y acompañaron a la orquesta con sus cantos. Para que los rectores y profesores pudieran volver a respirar, el compositor presentó el mismo día su Obertura Trágica.
En Rynek —Plaza del Mercado— están los edificios más notables de la ciudad, aquellos que medio aguantaron en pie, asomando su gótico burgués entre escombros. También resistieron algunas casas renacentistas, un reloj astronómico y esgrafiados varios. Con el buen tiempo, las fuentes de la plaza lanzan vaporosos chorros de agua para regocijo de los niños, que se calan hasta los huesos mientras sus padres toman otra dosis de cafeína para seguir aguantando el ritmo de las criaturas. Otros miran el espectáculo desde la barrera de las terrazas, con una piwo —cerveza— de medio litro aún sin acabar cuando ya han pedido la siguiente ronda. Por la noche el boato parece medieval, con actuaciones de malabaristas que juegan con fuego y espadas, músicos, puestos de flores y globalizadas pompas de jabón. Los niños siguen a la suya, sin horario, sin frío ni preocupaciones en la cabeza: quién teme a una fuente de agua fresca aunque la temperatura haya descendido varios grados desde el sufrido mediodía.
Muy cerca de Rynek está la librería española Elite, dirigida por Eva Malec. Me cuenta que abrieron la primera librería en Varsovia, hace 22 años. “Antes incluso que el Instituto Cervantes”. El padre de Eva trabajó en la agencia estatal de viajes durante la época comunista, hablaba varios idiomas y era útil como guía. De sus viajes por España trajo muchos libros y cuando llegó la apertura del país montó su propia empresa. Tienen una buena colección de libros en castellano, catalán, gallego y euskera. También una interesante selección de cervezas polacas artesanas. Eva hizo su tesis sobre las Plazas Mayores de los siglos XV y XVI en España. Habla con pasión Don Quijote y de donkiszoteria, palabra que proviene de polaquizar quijotismo y que tiene el mismo significado que nosotros le damos.
No sabe cuánto tiempo aguantarán, nadie compra libros. Aún menos los estudiantes de Erasmus —atención padres, ¡spoiler!— que vienen a la ciudad buscando la cerveza barata de Rynek y sus alrededores. En el local organizan conciertos, charlas, reúnen a la comunidad española que vive en la ciudad para hacer intercambios culturales de cara a aprender polaco y español. Cuenta que un chico de Tarragona vino para hablar de la historia de la peseta. Todos los martes hay algo en Elite. El día es fijo porque la mayoría de gente que allí se reúne no tiene Facebook, pero sabe que puede venir cualquier martes y va a encontrar alguna propuesta cultural interesante. Están en proceso de crear una fundación que se va a llamar Quijoteando, perfecta analogía de lo que supone llevar una librería en estos tiempos. La clave del wifi, no podía ser de otro modo, es Cervantes.
Si queremos salir del meollo más monumental podemos acercarnos a Nadodrze, barrio que está sufriendo un irreversible proceso de gentrificación, aunque de momento —probablemente no suceda— sin llegada masiva de turistas que firmen el acta de defunción. Este antiguo suburbio está viendo como galerías de arte, talleres de artesanía, cafés y librerías abren sus puertas entre pequeñas tiendas de ultramarinos, pierogarnie regentados por turcos en los que sirven pierogis —un híbrido entre empanadilla y ravioli, muy típico de la cocina polaca— y edificios donde viven electricistas en paro, mujeres que salen a tender la ropa cuando deja de llover y camellos de poca monta. Entre los límites del barrio encontramos la isla, que ya no es una isla, del río Odra, a la que se accede por el puente de Ostrów Tumski. El puente está lleno de esos candados que demuestran el poco respeto que algunos enamorados tienen por el medio ambiente.
Wroclaw comparte el título de Capital Cultural Europea para este año 2016 con San Sebastián. Tiene en marcha un programa con más de 400 actos: literatura, cine, música, teatro, exposiciones. Más información en la página web de Wroclaw 2016 y en la de Turismo de Polonia.
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