Hay veces que el viajero se mueve por afán de conocer la gastronomía de un lugar. Otras para sumergirse en culturas lejanas, en paisajes exóticos o en legados de otras épocas. A veces uno sale al mundo con la intención de subir una montaña, bucear en algún mar o recorrer kilómetros sobre las dos ruedas de una bicicleta. Pero hay ocasiones en que las personas lo que ansiamos es, simplemente, encontrar un hogar fuera de nuestro hogar. Entrar en los espacios particulares de otros seres humanos y hacer nuestra su cotidianeidad. En definitiva, sentirnos como en casa aunque nunca antes hayamos estado allí. Recorremos la Reserva de la Biosfera de Terres de l’Ebre en busca del descanso, de una filosofía en turismo rural que es, al fin y al cabo, una filosofía vital. Para ello, entramos en algunas casas para descubrir la singularidad del alojamiento rural en el territorio.
Una barraca
Las barraques son tan consustanciales al paisaje humano del Delta del l’Ebre como lo puedan ser las salinas, los faros, los campos de cultivo o los observatorios de aves. Estas construcciones primitivas hechas a base de cañas, barro y carrizo, están documentadas desde la Edad Media, pero tuvieron su gran expansión a finales del siglo XIX y principios del XX, coincidiendo con la colonización arrocera del Delta del Ebro.
En Sant Jaume d’Enveja, localidad rodeada de arrozales, encontramos la barraca Vilbor, una de esas viviendas tan vinculadas al medio rural del Delta. “Las familias se desplazaban a los campos para la temporada del arroz, de abril a septiembre, y construían viviendas temporales con lo que tenían más mano: el barro, la paja y las cañas”, me cuenta Anna Borràs, propietaria de esta barraca dedicada al turismo rural, que nunca tuvo uso agrícola pero sí fue construida con técnicas tradicionales. “Esta barraca se levantó en los años 90 por el señor David Monllau, toda una personalidad en el territorio, que se dedicó a recuperar las barraques cincuenta años después de que cayeran en desuso. Incluso plantó sus propios campos de carrizo para techarlas como se hacía antes”.
Anna, que es periodista y siempre ha vivido en el municipio barcelonés de Llinars del Vallès, decidió mudarse a este rincón del mapa hace cinco años: “Hace décadas que veraneamos en esta zona porque mi marido es de aquí, pero al quedarme sin trabajo en la editorial decidimos venir a vivir a Sant Jaume d’Enveja”. Ahora Anna gestiona varias casas de turismo rural en la zona, además de esta barraca que utilizaba como segunda residencia cuando sus hijos eran pequeños. “Es una casita hecha con mucho cariño que cuenta con tres habitaciones, baño, cocina e incluso wifi. La alquilamos completa por días o semanas y cuando queda libre seguimos viniendo con la familia para pasar unos días”.
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Un molino
Estamos en tierra de paisajes agrestes, de viñedos y olivos, de piedra caliza, de ríos que se cuelan entre barrancos y de promontorios rocosos cuyos perfiles siempre recuerdan a algo. Parajes que vieron pasar a templarios, a soldados de la Batalla de l’Ebre, a contrabandistas de la posguerra y al mismísimo Picasso, que se dedicó a hacer naturismo en las inmediaciones de Horta de Sant Joan.
En esta tierra de muchos paisajes y muchas más historias se esconde, en el fondo del barranco formado por el río Canaletes, el emblemático Molí de Sotorres, construcción del siglo XII. Perteneció a Toni Sotorres, un potentado local que llegó a ser gobernador de Tarragona, que adquirió la propiedad tras la Desamortización de Mendizábal. De ello se deduce que, anteriormente, este molino harinero debió pertenecer a alguna congregación religiosa que pudo ser la Orden del Temple.
“Nosotros se lo compramos en 1989 al que fue el masover de la familia Sotorres e iniciamos un primer proceso de restauración que duró tres años”. Lo cuenta Pilar Miró, la actual propietaria del molino, una hija del Priorat que se trasladó a Horta de Sant Joan por motivos laborales hace ya varias décadas. “Inicialmente lo destinamos a casa de veraneo. Nos pasamos años recorriendo ferias de antigüedades para comprar objetos y muebles antiguos que nosotros mismos restaurábamos para decorar la casa. También tuvimos que hacernos autosuficientes ya que aquí no llega nada: tenemos agua de manantial, luz de placas solares e internet y TV por satélite”.
Hoy el molí, que se alquila íntegro como casa rural para ocho personas, conserva todos aquellos elementos estructurales propios de su antigua función: las piedras de molino, las viejas canalizaciones y una balsa con un pozo de presión que hoy ejerce como piscina.
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Una masía
Los imponentes perfiles medievales de Tortosa contrastan con los paisajes naturales y agrícolas de una comarca que presume de tener dos parques naturales dentro de sus límites: el de Els Ports y el del Delta de l’Ebre. La tierra color tostado y los olivos caracterizan el entorno de Els Reguers, un municipio de apenas 700 habitantes por el que, de vez en cuando, se dejan caer los ciclistas que recorren la vecina Vía Verde de la Val de Zafán.
En este lugar de muchos días soleados y vientos de Mistral construyó su chalet de verano un adinerado señor de Tortosa en 1896. Con el paso de los años, y una herencia que no terminó de gestionarse bien, la casa quedó en estado de abandono hasta que el padre de la actual propietaria adquirió la finca con fines agrícolas. Aquella elegante residencia que había presenciado meriendas en sociedad y partidas de cartas a la sombra de los pinos acabó convirtiéndose en un corral para las gallinas.
“Mi padre, que tenía frutales y plantaba hortalizas en estos campos destinó la masía, que estaba ruinosa, a la cría de pollos”, explica Cèlia Ferrando, hija de Tortosa y actual propietaria de una hacienda que gracias al esfuerzo familiar ha recuperado parte de su antiguo esplendor. “Yo la heredé de mi padre hecha una ruina. Dedicamos muchos esfuerzos y dinero para rehabilitarla; incluso plantamos todos estos castaños, pinos y moreras para dar vida a un jardín que estaba totalmente deforestado”. Cèlia logró convertir la vieja masía en el Maset de Castanyer, la primera casa de turismo rural de alquiler íntegro en Tortosa, en el año 2009.
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Una casa de pueblo
En uno de los meandros de ese Ebro que en pocos kilómetros llega al Mediterráneo se refleja, desde hace siglos, la histórica Miravet. Encaramada en un promontorio rocoso y coronada por un castillo templario esta población siempre fue imán de artesanos —es célebre su alfarería— y de numerosos artistas, entre ellos Joaquim Mir, que la plasmaron profusamente en sus lienzos.
En este enclave tan evocador encontramos El Balcó de Miravet, un acogedor alojamiento rural que gracias a la creatividad de sus dos propietarios sigue atrayendo hasta este rincón a autores y artistas procedentes del mundo entero. Hace treinta años, uno de sus artífices, Joaquim Marsal, adquirió tres casas del pueblo que habían quedado abandonadas tras la Batalla del Ebro y decidió transformarlas en algo radicalmente diferente.
Él mismo diseñó una vivienda singular y eficiente energéticamente que debía aprovechar tanto la luz del sol a lo largo de toda la jornada como también las energías de la roca natural sobre la que se asienta. Joaquín —que es pintor y escultor— y su marido Aurelio Monge —reputado fotógrafo— convirtieron aquellas tres viejas casas no solo en su propio hogar sino en todo un santuario consagrado al arte, a la música y a la naturaleza.
“Aquí promovemos el enoturismo. Queremos que la gente que venga a nuestra casa se sienta como en su propio hogar, que compartan con nosotros un pedacito de su existencia y que pasen a formar parte de la historia de este lugar”. La pareja, cuya filosofía de vida se basa en el movimiento slow, en la sostenibilidad y en el respeto por la naturaleza, han convertido El Balcó de Miravet en un punto de encuentro e intercambio entre artistas. Y también en un inspirador refugio —con vistas panorámicas de 180 grados— para todo aquel que quiera alejarse del mundanal ruido.
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