«Los pueblos mediterráneos empiezan a salir de la barbarie
cuando aprenden a cultivar la viña y la olivera».
Tucídides
Gilgamesh, Jamshid, Ra, Osiris, Dioniso o Baco, Noé. Todas las civilizaciones y proselitismos varios nos han presentado mitos, héroes, reyes o dioses que se han topado con la viña en algún momento. Quedémonos con Dioniso y sus sátiros, silenos, ninfas y ménades; con su vida de enrevesado guion maleado a lo largo de los siglos. Si exprimimos su mito, mejor si lo prensamos por atender a etimología vinícola, y nos quedamos con la esencia tenemos como resultado el ciclo y la celebración de la vida, nos queda el tan apreciado modo de vida Mediterráneo. A priori, no sería fácil relacionar a Dioniso con las comarcas del Empordà más allá del vino y la viña como metáfora de la existencia; en sus viajes nunca llegó hasta esas tierras. Pero si miramos detenidamente el sello de la D.O. Empordà vemos la imagen de una barca bajo un viñedo, una interpretación vectorial de la escena que aparece en la cílica o kylix de Dioniso, obra que el pintor y ceramista Exekias pintó en Atenas en el siglo VI a.C.
Una idea ha marcado desde el inicio mi trayectoria como periodista de viajes: es necesario mirar lo que fuimos para saber lo que somos. O mejor para entenderlo. Para ello el recinto arqueológico de Empúries es un lugar excepcional, en cada visita he aprendido algo nuevo y la que estaba a punto de empezar prometía ser de las mejores. En la entrada me esperaba Romina Ribera, arqueóloga, historiadora y apasionada del buen vino, experiencia que ha agrupado en Glops d’història para ofrecer rutas especializadas en la historia del vino. «Los griegos socializan el consumo de vino entre el pueblo, los romanos crean toda una industria», dice para ponerme en antecedentes.
El magnífico trabajo de los arqueólogos nos ha dejado mucha información sobre Empúries y el vino que allí se bebió. En ocasiones, a esos datos nos toca ponerles imaginación, como es el caso de edificios de los que apenas hay dibujada una estructura. En otras, tenemos piezas magníficamente conservadas que nos hablan del mundo del vino cuando griegos y romanos se dieron una vuelta por este enclave de la Mediterránea. En las tabernae, que estuvieron situadas en la entrada del recinto arqueológico, se servía más posca que vino de verdadera calidad, un brebaje avinagrado que tenían que suavizar con miel y especias. En el triclinio de las casas se celebraban symposion (griegos) y, más tarde, convivium (romanos), reuniones para comer y beber. Mucho. En época romana la última parte del festín era la comissatio, donde ya corren vinos mejores que en las tabernas: los falerno, cécubo, albano, y también los de la provincia Tarraconense, a la que pertenecía Empúries. Había una persona encargada de decidir cuántas copas bebería cada invitado y qué proporción de agua, caliente, fría, de mar, incluso miel y especias, llevaría el vino: era responsable de que se mantuviera, en la medida de lo posible, el nivel intelectual de las conversaciones. Los bailes, los acróbatas y las anacreónticas amenizaban aquellas veladas.
Lo de los vinos rebajados, bien por su baja calidad, su astringencia o el alto grado, no se quedó en una cosa de romanos. En 1878, Francisco Jordi Romañach, que fue alcalde de Figueres, escribía en un artículo sobre un vino de la zona: «… de mucha capa y fortaleza que solo se aviene a ciertos paladares, tomándolo el comercio para el encabezamiento de otros o para mezclarle agua en el despacho al detalle».
En el museo de Empúries tenemos las piezas, lo más tangible. Por supuesto, ánforas destinadas al transporte de la bebida, magnífica fuente de estudio para los arqueólogos por los restos que contenían. También podemos ver un kernos, el vaso griego de ofrendas utilizado en las libaciones; una crátera ática, recipiente donde mezclaban el vino con agua, con una escena pintada que representa una danza en honor de Dioniso; y una carta griega escrita sobre plomo en la que un comerciante encarga, entre otras cosas, vino. Los romanos celebraban las vinalia, fiestas para bendecir el vino nuevo (Vinalia urbana, en abril) y para pedir una buena cosecha (Vinalia rustica, en agosto). Hoy seguimos celebrando, en numerosos lugares del mundo, el fruto de una buena cosecha. La Costa Brava no es una excepción, con eventos como el festival Vívid, la feria Arrels del vi o Sons del Món, un festival que une los vinos del Empordà con la personalidad del artista que ocupa el cartel.
Damos un pequeño paso geográfico y un gran salto temporal para plantarnos en Sant Pere de Rodes. Tras la caída del Imperio Romano hubo un importante declive en el cultivo de la viña. Los monasterios se encargan de recuperarlo. Por un lado estaba el cuento de la transustanciación y el uso litúrgico. Por el otro, el agua no era potable y el vino era un buen sustituto. El capítulo 40 de la regla de San Benito —los monjes de Sant Pere de Rodes eran benedictinos— se llama La ración de bebida y lleva por subtítulo «No dar lugar a la embriaguez». Para atender a las flaquezas humanas, reza, nos parece bastar una hémina —algo más de un cuarto de litro— por monje y día, pero dejan al arbitrio del superior aumentar la dosis si las circunstancias del trabajo o el calor lo exigen. Y sobre todo, no beber hasta la saciedad sino con moderación: el vino hace apostatar hasta a los sabios.
A lo largo de la historia, hasta llegar al punto actual en que en el mundo del vino se ha colado el hedonismo, el vino se ha recetado como digestivo, depurativo, también contra las flatulencias, la fiebre, como laxante, para detener hemorragias o como antídoto para las mordeduras de serpiente. Se llegó a servir un vaso de vino a las comadronas antes de atender el parto, y si un bebé no hacía pronto el primer llanto se le sumergía en una tina con vino. Hay otro paréntesis importante en la producción de vino en el Empordà. Pese a los intentos de legislación, la creencia de que el insecto no podía volar más de veinte kilómetros y aún menos cruzar los Pirineos; tras una posible importación ilegal de viñas ante el aumento del precio del vino en Francia por la escasez, la filoxera entró en el Empordà, oficialmente, el 20 de octubre de 1879. Después de esa gran crisis, poco a poco se volvió a plantar y a elaborar sin mucho más afán que el de servir un líquido decente en las mesas. Hasta que en 1975 llegó la DO para poner un poco de orden.
Doy otro salto tiempo-espacio y despierto en Vilajuïga rodeado de viñedos, en la masía de la bodega Espelt, con la intención de saber cómo consiguen meter el Pirineo, el Mediterráneo y la Tramontana en una botella. «A principios de milenio hay un cambio de paradigma, se empieza a primar la calidad. De dos enólogos en toda la DO pasamos a tener uno en cada bodega», me dice Anna Espelt, la mujer que lleva veinte años al frente de una bodega con ocho generaciones de viticultores a sus espaldas. Me lleva hasta uno de los lugares que mejor reflejan el paisaje de la viña del Empordà. Desde Mas Marés, viñedo ecológico en el Parque Natural del Cap de Creus, la vista alcanza hasta el mar, por un lado, y hasta el Pirineo por el otro. Están en plena vendimia, los trabajadores se mueven con rapidez entre márgenes de piedra seca, llenando cestos de cariñenas y garnachas. «Queremos ser empordanesos, que nuestros vinos expresen este territorio y su identidad. La influencia del mar nos permite hacer algún vino más fresco, incluso con un punto de salinidad», cuenta Anna con orgullo.
Tras la visita que hice el día anterior a Empúries, Romina preparó una cata con un vino muy particular y un aperitivo, una especie de pasta para untar basada en el garum que preparaban los romanos. El vino era el Rosa de ánfora de Vinyes d’Olivardots. Cierro el círculo y el viaje buscando ánforas actuales, conduciendo hasta Capmany para conocer el proyecto de Carme Casacoberta, una licenciada en químicas absolutamente enamorada del territorio. Su pasión por el vino le llevó, con el apoyo de su familia, a comprar unas viñas cerca del lugar donde siempre había veraneado. «Nuestra primera vendimia fue en el año 2006. Queríamos vinos que dijeran algo de la tierra, qué es el Empordà. Estamos en un terreno granítico, arenoso, difícil para las plantas. Eso se tiene que percibir en el vino», contesta cuando le pregunto sobre los orígenes del proyecto, que nació únicamente con la elaboración de vino tinto. «Nunca haría blanco, pensé». Pero la aparición de unas viñas viejas y los vientos le han llevado a tener una buena parte de la producción de blancos. Su vino más singular es el que hace en ánforas, en dolia (plural de dolium) para ser correctos. El dolium era una enorme vasija hecha de barro cocido, con capacidad entre seiscientos y mil litros, que los romanos utilizaron para elaborar vino. Se llamaban dolia defossa cuando estaban enterradas en tierra hasta el cuello. Para simular las características que se obtienen fermentando bajo tierra, Carme tiene sus dolia en un sótano hormigonado. «Las ánforas permiten mucha franqueza a la uva, la respiración le deja mostrarse tal como es», apunta mientras me enseña la bodega. Junto a su hija Carlota, enóloga, están haciendo nuevos “experimentos”, como un peculiar vino dulce del que seguro oiremos hablar en el futuro.
Regreso hacia el sur conduciendo entre unas viñas que en pocos días habrán dado todo lo mejor de sí y empezarán a mostrar su cara más cansada pero aún hermosa, la de los ropajes de otoño. Ha anochecido y veo aparecer el cúmulo de las Híades. Cuenta la mitología que el cúmulo de las Híades, situado en la cabeza de la constelación de Taurus, son las ninfas de la lluvia que cuidaron a Dioniso. Estas estrellas forman un triángulo, podría ser un racimo de uvas o una copa con algo de imaginación, y aparecen en el cielo a partir de primavera acompañando a los viñedos en cada nuevo ciclo. Es curioso que en estos tiempos tan acelerados todavía respetemos los largos ciclos de la viña. Seguro que tiene que ver con la promesa de ratos agradables con la gente que queremos, alrededor de un buen vino, buenos alimentos y mejores conversaciones. Aunque quiero pensar que nuestra paciencia también es debida a una de las conclusiones a las que apuntó Dalí con motivo de un discurso: para que el bouquet de un buen vino haga resucitar en el fondo atávico de cada ser humano las culturas olvidadas de Dioniso.
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