Todos los pueblos de nuestro país, por pequeños que sean, tienen una historia que narrar, una sucesión de acontecimientos más o menos relevantes que les han conducido a ser lo que son hoy. Una historia que, probablemente, cuente con la presencia de los romanos, con un poder feudal y/o eclesiástico cuyo legado de piedra más o menos aguanta, con grandes gestas que aún aparecen en los libros de historia o con pequeñas hazañas humanas que muy pocos, o nadie, recuerda ya. Todos, seguro que todos, tuvieron o recibieron la visita de ilustres personajes, seres grandiosos que todos conocemos o vecinos anónimos que también fueron grandes a su manera. Cada uno tiene su receta, su algo típico, sus fiestas religiosas o paganas y su paisaje propio. Y Sant Feliu de Guíxols, claro, no es una excepción. Esta modesta población de la Costa Brava también contó con sus familias romanas y con su comunidad benedictina. Tuvo sus mártires de la Batalla de Lepanto, su Josep Pla que pasaba por aquí, sus propios eruditos, sus señores burgueses y su combativa comunidad de pescadores. Ah! y por ella también recalaron Tarzán, Gauguin y la baronesa Thyssen.
Pero antes de que nadie se lo pregunte más de la cuenta, vamos a aclarar algo. ¿Qué diantre son los Guíxols? Este vocablo, que ni siquiera resulta comprensible para los propios catalanoparlantes, tiene un significado que hoy nadie conoce. Hay muchas teorías y discusiones al respecto que sitúan su origen en el griego o en el latín, aunque una de las más verosímiles es la propuesta por el filólogo Joan Coromines, quien defiende que guíxols es una palabra íbera. Y como todos sabemos el íbero es una lengua que a día de hoy —y hasta que no demos con su particular piedra de Rosetta— se ha podido interpretar pero no traducir. Así que sea lo que fuere que significó guíxols para los íberos, hay algo que es incontestable: ellos dieron origen a esta localidad asentándose en lo que hoy se conoce como el Turó dels Guíxols.
Pasemos a cámara rápida la época de los íberos, la llegada de la romanización y avancemos hasta el siglo X, que fue cuando se empezó a construir algo que a día de hoy no solo es el emblema de Sant Feliu de Guíxols sino el punto de confluencia de todos los protagonistas de esta historia: el monasterio benedictino. De su primer período se conserva la pintoresca Porta Ferrada, que se levantó sobre estructuras romanas y que hoy, además de ser símbolo de la localidad, también da nombre al festival de verano de música, teatro y danza más antiguo de Cataluña.
Con los años, y para proteger al cenobio de ataques piratas y otras amenazas, se construyeron varias torres defensivas —de las que se conservan dos, la del Fum y la del Corn— y el conjunto fue pasando del románico al gótico. Creció en altura y amplió sus terrenos al mismo tiempo que aumentaba el poder feudal de unos monjes que siempre andaban a la greña con los habitantes de Sant Feliu por cuestiones, como suele pasar, impositivas.
Accionemos de nuevo la cámara rápida y paremos en el siglo XIX. Desamortización de Mendizábal y abandono de los espacios monacales. Telón en negro.
El siglo XX aportó turismo y un nuevo nombre para esta zona, que pasó a conocerse como Costa Brava gracias a los escritos del periodista Ferrán Agulló en las páginas de La Veu de Catalunya en 1908. Turismo modesto que arrancó con aquellos cruceros que en los años 20 venían desde Barcelona, los Viatges Blaus, y que llegaron a tener como hilo musical al mismísimo Orfeó Català. Gente guapa que desembarcaba en Sant Feliu y que muy probablemente se acercaba hasta el Casino dels Senyors, que era frecuentado por las élites económicas del pueblo; o hasta el Casino dels Nois —hoy Nou Casino de la Constancia— al que acudían comerciantes, gente de mar y pequeña burguesía liberal. A partir de los años 50, el turismo experimentó un boom: se levantaron hoteles para recibir a muchos visitantes y la localidad sufrió una verdadera metamorfosis. La segunda mitad del siglo XX, Sant Feliu también vio llegar a Carmen Cervera de la mano de un actor de Hollywood, Lex Barker, quien se había hecho famoso por interpretar a Tarzán tras la muerte de Johnny Weissmüller. Y el propio Barker, que tenía estudios de arquitectura, levantó un nidito de amor para ambos en un rincón del massís de Cadiretes. Carmen, Tita, no se desvincularía de Sant Feliu nunca más. Y aquí viene la tercera y última parte de esta historia.
Volvamos al monasterio, que desde la exclaustración de su comunidad tuvo diversos usos hasta día de hoy. Aquella iglesia del monasterio, que primero fue románica y después gótica, siempre siguió siendo la parroquia de la población. La sala capitular y lo que fueran las dependencias monacales se convirtieron en carcasa de lujo para el Museu d’Història de Sant Feliu que, entre otras cosas, atesora algunos útiles de los primeros protagonistas de este reportaje: los íberos. El antiguo refectorio y parte del huerto del rector albergan hoy un restaurante, el Ginjoler, cuyas elaboradas recetas hubieran dejado pasmados a los monjes que aquí almorzaban mientras alguien leía la Biblia en voz alta. Y los pisos superiores del viejo cenobio contienen el Espacio Carmen Thyssen, que desde el año 2012 programa exposiciones temporales todos los veranos, entre los meses de junio y octubre. En estos años, desde los fondos de la colección de la baronesa sitos en Madrid, han viajado hasta Sant Feliu incontables obras de arte firmadas por Gauguin —protagonista de la primera exposición Paisajes de Luz, paisajes de sueño, en 2012—, Matisse, Van Gogh, Hopper, Kandinsky u O’Keefe, por mencionar solo a una pequeña parte. Para entender la magnitud de estas exposiciones, fijémonos en la de este año titulada Naturaleza en evolución. De Van Goyen a Pissarro y Sacharoff. Ella sola cuenta con 57 obras (la mitad de las cuales se exponen por primera vez) de 43 artistas, 18 de ellos catalanes. Y este último apunte no es nada casual.
Ahora pongamos la cámara rápida otra vez, hacia adelante. Vayamos al 2020, el año anunciado para la inauguración del nuevo Museo Thyssen en Sant Feliu de Guíxols. Para albergar esta colección permanente se añadirá, en la plaza de la Abadía, un edificio anexo al monasterio que será una vuelta de tuerca más a la arquitectura siempre en evolución de este lugar. Y el museo contará con 400 obras de pintores catalanes, principalmente de los siglos XIX y XX, que la baronesa ha cedido gratuitamente para un período de 20 años. Joaquim Mir, Santiago Rusiñol, Ramon Casas, Ramón Martí i Alsina, Elseu Meifrèn, Josep Amat… se mirarán cara a cara desde las paredes de este flamante complejo que situará a Sant Feliu en el olimpo de las colecciones de arte a nivel nacional. Será otro episodio más —uno de los grandes— para añadir a esa historia que comenzó en aquel turó cuyo nombre hoy nadie sabe con certeza qué significa.
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