Entrar en el Museo de la Pesca es como hacer una inmersión en el Mediterráneo. Este espacio expositivo, situado en el antiguo tinglado del muelle pesquero de Palamós, nos explica la relación ancestral entre el hombre y el mar. Además, realiza una importante labor de divulgación y de investigación del medio. Caminando por sus salas conoceremos las variedades de fauna de nuestro mar, las diferentes artes, como el arrastre, el cerco y la pesca artesanal; los lugares donde se pesca y también nos irán introduciendo en los oficios de los protagonistas que intervienen —o que lo hicieron, algunas de las profesiones han desparecido— en el mundo de la pesca, como carpinteros de ribera, calafates, toneleros o remendadoras. Por último, la parte dedicada al futuro de la pesca invita al consumidor, como parte implicada, a la reflexión y a poner nuestro granito de arena para conservar esos ricos fondos marinos.
Una de las vitrinas expositivas está dedicada a las supersticiones y creencias de los pescadores, malos augurios inverosímilmente relacionados con una mala jornada de pesca o cualquier tipo de infortunio. Prohibidos los zapatos con suela de cuero, una pieza de ropa al revés o mal abotonada y los paraguas. Mal fario si te cruzas con un capellán, pedir sal a otra barca o derramar el aceite. Al día siguiente, cuando me embarque en la Nova Gasela para seguir una jornada de pesca lo primero que veré al entrar en la cabina es un paraguas y unas sospechosas manchas de aceite sobre la mesa de la cocina. Conrad Massaguer, el patrón, me dirá que lo de las supersticiones era un tema de los abuelos, aunque alguna cosa queda.
Palamós sigue siendo, en esencia, el pueblo de pescadores al que se refería Truman Capote en los días que ocupó una casa en el barrio marinero de La Catifa. El alboroto de los pescadores, a las cinco de la mañana, no le dejaba dormir, hecho que aprovechaba para empezar a escribir lo que la resaca le permitía. No es la temprana hora que describía el escritor pero todavía es de noche cuando el puerto se activa. Conrad aparece pedaleando en su bicicleta. Coches ya hay muchos, dice, y me invita a subir a su barca. No será la única vez durante el día que hablemos de conciencia ecológica.
Mientras pone en marcha radares, sonares, pantallas, ordenadores y demás artillería electrónica, me va contando lo mucho que ha cambiado todo. La primera revolución en el mundo pesquero vino con la introducción de los motores en los años veinte, se acabó el confiar toda la navegación al capricho de los vientos. En los sesenta llegaron las redes de materiales sintéticos, menos remiendos y procesos de tintado para endurecer e impermeabilizar el algodón. En las últimas dos o tres décadas se ha ido implantando la tecnología, que le ha quitado romanticismo al asunto pero le ha aportado una enorme seguridad.
Cuando las embarcaciones que salen al arte del arrastre ponen en marcha sus motores todavía hay algunas estrellas en el cielo que me hacen recordar unas fotografías que había visto el día anterior en el museo, enormes reproducciones en blanco y negro que muestran a pescadores con barbas tiesas de salobridad, vestidos con ropas en las que casi se puede notar el olor a pescado, barretina; hombres con esa clase de sabiduría que no se encuentra en las bibliotecas sino que se hereda, capaces de navegar guiados por las estrellas y de interpretar las formas de las nubes para saber si el día en la mar iba a ser tranquilo o era mejor dejar las barcas varadas. La forma y periodicidad de las olas anunciaban los vientos que iban a llegar, vientos para los que tenían nombres propios, con diminutivos si eran favorables y algo más solemnes cuando pintaban bastos. Si la bardera, un tipo de nube que se pega al monte, aparecía sobre la Albera era señal de tramontana, en cambio, si asomaba por Begur era garbí. También rebautizaban a las estrellas, el cielo sobre sus cabezas hacía de carta de navegación. Las Caramelles eran las Pléyades, los Carros eran las Osas y tres estrellas alineadas a las que llamaban Bordons seguramente el Cinturón de Orión.
Un poco antes de las siete las barcas enfilan la bocana del puerto, una vez superada se alinean como si de la parrilla de una carrera de coches se tratara. Misma hora de salida, mismas condiciones para todas. Conrad decide poner rumbo al caladero de San Sebastián, una vez alcanzada la velocidad de doce nudos deja a los automatismos que hagan su trabajo. El cielo empieza a enrojecer, preludio de un amanecer limpio; la mar está calmada y la tripulación relajada. Diga lo que diga el calendario el verano se resiste a abrirle las puertas al otoño: el Mediterráneo, ya se sabe, va a otro ritmo. La mañana es calurosa. A la señal del patrón todos se activan, es el momento de calar las redes. Hoy bajarán hasta los setecientos metros de profundidad, el lugar donde se mueve la preciada gamba roja (Aristeus antennatus). La velocidad se reduce hasta apenas un par de nudos, por delante esperan varias horas en las que toda la tripulación se irá escurriendo por turnos, hasta que sea la hora de comer, buscando un rato de merecido descanso.
El uso de tecnología ha permitido a las barcas no tocar el fondo durante el arrastre, para hacer la pesca mucho menos agresiva. Por ley los pescadores tienen que hacer un mes de veda, pero en Palamós, por iniciativa propia, hacen dos. Dejan a la mar reposar en enero y febrero, meses en los que el ciclo de reproducción de la gamba roja es más activo. Entre charlas, anécdotas y un exquisito arroz, llega la hora de xorrar, recoger las redes para ver qué traen. La calma del día se vuelve frenesí, la perfecta sincronización entre toda la tripulación, sin tener que mediar palabra, refleja los años de mar que llevan entre todos. Con las capturas en cubierta primero seleccionan por medida —hasta cuatro— la gamba roja y después el resto de variedades de pescado: algún rape, mairas y otra media docena que no son conocidas para mí.
Antes de las seis de la tarde hay que estar en puerto, pero es raro que pasen muchos minutos de las cinco antes de que llegue la última de las barcas, cosas del orden de entrada en la lonja. La subasta hace mucho que no se hace a viva voz, todo el proceso está mecanizado. Los compradores, como si cambiaran de canal, aprietan un mando cuando el precio del producto que hay en la cinta les convence.
Conocida la historia y con el producto en la mano, ya solo queda saber cómo cocinarlo. El Espacio del Pescado (Espai del Peix) es otra de las iniciativas del Museo de la Pesca. Es un aula gastronómica y centro de interpretación de la cocina marinera cuya principal misión es la educación y la concienciación a la hora de consumir pescado. El libro del Sent Soví, un recetario del siglo XIV, presenta más de cincuenta variedades de pescado, pero actualmente nos hemos estancado en una docena de especies, como mucho, que nos resultan familiares o más cómodas de consumir.
En las mesas del espacio podemos ver una serie de transparencias que hacen un recorrido histórico y cultural por el consumo de pescado. Antes de meter las manos en la masa me entretengo haciendo un repaso por algunas de esas mesas. En época medieval la nobleza asociaba los ágapes con producto del mar con la glotonería y los excesos, así que el pescado fresco era cosa de ricos y, evidentemente, de pescadores. Antiguamente, la iglesia también tuvo mucho que decir. Se entregaba el diezmo a las autoridades religiosas, que otorgaban el derecho, si eras un buen cristiano, de comer pescado un día de cada tres. En Cuaresma subía la demanda y, por lo tanto, el precio.
Ramon Boquera fue pescador durante veinticinco años y era el encargado de preparar el rancho en la barca. Lleva nueve años trabajando de cocinero e impartiendo talleres de cocina. «Queremos romper el mito de que el pescado es un producto caro, que la gente vuelva a consumir pescado pero de proximidad y especies menos conocidas, de bajo coste», cuenta mientras empieza a sacar ollas y cazuelas. Entre los talleres que imparten en el Espacio del Pescado están los siguientes: Comer pescado en familia, Taller de cocina de pescado de Palamós, Cocina marinera tradicional o Cocina histórica de los íberos y romanos. Hoy nos centraremos en la de barca, una cocina rápida, calórica y rica, administrada con imaginación, sin muchas florituras, con elaboraciones sencillas porque el ritmo en la barca lo marca la mar. En el tiempo que cualquier persona se haría poco más que un plato de espaguetis, Ramon preparará hasta cinco recetas y aún se verá con ganas de hacer un alioli de mortero que sentará estupendamente a los fideos rossejats que están en marcha. El escabeche de jurel, la canana encebollada, el suquet de pintarroja y el arroz a la masqueta completarán este menú marinero.
Ramon maneja con agilidad los cuchillos, remueve la comida cada vez que toca, rectifica de sal, sube y baja el nivel del fuego como un director de orquesta. Trato de no perder el paso del suquet que está cocinando para luego probar a hacer esas recetas en casa y no puedo resistirme a preguntarle por el secreto, aun a sabiendas de que la respuesta puede ser peregrina, del tipo “cada maestrillo tiene su librillo”. «Aceite de oliva abundante», dice sin dudar, completamente seguro de que no hay otra respuesta posible al tiempo que señala uno de los dichos populares que adornan las paredes del aula: El pescado con salsa quiere a un liberal para el aceite, un tacaño para el agua y un loco para el fuego. ¡Buen provecho!
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