¿Qué es la pasión? La RAE nos da varias acepciones, que van del padecimiento a la vehemencia, pero quedémonos con el origen de esta palabra que proviene del griego pathos. En la retórica aristotélica se asocia el pathos con las emociones y como contrapunto al ethos, que es lo heredado, la forma de ser. Podríamos decir, entonces, que la pasión es lo que nos emociona y, a su vez, provoca la emoción en los demás, aquello que nos mueve sin detenernos a hacer preguntas, que nos mantiene vivos y nos da algo en lo que creer, una devoción. Será este un viaje de pasiones y devociones, pero no de las más obvias, a una imagen —que también—, sino las de personas que hacen algo tan sencillo como aquello en lo que creen.
Recorriendo la ruta Caminos de Pasión veré reflejado el pathos en gente que se mancha las manos para dar vida a un pedazo de barro, que aprieta una aceituna o un racimo de uvas hasta que el fruto habla a gritos de la tierra donde nació; conoceré a una persona que lo muestra enhebrando mil veces una aguja para dar diez mil, un millón de puntadas; a valientes que silencian enormes campanas con inercias, sin más herramienta que el propio cuerpo; me encontraré con soñadores que piensan que entre el mar de olivos cabe un pedacito de tierra en la que plantar otras cosas y buscaré en el arte de unos pocos elegidos al duende que sale desde las entrañas, por bulerías.
Comienzo el viaje por Andalucía en un confuso inicio de octubre, en los que el otoño insiste en ser primavera y las mañanas son perezosas. Los amaneceres tardíos, que se acabarán en apenas tres semanas con el cambio horario, me permiten retozar un poco más entre sábanas, algo especialmente apetecible si duermes en un palacio, en una antigua fábrica harinera o en una casa solariega arrullado por el rumor de la fuente de un patio andaluz, despertando con el aroma de los naranjos que allí crecen.
Cuentan que durante las semanas en que florecen los girasoles la vega de Carmona se llena de japoneses, el paisaje teñido de amarillo les da un motivo para disfrutar de una de sus pasiones: el hanami, la floración y belleza de lo efímero, igual que hacen en su país durante el sakura (floración de los cerezos) y el momiji (enrojecimiento de las hojas en otoño). No es el único cultivo ajeno a la perfecta geometría del olivar. Andrés López califica de chaladura su intento de diversificación de los cultivos tradicionales. En el cortijo Las Coronas ha plantado aloe vera y lavanda, está diseñado un laberinto y llenando el bosque de muebles. «Compré once camiones de muebles viejos, sillas, sofás y lámparas, para repartirlos por la finca y que la gente pueda sentarse a disfrutar de la naturaleza», me cuenta Andrés mientras me señala su rincón preferido, un sofá de tonos rojizos desde el que le gusta ver amanecer. Además de los productos clásicos de cosmética, como las cremas, con el aloe también elabora limoncello y ginebra.
Al salir del cortijo, veo colgada en el arco de entrada una pequeña campana, probablemente utilizada para avisar a los trabajadores de la hora del almuerzo. En décadas pasadas, las campanas han tenido un lenguaje propio que la gente de los pueblos conocía. Tengo una cita con algunos de los miembros de la asociación Campaneros de Utrera, que vela porque el tañido no se convierta en una lengua muerta. El encuentro, como no podía ser de otro modo, es en el campanario de la iglesia de Santiago. Todas las campanas tienen sus nombres: la Gorda, la Risueña, el Reloj, la Esquila, la Nueva o la Segunda, entre otros. Han tocado para llamar a las misas, para recordar a los difuntos en las ánimas, a rebato cuando había un incendio —según el número de toques con el que finalizara se sabía el distrito—; el toque de queda avisaba del cierre de murallas y por la cadencia se sabía, en el toque de difuntos, si el fallecido era hombre o mujer, niño o niña, su clase social, incluso si el que había dejado este mundo era el mismísimo Papa. Y luego está el Repique Grande, toque por el que tiene fama Utrera, que tiene lugar en vísperas de las grandes fiestas. Antonio Cabrera es uno de los campaneros de la asociación, junto con dos compañeros van a hacer una demostración de ese toque en el que se realizan saltos y balanzas. La parte del salto resulta fácil de asimilar, es un principio físico muy básico que implica pesos y aceleración. La de las balanzas, movimiento con el que detienen una campana que pesa toneladas, es una mezcla de ingeniería milagrosa y confianza ilimitada en uno mismo.
Estos primeros días de octubre la ciudad celebra uno de sus dos importantes festivales de flamenco, ¡Ay! Utrera. Por aquello del allí donde fueres haz lo que vieres, me paso por la academia de Agui Arenas para hacer una introducción al baile por bulerías. Dada mi proverbial torpeza ni siquiera me atrevo a intentar dar unos primeros pasos, prefiero quedarme embobado viendo cómo se mueve ella, cómo llena todo el espacio con su zapateo cuando muestra el inicio de la llamada por bulerías. Se tiene o no se tiene. Y yo, definitivamente, no lo tengo, voy pensando mientras camino hacia la plaza del Ayuntamiento, donde tiene lugar una de las actuaciones del festival, la de Melchora Ortega. No puedo explicar con palabras mi amor hacia el flamenco, es algo irracional. Para un profano como yo es un no sé qué cargado de emoción, de pasión —otra vez el pathos—; un experto, sin embargo, ni se inmutará hasta que no lo vea, hasta que no llegue el momento en que las guitarras y las gargantas desgarradas, en ocasiones bañadas en cazalla, emitan gritos dionisíacos que saquen al duende de su letargo.
Sigue el viaje por Osuna, una ciudad que en su momento de esplendor vio pasear por sus calles a varios “grandes de España”. En dos de sus edificios más importantes, la Universidad y la Colegiata, encontramos muestras de arte dispar. En la sala Girona o de Grados del centro académico podemos ver cuatro pinturas con otras tantas representaciones: una Virgen entronizada, los cuatro padres de la iglesia, los cuatro evangelistas y una curiosa escena de caza, datada en el siglo XVIII, cuya factura ha dado pie a numerosas conjeturas. Mirándola detenidamente vemos un paisaje imaginario, con figuras de proporciones inverosímiles. Hay pájaros que tienen medidas y forma de cazas de combate, liebres del tamaño de galgos y jinetes más grandes que su montura. Frente a los que abogan por alguna clase de mensaje del artista o hablan de un avanzado a su tiempo, están los que piensan, simplemente, que en todas las épocas hubo “Cecilias”, aficionados al pincel a los que incomprensiblemente se les dio un lienzo en un espacio público.
Menos mal que está la Colegiata con las obras de José de Ribera para compensar lo que a todas luces parece un desaguisado artístico. Desde el mismo patio de entrada se advierte que estamos en un edificio soberbio; la visita a la capilla del panteón ducal lo confirmará. Pero el que escribe tiene cierta prisa y acelera el paso, casi sin prestar atención al antifonario junto al que cruza, para llegar a los cinco cuadros de Ribera, expuestos estos días juntos con motivo de la muestra Nápoles en Osuna. San Pedro penitente, San Sebastián, El martirio de San Bartolomé, San Jerónimo y la Expiración de Cristo (El Calvario), cinco obras que reflejan el vigoroso naturalismo del “Spagnoleto”, su tenebrismo heredado de Caravaggio. El historiador del arte Bernardo de Dominici, una especie de Vasari del siglo XVIII, escribió Historia del arte de Nápoles. En el volumen tercero habla de Ribera y cuenta una anécdota, sin confirmar, del primer encuentro entre el pintor y el duque. Ribera expuso el Martirio de San Bartolomé en plena calle, asegurándose que se viera desde palacio. Cuando el duque vio en la firma la palabra “español” llamó a Ribera para ofrecerle un contrato como pintor de corte. Pedro Girón, III duque de Osuna y virrey de Nápoles, puso el parné —el ducado era la moneda— necesario para que Ribera pintara. Su mujer, Catalina Enríquez de Ribera, tuvo la sensibilidad artística para encargar algunas de esas obras y donarlas a la Colegiata de Osuna cuando enviudó. Una de las pinturas, El Calvario, pudo servir de diana a los soldados franceses en la Guerra de la Independencia, tal como sugería Richard Ford en 1845. Un estudio posterior confirmó, efectivamente, que la obra había sufrido daños con una bayoneta.
Antes de dejar Osuna y emprender camino de Écija, entro en el monasterio de la Encarnación para ver, pero sobre todo para oler, la repostería recién horneada. La pérdida de vocaciones de los últimos años ha hecho que una buena parte de las hermanas de los conventos y monasterios de la ruta provenga de otros países. En la cocina de las mercedarias de la Encarnación me encuentro con una colombiana y una joven keniata. Por suerte, lo que no se ha perdido son las recetas de las yemas de San Ramón, mantecados, suspiros de ángel o roscos de vino, versión conventual de la magdalena de Proust: cuando una de las hermanas abre el horno retrocedo a los días en que mis abuelas preparaban galletas y bizcochos para que merendara antes de ir a desollarme las rodillas jugando en el campo.
El mar de olivos es el paisaje predominante durante toda la ruta. Écija, la Astigi romana, fue una de las principales zonas de producción de aceite de oliva en tierras del Imperio Romano. El olivar ha inspirado a poetas de varias generaciones; Lorca decía que los olivos estaban cargados de gritos, Miguel Hernández cantaba al altivo aceitunero de Jaén y Rafael Alberti se preguntaba qué era un olivo. Durante estos días de viaje el aceite de oliva virgen extra no faltará en ninguna mesa. Tendré ocasión de visitar un gran cortijo cuando pase por Baena, el de Suerte Alta, para conocer el mundo de los grandes números, las hectáreas, kilos y litros. Pero será algo tan sencillo como volcar un poco de aceite en un plato, a la hora de comer, para mojar pedazos de pan, lo que interprete como uno de los mayores gestos posibles de hospitalidad, la manera más directa de que te regalen su tierra y lo que son.
Todos conocemos la expresión “no dar puntada sin hilo”, en el caso de Jesús Rosado es completamente literal. Se inició en el mundo del bordado con apenas catorce años, como actividad extraescolar. Siendo un chico, en un espacio conventual, durante la transición, podemos suponer que el camino para dominar las técnicas no fue fácil. Hoy está al frente de uno de los talleres de bordado más prestigiosos. Sus principales clientes son las cofradías, tanto para nuevo vestuario como para las necesarias restauraciones de los mantos cuando muestran el “alma descubierta”, nombre que dan al hilo que ha perdido la parte metálica u oro que lo reviste. También bordan piezas para vestidos de novia y alta costura. «A la complejidad de los bordados hay que añadir la dificultad de manejar piezas como este manto que hay aquí colgado, que pesa 150 kilos. Para que te hagas una idea un pantalón tejano pesa poco más de un kilo», me cuenta mientras le hago una foto junto a ese manto. En el taller también tienen algunas muestras de pintado a la aguja, una técnica, dice, que ya utilizaron los romanos, civilización que nos dejó numerosas muestras de su paso por el territorio.
Igual que me pasó al visitar la Colegiata de Osuna, en el Museo Histórico Municipal de Écija me entra la prisa y subo directamente a la segunda planta, donde están las salas dedicadas al mundo romano. En Écija mueves una piedra y te sale un mosaico o restos de cerámica de época romana; lo que no esperaban los responsables de la excavación que se llevó a cabo en la plaza Mayor, en el año 2002, era encontrarse una amazona de mármol. Prácticamente entera. Hermosa. La luz lateral da aún más relieve a los pliegues del corto jitón que viste. Pese a la gravedad de su herida su rostro muestra serenidad; está tranquila, indolente, ha aceptado que la muerte venga a buscarla. La forma en que estaba enterrada, que da a entender que fue más bien ocultada, probablemente cuando el cristianismo se mueve hacia la iconoclasia, ha permitido conservar importantes restos de cromatismo. El arte en la antigüedad era policromado, por más sensual que nos parezca la piedra desnuda los escultores clásicos veían, igual que nosotros, el mundo en color. El museo también muestra algunos magníficos mosaicos romanos, con representaciones de las estaciones del año, el dios Océanos, el doble rapto de Europa y Ganímedes y las dos piezas dedicadas a pasajes del mito de Dionisos, Baco para los romanos.
Me muevo de lugar pero no de tiempo, que se queda detenido en época romana para visitar Fuente Álamo, en Puente Genil. La opulenta villa que allí se levantaba ha conservado parte de sus mosaicos. Al ver el de las Tres Gracias es inevitable hacer un repaso mental por la historia del arte, que tanto y tan bien ha representado a Aglaya, Eufrósine y Talia. Basten como ejemplo los cuadros de Rafael Sanzio, Rubens o Botticelli. De nuevo aparece nuestro dios del Vino, Dionisos-Baco, en los mosaicos que corresponden al triclinio. En esa parte de la casa se celebraban los convivium, encuentros en los que se comía y bebía en abundancia. La última parte de la fiesta era la comissatio, el momento en que se servían los mejores vinos. Siempre había un encargado de decidir cuántas copas iba a beber cada comensal y la cantidad de agua que llevaría el vino. Puesto que de vino hablamos, es obligado hacer parada en una de las bodegas de la DO Montilla-Moriles.
En Bodegas Delgado me recibe Javier Álvarez, el gerente, para explicarme los diferentes procesos por los que una sola uva, la pedro ximénez, da vinos tan diferentes como finos, amontillados, olorosos, dulces e incluso vinagres. Es cuestión del tipo de crianza, bien biológica, oxidativa, o una mezcla de las dos. El trajín en las bodegas es intenso porque ya hace días que han vendimiado; por estos lares van sobrados de sol y la uva alcanza grado muy pronto. El mosto irá pasando de las barricas de solera —a ras de suelo, de ahí el nombre— a las criaderas en la parte superior. En la sala de catas hay una pequeña barra con botellas de los vinos que vamos a probar. Actualmente, asociamos un tipo concreto de botella como el envase más utilizado para el vino. Pero si volvemos a nuestros amigos los romanos encontramos que el barro era el material de los envases que utilizaban para elaborar el vino y para transportarlo. Siguiente parada Lucena, uno de los centros alfareros de Andalucía.
Nada más entrar en la alfarería de Isidoro Granados veo un enorme dolium, las tinajas de entre quinientos y mil litros que los romanos utilizaron para vinificar. Isidoro tenía todos los números para ser alfarero, creció en un barrio que se llama El Llano de las Tinajerías y no había visto otra cosa en casa. «Desde que tengo memoria, en el momento que pude levantar un cántaro», me contesta cuando le pregunto a qué edad empezó con la artesanía del barro. No solo cántaros, también ha hecho dornillos para el gazpacho, macetas para las flores, tinajas para el agua, el aceite o las aceitunas, jarras para el vino. También hace januquillas —pequeñas hanukas, Lucena tiene un importante pasado judío— de barro. Su hija, María, se encarga de pintar las creaciones del taller. Isidoro me cuenta cómo les ha cambiado la vida desde que entró la maquinaria en el negocio, se acabaron las interminables horas amasando barro con los pies, daba igual que fuera verano o que el agua estuviera helada en invierno. Sonríe de manera pícara, como advirtiéndome que no puedo tomar en serio lo que me va a decir: «Desde que dejé de pisar barro no me he lavado los pies en condiciones».
Priego de Córdoba es el siguiente alto en el camino. Tras haber visto la capilla del Sagrario en la iglesia de San Mateo de Lucena, tocaba otra dosis de buen barroco, el del sagrario de la parroquia de la Asunción. No sé si impresiona más la abrumadora belleza, el horror vacui de la pequeña capilla, o saber que se construyó con yeso porque era un material barato y muy poca policromía, al contrario que en otras iglesias de la ruta. Eso ha hecho que se hable de este lugar como una suerte de barroco de pobre. Nada más lejos de la realidad, tanto si eres de barroco como si prefieres un arte que respire un poco más, esta es una vista imprescindible. La noche me alcanza paseando por el barrio de La Villa, perfectamente encalado, forja en las ventanas, macetas en las paredes de las que siempre cuelgan geranios. Cuando la entrañable escritora Gloria Fuertes visitó el barrio dijo: «Me parecen de mentira tantas flores de verdad». Pese a ser sábado y acercarse la medianoche, el de hoy es uno de los raros sábados en que no salen por las calles de Priego, con sus guitarras, su anís y sus coplas, los Hermanos de la Aurora, los campanilleros. Siempre hay que tener motivos para volver a los sitios.
Es domingo por la mañana, el primero tras el 4 de octubre. A esa hora las ciudades ya deberían estar despiertas, pienso, pero las calles de Cabra están vacías. Tras pasar 33 días en la parroquia de la Asunción y Ángeles, es el día en que vuelven a subir a la virgen al santuario de la Sierra. Por caminos que serpentean en fuerte ascenso, primero por el borde y más adelante de lleno por el Parque Natural de las Sierras Subbéticas, cientos de romeros, algunos a pie, otros a caballo, acompañan al grupo que carga con la imagen. Veo a una mujer que sube apoyada en un hombro amigo, va descalza. Algún tipo de promesa le lleva a caminar desde el pueblo con un finísima media por todo zapato; duele ver cómo se le van clavando los guijarros en los pies. De vuelta a Cabra tendré ocasión de corroborar las palabras de Cela, don Camilo, en su libro Primer viaje andaluz: «El blancor y el aseo son, quizás, los dos más nobles monumentos de Cabra, el caserío más pulcro que el vagabundo haya pisado». Las mujeres, bellas como pocas decía Cela, ya no andan con el cubo de cal durante toda su vida ni sacan brillo a los guijarros de la calle frotándolos con aceite, sino que toman el aperitivo en el Círculo de la Amistad, popularmente conocido como Casino. Pero Cabra sigue transmitiendo limpieza y frescor, seguramente por el hecho de que le brota agua en cada esquina.
Entro en tierras jienenses, en Alcalá la Real. La ruta va tocando a su fin. La fortaleza de la Mota domina todo el burgo alcalaíno; su tamaño da a entender la importancia defensiva que tuvo en los tiempos de dimes y diretes entre musulmanes y cristianos. Desde la Mota no hay horizonte que escape a la vista: se ven el entramado callejero y el olivar, pequeños cerros y el mirador donde Pedro Gutiérrez y Adora Villegas tienen la cervecera artesana Tierra de Frontera. En un rato habré aprendido las diferencias entre una Ipa, una Golden Ale y una Brown Porter, o lo que es lo mismo entre la Malalmuerzo, la Mariloli y la Piconera. Las temperaturas, rebeldes, siguen negándose a colocarse en su estación. Ni con aceite ni con vino, sino con cerveza fresca y vistas al caserío apretujado al pie de la fortaleza pongo el punto final a este viaje de pasiones.
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