Moby Dick comienza con un alegato en favor de los viajes: “Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación”, cuenta Ismael al explicar por qué embarca en un ballenero. Y así es como unos años después, la melancolía llevó a Herman Melville hasta Roma; pero el primer capítulo de la novela se titula “Espejismos”.
En noviembre de 1856, Herman Melville pasó unos días con su amigo Hawthorne en Glasgow antes de seguir viaje a Grecia e Italia. Hawthorne anotó en su diario que Melville estaba como siempre; tal vez algo más pálido y un poco más triste que de costumbre. En la época padecía ataques neurálgicos de cabeza y molestias constantes en las piernas. Continuaba escribiendo pero sin el éxito de la crítica ni del público: mientras vivó, Moby Dick no agotó su primera edición de tres mil ejemplares.
Herman Melville llegó a Roma poco después, en marzo de 1857. Era un hombre deprimido y arruinado que había embarcado en un barco de vapor para viajar de Nueva York a Glasgow meses atrás; pero cualquiera habría podido decir de él al verlo que iba a la deriva. El pasaje lo financió su suegro, el juez Shaw, que consideró la ayuda como un adelanto de la herencia que le correspondería a su hija. Confiaban en que el viaje le animaría. Pero la fascinación que siempre había sentido por la locura comenzaba a ser alarmante para los pocos que le rodeaban.
“Y en medio de todos, un gran fantasma encapuchado, como un monte nevado en el aire”.
Herman Melville llevó un diario con anotaciones telegráficas de aquel viaje. El 15 de marzo, escribe en Roma: “Hoy no vi nada, no aprendí nada, nada me alegró, pero sufrí un poco”. El hombre que escribió Moby Dick llegó derrotado a Roma y volvió a Norteamérica el 5 de mayo. El viaje no funcionó. Preocupado por la falta de dinero, se le ocurrió dedicarse a dar lecturas públicas. En la época, las conferencias no distaban mucho de la mendicidad. Malvivir parece el designio de los escritores que se sitúan fuera de su propio tiempo. Quien se enfrentó al gran fantasma blanco se vio forzado a la indignidad de arrastrarse como un viajante de lencería por auditorios de Boston, Albany, Montreal y Chicago. Comenzó su carrera con una conferencia que tituló Estatuas de Roma.
“Las estatuas hacen de enlace entre los siglos”, el público asiente con la cabeza y Herman Melville, mientras cuida su dicción, mejor que su caligrafía, vigila que ningún periodista copie su lectura para publicarla en la prensa local. Eso acabaría con su negocio tan solo comenzar. Tal vez, durante la conferencia, se veía de nuevo dejando atrás la orilla del Tíber. Es primavera y a los castaños les comienzan a brotar las hojas verdes. Las gaviotas le recuerdan el mar como punzadas de nostalgia por los Mares del Sur de su juventud. La visión de la Basílica de San Pedro se le antoja como una vasta mole rematada por una cúpula que roza el cielo como un globo. Se entretiene con las estatuas de la columnata de la plaza que se asemejan a un ejército de Titanes.
Deja que el sol le caliente, que la brisa, que el arte, restauren su ánimo. Pasea y las estatuas de Roma le calman un poco porque tienen más bien un aire tranquilo y apagado de los hombres a los que no afecta la pasión. ¿Cómo sería una escultura cincelada por los genios de la antigüedad del capitán Ahab?
Todos los días que pasa en Roma se encamina al Museo del Vaticano. Le gusta ver los bustos de Sócrates, de Julio César, de Séneca y Platón porque gracias a ellos comprende sus personalidades mejor que con los libros de Historia. También le gusta pasear por la Sala de los Animales. Pero siempre acaba su visita en el Patio de Belvedere. Se le pasan las horas contemplando el Apolo, la gloria suprema, que despierta la admiración de cualquiera. El Apolo le recuerda a un ángel, mientras que Laocoonte le recuerda que no podemos escapar a nuestro destino: “Los repulsivos monstruos le encierran en sus pliegues y le torturan con agonizantes abrazos”. Luego marcha afuera, entendiendo un poco mejor el espíritu eterno de Roma, y ejercita su imaginación mientras camina hacia el Foro, a los escenarios donde alguna vez se ubicaron las estatuas.
Durante su estancia en Roma, comprende que el Apolo, el Laocoonte, el Moisés de Miguel Ángel, son representaciones de un ideal de nobleza. Las estatuas de Roma, aclara en la conferencia, son expresiones de una utopía. Acaba su lectura diciendo que los gobiernos cambian, que los imperios caen, pero que las estatuas clásicas permanecen como oráculos del tiempo porque fueron creadas por genios que esperaban algo mejor y lucharon por alcanzarlo. Herman Melville tampoco tuvo suerte con las conferencias. El 28 de diciembre de 1891 murió en su casa. El público y la crítica ya lo habían olvidado. La esquela en el New York Times lo llamó Henry Melville. Pero las estatuas de Roma siguen existiendo como ejemplos de la perfección del arte antiguo. Moby Dick es también una estatua de Roma.
Fotos © Rafa Pérez
MUY INTERESANTE.