AVarsovia le pasa lo que a otras ciudades de pasado comunista: un año sin ir es demasiado tiempo. Yo hacía quince años que no la visitaba. Está radiante, mucho más luminosa; le han hecho un lifting rejuvenecedor, un poco de maquillaje aquí y allá, incluso el Palacio de la Cultura y la Ciencia, gentileza de Stalin, ya no parece aquella mole de cemento marrón-grisáceo-tristón, para cuya construcción hubo que derribar 120 edificios, y encaja a la perfección en el nuevo skyline de la ciudad, junto a rascacielos como el edificio de viviendas conocido como Vela, obra del arquitecto Daniel Libeskind. Que Varsovia mire y acelere con cierta prisa hacia el futuro no quiere decir que olvide sus raíces y su trágico pasado. Sin salir de esa enorme plaza donde se encuentran los dos mundos, podemos acercarnos a la escultura del pedagogo Janusz Korczak para conocer su historia: pese a que le dieron la opción, no quiso abandonar a los niños de su orfanato y acabó con ellos en Treblinka, donde fueron ejecutados. También me cuentan la de la enfermera Irena Sendler, que consiguió sacar a más de dos mil niños del gueto, aquellos con los rasgos “más católicos”.
Para conocer bien la historia del que fue el mayor gueto judío de la Alemania nazi, podemos —debemos— acercarnos a Polin, el Museo de Historia de los Judíos Polacos. El envoltorio es obra del estudio de arquitectura finlandés Lahdelma & Mahlamäki, cuando entramos nos encontramos con la representación de dos olas del mar Rojo abriendo paso a los hebreos. Por la museografía, espléndida, que muestra la historia común de los polacos y los judíos durante más de mil años, recibieron el premio al mejor museo de Europa en el año 2016.
La ciudad tiene un centro poco definido. O más bien varios centros. El mencionado con el Palacio de la Cultura y los nuevos rascacielos, el histórico reconstruido piedra a piedra tras la Segunda Guerra Mundial —quedó arrasado en un 90% y con fotografías antiguas se pudo volver a levantar— y un barrio llamado “del centro”. El recorrido histórico se hace de manera sencilla, solo hay que dejarse llevar por los turistas que cada vez acuden a la ciudad en mayor número. Partiendo de la Ruta Real, nos encontraremos con las iglesias barrocas restauradas siguiendo las pinturas del pintor Bernardo Bellotto il Canaletto, pariente del paisajista veneciano. Una de las barrocas más destacadas es la de Santa Cruz, donde se encuentra el corazón de Chopin. Luego llegaremos al Palacio Real, de allí a la plaza del Mercado, con su estatua de la sirenita y sus fachadas esgrafiadas, y a la Barbacana, no sin antes echar un vistazo a la casa natal de Marie Curie.
Otra de las opciones para conocer Varsovia es seguir a Chopin. El corazón no vamos a verlo, está metido en un frasco de alcohol en una de las columnas de la iglesia de la Santa Cruz, pero el templo merece una visita. A lo largo de la Ruta Real, y en otros puntos de la ciudad, vamos a ir encontrando bancos donde podemos reproducir partes de sus composiciones más conocidas, y en el Parque Real Lazienki, una estatua muy del gusto de los coleccionistas de selfies. Nos ofrecerán audiciones y conciertos por todas partes, yo asistí al conocido como Time for Chopin, y me pareció de mucha calidad: pasé un rato muy agradable entre polonesas y mazurcas.
La gastronomía está a un nivel tremendo en Varsovia. Más allá de la tradicional —y contundente— cocina polaca, con platos como zurek, pierogi, o bigos, y los tradicionales bares de leche (mleczny) donde sirven platos sencillos y económicos, la ciudad ha entrado de lleno en el universo de las estrellas Michelin. Sin dejarnos una fortuna, también hay otras opciones con cocineros jóvenes al frente que están haciendo las cosas muy bien. Las violetas eran las flores preferidas de Chopin —el museo del compositor huele a estas flores—. El chef Rafał Hreczaniuk, en sus ratos libres, recoge un ramito de violetas —ha sonado a Cecilia— del parque que hay detrás de su restaurante Dyletanci, y hace una especie de chutney para un postre que prepara con fresas y ruibarbo. El restaurante es, además, tienda y bar de vinos gracias a su socio Maciej Sondij, un loco que hace vino natural (Dom Bliskowice) doscientos kilómetros al sur de Varsovia, en la ribera del Vístula. En el antiguo hotel Europejski —recientemente reinaugurado por Raffles— se celebraban, a principios del siglo XX, las fiestas con más alboroto de la alta sociedad. El chef vasco Beñat Alonso se encarga del restaurante.
Y si hablamos de comer, también hay que hablar de beber, con una bebida que destaca por encima de cualquier otra: el vodka. Si lo que queremos es probarlo, en el restaurante Elixir by Dom Wódki sirven 450 tipos diferentes de vodka, maridando cada plato con el más adecuado. Si lo que nos interesa es la historia, entonces hay que acercarse al barrio de Praga. El nombre del barrio hace referencia al origen pantanoso y boscoso de los terrenos donde se levanta. Hay varias visitas interesantes en el barrio: por un lado, encontramos algunos murales interesantes; en la zona donde están las casas más decadentes, Roman Polanski filmó algunas escenas de El pianista; pero como lo que nos ocupa es el asunto del vodka, vamos hasta el museo que le acaban de dedicar. En la entrada del Museo del Vodka aparecen varios actores, representando lo que debía ser el barrio de Praga, tradicionalmente de mala vida. Músicos, truhanes, tahúres, trileros y limpiabotas en busca de algunas monedas, amenizan esos primeros instantes de la visita. El museo está en Koneser, en lo que fueron las instalaciones de una fábrica de vodka, una bebida que se elabora con cinco tipos de grano o con patata. A la salida, como no podía ser de otra manera, degustación y clase de cata para los más valientes.
Sin salir del barrio de Praga, en la parte sur, tenemos el Soho, con restaurantes y tiendas de lo que podríamos llamar “corriente hipster”, y una de las grandes sorpresas de este viaje, el Museo del Neón. Cuando el comunismo empezó a perder fuelle y se venían las primaveras encima, las autoridades soviéticas pensaron en “neonizar” los países del Telón de Acero. Querían demostrar que todavía podían aportar algo de brillo y subvencionaron estos letreros luminosos para los comercios. David Hill, diseñador gráfico, e Ilona Karwinska, fotógrafa, abrieron un primer museo pop up en el año 2011, durante la noche de los museos. Pensaron que si lo visitaban 500 personas ya sería un éxito, pero aparecieron más de 6.000, así que lo tuvieron que abrir de forma permanente. Los letreros provienen de donaciones, el primero que recibieron fue el Berlin.
Hay mucho más: la revolución de la moda con diseñadoras como Viola Śpiechowicz, que ha confeccionado ropa para la familia real de Bután, entre ella el vestido de novia de la princesa; el mercado Hala Koszyki, con diferentes propuestas gastronómicas, que recuerda a nuestro madrileño mercado de San Miguel; la biblioteca de la Universidad con su techo ajardinado. Varsovia está estos meses ajetreada con la celebración de sus 100 años de independencia, un buen momento para volver a visitarla o para hacer un primer viaje si no se conoce.
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