Cuando vamos al encuentro de las grandes montañas lo hacemos con el afán, en la mayoría de ocasiones, de realizar ejercicio. No solo físico, el más evidente, sino también espiritual, de encuentro con la naturaleza y con los beneficios que su contemplación aporta. Pero esa no fue siempre la actitud del hombre frente a los grandes espacios naturales.
Caminamos por las dos caras del Pirineo de Girona, la de las altas cumbres y el nacimiento de ríos en el Parque Natural de las Capçaleres del Ter y del Freser, y la que huele a mar, la del Pirineo que va perdiendo fuelle según se acerca a la costa en la sierra de la Albera.
Según va avanzando el tren cremallera que lleva hasta Nuria, pienso en aquellos entusiastas excursionistas que podían tardar un día entero, incluso más, en llegar desde Barcelona hasta las montañas buscando el simple placer de caminar, del contacto con la naturaleza. Apenas había transcurrido poco más de un cuarto del siglo XIX, cuando los grandes hombres de la Renaixença, Joan Maragall y Jacint Verdaguer entre ellos, ayudaron a consolidar la visión del Pirineo como espacio natural mítico. Los artistas encontraron en el Pirineo su locus amoenus, un espacio primigenio y alejado de la ciudad en el que podían pensar y crear. Hasta entonces, aquella cordillera era poco más que un muro natural que nos separaba de nuestros vecinos franceses y, por ende, del resto de Europa.
Para aquellos pioneros, que acabarían fundando los principales grupos excursionistas de Cataluña, la historia del lugar era una parte indisoluble del descubrimiento del mundo natural. A Camprodon la comparaban con Suiza y el doctor Robert, asiduo de la localidad, recomendaba a sus pacientes el aire de las montañas porque había una “humedad muy seca”. La impresión de la alta montaña que un joven poeta Maragall tuvo en los alrededores de Nuria le acompañó toda la vida. Al bajar del tren cremallera, pienso que hay cosas que han sufrido cambios profundos, pero no ha variado nuestra facultad de emocionarnos ante los grandes paisajes.



A medida que me alejaba de la estación aumentaba mi capacidad de asombro de manera inversamente proporcional a la cantidad de gente que me iba encontrando. Un buen número de excursionistas no pasan de los caminos más cercanos al santuario, por lo que no es difícil sentir la soledad que magnifica esos paisajes. Me dirigía al encuentro de las fuentes de los ríos Ter y Freser, cuya área de influencia forma el Parque Natural de las Capçaleres del Ter y del Freser, de reciente creación. Los cursos de agua, especialmente los nacimientos de ríos, son escenarios propicios para las leyendas, generalmente vinculadas a las hadas, a los espíritus femeninos —el agua es fuente de vida—; leyendas en las que hermosas ninfas seducen al caminante con dulces cantos. Ciertamente, escuchar el rumor del agua produce un efecto de encantamiento que invita a la meditación, cuando no a una placentera siesta. Siguiendo con las leyendas, las propias montañas por las que camino tienen la suya propia, que cuenta que las piedras con las que Hércules cubrió el cuerpo de Pirene formaron las montañas de los Pirineos.
Tras subir hasta el pico de Noucreus puse rumbo al coll de la Marrana, a 2.500 metros de altitud, desde donde se tienen buenas vistas de los valles de ambos ríos. En un momento del camino aparecieron a lo lejos un par de rebecos. Supuse que a medida que me acercara los rebecos se alejarían. Por supuesto que ellos marcaron la distancia prudencial a la que querían a un humano, pero pude acercarme bastante, sentarme sobre una piedra y ver cómo iba aumentando el número de animales que se acercaban a beber al torrente: diez, veinte. Aparecieron hasta setenta rebecos que bebían, comían y, los más jóvenes, correteaban y saltaban ajenos a la feliz experiencia que el caminante que esto escribe estaba viviendo. Tras algo más de una hora, cuando ya se hacía difícil distinguirlos a simple vista, seguí mi camino. Había estado escuchando los agudos silbidos de las marmotas durante todo el día, pero no sabía a qué se debía un incesante tamborileo que cada vez se escuchaba más cercano. Al momento, una marmota en bruto galope pasó a escasos tres metros de mí. Tan rápido como apareció, se introdujo en su madriguera.
El recuerdo de los rebecos y de la marmota trotona me acompañó durante la cena en uno de los refugios del parque. John Ruskin consideraba que las montañas eran el comienzo y el fin de todos los paisajes, las catedrales de nuestro planeta. Mirando a través de la ventana, mientras aparecían las primeras estrellas que en un rato inundarían el limpio cielo del Pirineo, no pude más que darle la razón.
Al día siguiente iba a cambiar radicalmente de paisaje. Como comentó en una ocasión Jaume Massó i Torrents, fundador de la revista L’Avenç, “caminábamos en dirección a las Alberas y la alegre y accidentada sierra parecía llamarnos amorosamente”. Me desplazaba allí donde el Pirineo se suaviza, donde lo han domesticado y el olor del salitre se mezcla con los de la triada mediterránea: cereal, olivo y viña. La relación del hombre con la parte más oriental de la cordillera pirenaica viene de lejos, como así lo atestiguan los numerosos monumentos megalíticos que encontramos por la zona —hay contabilizados más de un centenar entre dólmenes, menhires y cistas—, una de las mayores concentraciones de estas construcciones en Cataluña. Son muchos los interrogantes abiertos en torno a los dólmenes de la Albera, aunque parece que la mayoría están orientados a la salida o a la puesta del sol en su recorrido durante el invierno, por lo que se concluye que la estación invernal era la escogida para construirlos, momento del año en que estas sociedades tenían menos trabajo en el campo y con los animales.
Parece ser que la tortuga ha sido desde antaño un animal de cierta importancia, se han encontrado representaciones gráficas que sugieren que formaron parte de la dieta de nuestros antepasados, que fabricaron utensilios domésticos o piezas para su ajuar funerario. La tortuga mediterránea (Testudo hermanni hermanni), en peligro de extinción, es el animal más emblemático de la sierra de la Albera. Para conocer la relación del hombre con la especie y su actual estado de conservación me acerco hasta la población de Garriguella, al Centro de Reproducción de Tortugas de la Albera. En las cotas más bajas de la sierra, entre bosques de alcornoque y arbustos como la retama, podemos encontrar —muy difícil de observar— la última población natural de tortuga mediterránea de la península. En el centro estudian la biología, la ecología y las vías de protección de la especie y preparan ejemplares para liberar. Todos los ingresos que reciben de las visitas se revierten en los estudios y trabajos de protección. El cortejo del macho resulta, como poco, curioso: para conseguir el objetivo de aparearse da pequeños golpes en el caparazón de la hembra y mordisquea sus piernas.
Conduciendo por las carreteras de la zona ves cómo la piedra seca ha dibujado el paisaje; siglos de interacción del hombre con los bosques y garrigas de la zona para conseguir que de la tierra broten aceites y vinos de reconocida calidad. La sierra de la Albera continúa hacia tierras francesas. Subo hasta el Puig Neulós, la montaña más alta de la sierra con 1.256 metros, divisoria de las comarcas del Alt Empordà y el Rosselló. Desde allí tengo amplias vistas del paisaje: el viento que sopla deja ver con claridad el mar, la montaña, los campos de cultivo y la destacada figura del castillo de Requesens, que domina los valles meridionales del Puig Neulós. Entre el patrimonio monumental de la zona también cabe destacar las pequeñas iglesias románicas y el antiguo monasterio benedictino de Sant Quirze de Colera, del siglo X.
Al caer la tarde, visito el menhir de la Murtra, cerca de la localidad de Espolla. La evocación en clave romántica de las ruinas y restos arqueológicos crea espacios para la memoria; nos hace recobrar, de alguna manera, el paso del tiempo y reconstruir historias —conjeturas las más de las veces— sobre todos los que pasaron antes que nosotros. Decía Diderot que todo se anula, todo perece, todo pasa y solo el tiempo permanece. Sin embargo, estos monumentos plantan cara al tiempo y permiten nacer de nuevo a los hombres. Como en el refugio del parque de Capçaleres, acabo con la mirada puesta en el cielo. Si bien el paisaje ha cambiado radicalmente a lo largo de la historia, el cielo sobre nosotros permanece igual. En ese rincón del Empordà, con poca contaminación lumínica, me recuesto sobre una roca siguiendo una de las grandes lecciones de vida que nos dio Stephen Hawking: “Recuerda mirar siempre hacia las estrellas y no abajo hacia tus pies”.
Más información en la página de Turismo de la Costa Brava / Pirineo de Girona.
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