Al sur de Génova, parapetados por vertiginosos acantilados, se encuentran los cinco paese del Parque Nacional de Cinque Terre: Monterosso al Mare, Vernazza, Corniglia, Manarola y Riomaggiore. Durante los últimos años nos hemos acostumbrado a que llenaran de cemento y ladrillo cada metro del litoral mediterráneo, por eso sorprende tanto encontrar casi intacto un pedazo de algo más de diez kilómetros de costa en la Liguria.
No es que no hayan construido, pero lo hicieron de otra manera. Las piedras llevan mucho tiempo formando parte del paisaje pero en forma de muros y bancales en complicados desniveles y equilibrios, donde hasta los pájaros se cansan cuando los sobrevuelan como contaba el poeta Bracelli. Piedras que si fueran colocadas de otra manera formarían una muralla de dos metros de alto y once mil kilómetros de largo, plantando cara a la de China.
La historia nos dice que ni romanos ni sarracenos dieron con Cinque Terre y de los viajeros románticos que llegaron a la cercana localidad de Portofino en el siglo XIX, tan solo Lord Byron caminó por allí. Porque esa es la mejor manera de conocer el parque, recorriendo a pie los escasos kilómetros que separan Cabo Montenero de Punta Mesco o, lo que es lo mismo, la localidad de Riomaggiore de Monterosso al Mare.
Tras los pasos de Montale
Un apodo, el que recibía uno de los miembros de la familia de los marqueses de Obertenghi, fue el que dio nombre a Monterosso al Mare. Debido al color de su pelo su posesión era conocida por Il Monte del Rosso. Dejando a un lado lo anecdótico del topónimo, mis primeros pasos en este rincón del mediterráneo fueron por las páginas de un libro. Eugenio Montale, el poeta que fue premio Nobel de Literatura en el año 1975, fue uno de los que más y mejor cantó las delicias de Monterosso. En sus poemas hablaba de pueblo rocoso y austero, asilo de pescadores. Todavía hoy, esos pescadores se mezclan con los turistas por el laberinto de callejuelas empedradas, arcadas y pequeñas terrazas de las que cuelgan las buganvillas. Son los versos de Montale y los paisajes por él cantados los que componen los principales hitos del pueblo. Esa ruta literaria recorre los lugares por los que solía pasear el poeta en las contadas ocasiones en que le daba la espalda al mar.
Desde Villa Montale se acercaba a la colina de San Cristóbal donde encontramos el convento de los Capuchinos y, siguiendo camino, con toda seguridad se quedaba fascinado ante la iglesia de San Juan Bautista, allí plantada desde el año 1220. Su fachada, en la que destaca un bello rosetón de mármol, es uno de los mejores ejemplos del gótico ligur. De vuelta al azurro se llega a la playa de Fegina y a la estatua del Gigante, protuberancia pétrea que representa al Dios Neptuno. Seguro que uno de los motivos que ataba a Montale a esta tierra eran las anchoas, fresquísimas, siempre en su punto y que los lugareños preparan con mimo, con un celo propio del que se sabe conocedor de algo exclusivo, de un antiguo secreto de elaboración que consigue llevar las anchoas al plato en su punto óptimo de salazón. De los cinco pueblos, Monterosso es el de mayor infraestructura para recibir turismo. Un buen puñado de hoteles y un par de tranquilas playas son un perfecto reclamo para establecerlo como base para las visitas a sus vecinos. Pero quien busque algo más de tranquilidad escogerá cualquiera de los otros cuatro pueblos.
Una de las vistas más bellas del Mediterráneo
La estampa que se tiene de Vernazza desde el camino que llega de Monterosso se encuentra entre las más bellas del Mediterráneo. La que fue Vulnetia o Castro Vernatio (Castillo Fortificado), según constatan los documentos que se conservan del año 1080, es hoy un delicioso amasijo de viviendas con las fachadas pintadas en variados tonos pastel. En tiempos de los romanos fue uno de los principales puertos de abastecimiento del Imperio, como así lo dejó escrito Plinio Cecilio Secondo: “Allí se embarcaban las ánforas de vino y aceite directamente para Roma”.
En la plaza del pueblo la gente busca cobijo bajo las sombrillas de los restaurantes o en el fresco interior de la iglesia de Santa María de Antioquia, un curioso templo con dos cuerpos correspondientes al medievo y al renacimiento respectivamente. El ambiente por las calles es pura película italiana, algo sureño, con la ropa puesta a secar en simples cuerdas, voces y cotilleos que se escapan de las ventanas, callejones con aroma a sofrito y buen pesto, cómo no a la ligur; algún parroquiano en camiseta de tirantes sentado en una silla de anea ante la puerta de su casa.
Si la vista desde el camino a Monterosso es hermosa, no lo es menos la que se tiene camino a Corniglia, el único de los cinco pueblos que no desciende directamente hasta el mar. Pero eso no significa que le dé la espalda.
Corniglia es una especie de balcón colgado sobre el mar, que se encuentra a un centenar de metros más abajo. Si se llega al pueblo en tren hay que echarle ganas y ascender por las rampas de la Larderina, una escalinata de 33 rampas y casi 400 escalones que llega hasta el centro de Corniglia. La iglesia de San Pedro, a mi parecer la más bella de las Cinque Terre, es hermana en estilo de la de San Juan en Monterosso, pero ésta cuenta además con el rosetón y la fachada en mármol blanco de Carrara.
El consejo de un viejo pescador me obliga a retroceder y volver de nuevo al camino que lleva a Vernazza. Tras cruzar un olivar aparece un sendero que lleva a la colina de las Tres Cruces, desde donde se tiene una de las mejores vistas de Cinque Terre.
El néctar de Baco
La siguiente estación es Manarola. El pueblo está abrazado por viñedos plantados en una tierra de extrema verticalidad, que lleva a pensar lo complicados que deben ser los trabajos de la vendimia. Viñedos de los que sale un raro vino del que se ha hablado largo y tendido, el Sciacchetrà. El notario del emperador Federico I se refería, al escribir sobre las costas de Vernazza, a una gente devota a Baco y fray Salimbene de Parma en su Chronica dice que es capaz de tumbar literalmente a un hombre tras haber bebido unos pocos vasos. Definitivamente, algo tendrá este vino cuando hasta Dante habla de él en el canto XXIV del Purgatorio, hace lo propio Petrarca en su Aphrica y Bocaccio en el Decamerón le atribuye la capacidad de curar el mal de estómago del Abad de Cluny.
El nombre Manarola deriva del latín Manium Arula, templo dedicado a Mani, el alma de los muertos. El único lugar que guarda alguna relación con el nombre es su cementerio. El campo santo de Manarola evoca nostalgia y romanticismo, sentimientos plasmados en la obra del poeta Vincenzo Cardarelli: “Abierto al viento y a las olas / cementerio ligur / una rosácea tristeza lo colorea / cuando de noche / igual que una flor / la gran luz se va desvaneciendo y muere”.
Aquí la parroquia está dedicada a San Lorenzo, aunque es más conocido el santuario de Nuestra Señora de la Salud, donde acuden los habitantes en peregrinación cada mes de agosto a celebrar una gran romería para glorificar a la santa.
Desde Manarola parte el sendero más famoso de las Cinque Terre. Durante la construcción del ferrocarril los obreros necesitaron un lugar de paso que además les fuera útil para guardar los explosivos que utilizaban. Años después de finalizar las obras, al descubrir este pasaje, los habitantes de Manarola y Riomaggiore decidieron que sirviera para comunicar los dos pueblos, llamando inicialmente al camino Strada Nuova. Más tarde se convirtió en Via dell’ Amore al encontrar esta inscripción hecha por alguna de las parejas que utilizaban el sendero para jurarse amor eterno ante el Mediterráneo.
Tras el romántico kilómetro se llega a Riomaggiore, un pueblo que parece surgido de la imaginación de un niño con un juego de construcción con piezas de colores entre las manos. Casas apiladas, cálidos colores, miles de ventanas y cuestas infinitas forman un batiburrillo arquitectónico que parece sostenerse de milagro. Algunas de las fachadas del pueblo han sido utilizadas como lienzo por el pintor argentino Silvio Benedetto, que ha recreado escenas clásicas de la vida en Cinque Terre.
Desde Cabo Montenero se tiene la vista de los cinco pueblos alineados, frente al mar, antojándose un milagro que la fiebre constructora no haya entrado como elefante en una cacharrería en este rincón del Mediterráneo.
Gastronomía
Las especialidades de la región pasan por los diferentes tipos de pasta que en Cinque Terre se suelen acompañar de los buenos pescados de la zona. No faltarán en la mesa la sepia y el pescado de roca, las anchoas siempre en su punto y también diferentes clases de marisco. Los cada vez mejores vinos con D.O.C. son una buena elección para el maridaje, sin olvidarnos del raro y delicioso vino Sciacchetrà, que acostumbra a servirse con los postres.
La entidad protectora del Parque dispone de cinco restaurantes (uno de ellos en Via dell´Amore) con una excelente relación calidad precio y una cocina basada en productos locales con D.O.C.
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