Lo reconozco: transgredir las normas en los lugares sagrados no es una buena idea. Incluso puede ofender a muchos. Y más cuando se trata de un templo cuyo acceso está restringido a los seguidores de la religión de turno. Pero estaba en Mashhad, a las puertas del mausoleo del Imán Reza —igual que la ciudad de Qom, uno de los lugares más sagrados para los musulmanes chiíes de Irán— y quería conocerlo. Algo me atraía poderosamente. Me iba a saltar las reglas y, sí, confieso que me no me importaba hacerlo.
Avanzaba lentamente dentro del tumulto formado en la entrada y notaba como el sudor frío me inundaba las manos. Sentía que el nerviosismo se apoderaba de mí a medida que me acercaba a los tornos donde cacheaban a la gente. Éramos centenares los que hacíamos cola a las puertas del mausoleo, esperando pacientemente a entrar por el acceso como el agua lo hace por un embudo. Confiaba en pasar desapercibido, en no tener problemas, pero ¿y si no era así? Me había aseado como se merece un lugar así y vestía ropa totalmente respetuosa, similar a la que llevaban todos aquéllos que me rodeaban. Pero ¿y si veían que era extranjero? Y, sobre todo, ¿y si averiguaban que no era musulmán?
El negocio de Mashhad
El mausoleo del Imán Reza se encuentra en Mashhad, una ciudad situada en el noreste del país. Es una población moderna y activa, la más poblada después de Teherán. Aquí no hay casco antiguo ni centro histórico, pero para referencia tienen la tumba del imán, el octavo de los doce sucesores de Mahoma y reconocido como legítimo por los chiíes (una de las ramas del islam, mayoritaria en Irán).
Desde su mausoleo salen radialmente las principales avenidas de la ciudad. Edificios grises, construidos con premura y sin dinero, las flanquean y el tráfico es denso a cualquier hora. Hoy en día se ha convertido en una especie de Meca para los chiíes, especialmente potenciada a partir de la revolución islámica de 1979, y atrae a millones de peregrinos cada año.
Hablamos de religión pero, también, de un gran negocio. Mucha gente vive por y para los peregrinos. La concentración de negocios buscando satisfacer las necesidades del visitante es inversamente proporcional a la distancia al mausoleo: tiendas de objetos religiosos (alfombras y telas con inscripciones religiosas, cuentas, reproducciones del mausoleo, carteles con imágenes de los profetas); restaurantes (que ofrecen, de manera uniforme, kebab sobre arroz); hoteles y pensiones; heladerías; puestos de zumos… y el negocio estrella: las tiendas de fotografía en las que gracias a un fotomontaje es posible retratarse en solitario dentro del mausoleo (algo, de otra manera, imposible pues en su interior no están permitidas las fotografías).
Entrar o no entrar
Estaba a punto de entrar y reflexionaba por qué quería hacerlo. No era provocación, desprecio por esa religión ni interés en vivir una experiencia de riesgo. Se trataba de observar, aprender, conocer cómo viven otras personas sus creencias en uno de los momentos de mayor éxtasis. Era una curiosidad antropológica, lo mismo que creo que me lleva a viajar, a querer ver qué hay más allá; a desear conocer cómo es la vida en otros lugares del mundo; a comprobar que somos tan diferentes y, a la vez, tan parecidos unos a otros.
Absorto en mis pensamientos, llegó mi turno y no pude evitar bajar la mirada, consciente de estar intentando algo que no era del todo correcto. Apreté los dientes mientras levantaba los brazos, pero fui cacheado con rapidez y diligencia, como uno más, e invitado a pasar con celeridad al patio que rodeaba todo el complejo. De tan amplio que era parecía más bien una plaza. Decenas de iwanes (pórticos de arcos ojivales) delimitaban su perímetro, decorados con cerámicas en las que predominaban los azules, verdes y amarillos.
Había mucha gente: unos sentados, otros tumbados (¿incluso durmiendo?) pero la mayoría caminaba hacia una gran puerta dorada en el edificio principal, que parecía el centro neurálgico del complejo. Más tarde comprobé que la enorme cúpula dorada que se levantaba sobre el edificio señalaba exactamente el lugar donde se encuentra el mausoleo.
En el mausoleo
Entramos de manera tumultuosa en el edificio, tras franquear un enorme e impactante iwan dorado. Se palpaba en el ambiente la emoción contenida, el respeto y la devoción de los presentes. El placentero piar de los pájaros del exterior fue reemplazado por un continuo murmullo, suma de los susurros de los cientos de feligreses que desacompasadamente rezaban, leían o suplicaban.
No había un hueco libre sobre las alfombras que ocultaban el mármol del suelo. Mulás mezclados con agricultores, artesanos con profesores, abogados con pediatras… Todos de rodillas recitando versos de memoria, meciendo inconscientemente sus cuerpos al ritmo de su imperceptible cántico, ayudados por rosarios y libros sagrados. Esa apacible tonadilla tan solo era rota en ocasiones por algún feligrés, al gritar alguna consigna o verso que otros coreaban y repetían inmediatamente.
Zigzagueamos entre gente arrodillada y fui incapaz de detenerme a admirar con serenidad toda la belleza de ese lugar: el techo recubierto de miles de cristalitos —que a modo de estalactitas creaba reflejos desconcertantes—, las complejas y ricas arañas que despedían una cálida luz verde, las paredes de mármol, las alfombras del suelo… Parecía que no había tiempo que perder. El objetivo de todos era la tumba, protegida por un precioso y voluminoso enrejado (¿de plata?). Decenas de peregrinos se arremolinaban en torno a ella, empujándose unos a otros, para llegar a tocarla o besarla; para rezar aferrados a ella, dar las gracias por las plegarias atendidas o hacer una donación monetaria, siempre recibida con gusto por los cuidadores del santo lugar.
Me dejé llevar para alcanzar la tumba al igual que la multitud. Había lo menos cinco o seis filas de personas delante de nosotros, aplastadas unas contra otras. Todo el mundo empujaba y llegó un momento en que solo se avanzaba a costa del retroceso de otros. O gracias a ellos: algunos se impulsaban por encima de nuestras cabezas usando nuestros hombros como apoyo, para saltar y colgarse casi desesperadamente a la tumba.
La ansiedad nos embargó a todos. Ya casi estábamos. Ahora yo también sudaba y apenas había pasado un minuto desde que había entrado en aquella melé. El ambiente era casi asfixiante. Metí el codo, luego el hombro y… lo logré. Toqué la reja, la tumba del Imán Rezá, el discípulo de Mahoma. Y sin saber muy bien por qué, yo también me emocioné, como la gente allí presente. A mi lado lloraba un hombre mientras depositaba billetes dentro de la jaula. No era el único que derramaba lágrimas de emoción y felicidad.
Aturdido e impresionado
Salí de allí aturdido e impresionado. Sólo al llegar al patio exterior pude detenerme a pensar, a anotar en mi pequeña libreta lo vivido y sentido. Fue entonces, con calma, cuando me di cuenta de cómo cosas tan aparentemente exóticas (por pertenecer a otra cultura) se parecen en ocasiones tanto a las nuestras.
Pensaba en lo sucedido allí dentro, y me recordó inmediatamente por su intensidad a lo que vemos cada Semana Santa en España (especialmente en el Sur), en muchas de las procesiones que recorren las calles. Apretujones, llantos, cánticos, emoción, respeto y alegría. Es, en esos momentos, en los que uno piensa que por encima de tantas diferencias que unos quieren ver, en el fondo, el ser humano comparte pasiones y emociones independientemente de cuál sea su origen o creencias.
Y es especialmente en esos momentos cuando me alegro de haberme saltado las normas. Porque creo que muchas veces queremos ver y encontrar más diferencias de las que realmente existen. Y así es como al viajar acabamos encontrando más similitudes de las que nunca hubiéramos sospechado.
Qué experiencia tan interesante. Y qué bien contada. Me ha gustado mucho.
Yo no sé si me colaría, me daría un poco de miedo, pero me parece bien compartir esas experiencias para conocerlas desde dentro.
Me ha gustado muchísimo tu relato, Pablo.
Comparto la emoción experimentada; la misma que sentí en mi primer viaje a Siria, en 1988, cuando visité la Gran Mezquita Omeya. Y repetí la visita, dos días después, viernes, a la hora del rezo. Sin palabras.