“Río de los pájaros pintados” así interpretó el poeta Juan Zorrilla de San Marín el origen etimológico de la palabra guaraní uruguay. Es el nombre de un río; un río que a su vez designa a un país cuyo nombre oficial es República Oriental del Uruguay por ubicarse al este de dicho río, el de los pájaros pintados, los urús.
Reconozco sentir debilidad por el paisito (apelativo cariñoso con el que los uruguayos se refieren a su tierra); todo lo que venga de él me parece envuelto en poesía y nostalgia. Nostalgia como la que produce escuchar los discursos de su presidente Mujica, o la evocada en los tangos de Gardel, cuya nacionalidad será por siempre objeto de disputa.
Uruguay es un país envuelto en la nostalgia, pero hay un lugar donde ésta se palpa todavía más. Ese lugar es Cabo Polonio, balneario perteneciente al departamento de Rocha, situado a 90 kilómetros de la frontera con Brasil.
Lobos y naufragios
Su nombre también tiene historia; un par de versiones de la misma, para ser exactos. La primera y más extendida cuenta que Polonio fue un galeón español que naufragó en 1735 frente al cabo en una noche de tormenta. La segunda, que un barco se hundió en 1753 debido a la afición de su capitán —un tal Joseph Polloni—a la botella, siendo éste quien le prestó el nombre. Fuera como fuese, lo peligroso de estas aguas y las diferentes tragedias de las que su costa ha sido testigo hicieron de Cabo Polonio un lugar tan temido como maldito y, hasta hoy, rodeado de leyendas.
A pesar de ello, en los albores del siglo XIX en el Cabo ya se había formado una pequeña aldea de pescadores. Los lobos marinos que habitan las Islas de Torres y la isla del Marco representaban un reclamo muy jugoso, siendo durante muchos años víctimas de la caza: ilegal primero; más adelante, a través de la empresa que gestionaba su emblemático faro (construido en 1881); y finalmente por parte del Gobierno, que en 1914 abrió una planta lobera dando el impulso final para que la población de Cabo Polonio creciera. Afortunadamente, la caza y explotación de estos animales fueron prohibidas en 1998. Los loberos tuvieron que reinventarse, pero Cabo Polonio no desapareció.
Allí donde el tiempo se detuvo
Ni electricidad, ni agua corriente, ni por supuesto wifi. Cabo Polonio es un lugar detenido en el tiempo porque sus habitantes lo han decidido así. En 2009 el área fue declarada Parque Nacional y el asfalto no atraviesa su frontera. Hasta la aldea sólo se puede llegar sorteando dunas a pie, a caballo o en uno de los camiones 4×4 que por pocos pesos acercan a los turistas. Cualquiera que sea el medio de transporte elegido, la emoción es la misma: la de llegar a un lugar aislado y con algo de prohibido, donde todo y nada puede pasar.
Comodidades, las justas; lujos, todos. Si bien los alojamientos en la aldea son en su mayoría espartanos, e incluso aquellos con mayores pretensiones están sometidos al funcionamiento de sus generadores eléctricos, quien va a Cabo Polonio sabe que lo que allí va a encontrar no se paga con dinero.
Dos enormes playas donde presenciar las puestas de sol más hermosas; un faro, hoy declarado Bien Histórico Nacional, convertido en balcón al Atlántico; y suaves dunas de hasta 30 metros de altura sobre las que tumbarse como en el colchón más mullido para contemplar las estrellas. Y no hace falta más.
La gastronomía es otro de los puntos fuertes del lugar, demostrando que los manjares más sabrosos suelen ir de la mano de la sencillez. A las tradicionales empanadas, milanesas y chivitos, tan representativos de la cocina uruguaya, se suman propuestas locales en las que el pescado fresco es el gran protagonista. Si en el imaginario colectivo Uruguay es un país asociado a la carne, basta con ir a Cabo Polonio para comprobar que la riqueza de sus sabores es mucho más amplia. No puede uno abandonar el Cabo sin probar los buñuelos de algas, o su versión del ceviche, tanto mejor si se acompaña de una Pilsen bien fría o con una copa de vino local. Y un mate para terminar. O para empezar, qué más da, si el uruguayo bebe mate entre cada inhalación y exhalación, como si su vida dependiese de ello más que del propio respirar.
Una aldea irreductible
Aunque el mejor acompañamiento a estas viandas será siempre la conversación con sus habitantes; jóvenes, viejos, todos con historias que contar. Historias de naufragios, pero también más cercanas en el tiempo, de los años 60, cuando el Cabo se convirtió en refugio hippie, esencia que aún perdura en sus casitas de colores (aquí llamadas ranchos), en las tiendas de artesanías, en las veladas musicales alrededor del fuego. Historias actuales, de sus enfrentamientos con las autoridades, con los dueños del terreno, con quienes construyen nuevas viviendas de forma ilegal y con quienes decretan desalojarlas. Enfrentamientos con quienes no pagan impuestos y con quien obliga a pagarlos, enfrentamientos con quienes contaminan y con quien pretende privatizar lo que consideran de todos.
Los lugares cambian con el tiempo y Cabo Polonio también, pero su corazón será siempre salvaje. Rebelde, como rebeldes son sus apenas 70 habitantes. Una versión charrúa de la aldea irreductible protagonista en las historietas de Astérix, resistiendo todavía y siempre al invasor pero con los brazos abiertos a los visitantes; a todos aquellos que quieran entrar por unos días en ese territorio sin ley donde por la noche no hay más luz que la de la luna y la del faro. Y es eso lo que allí se va a buscar. Porque, como Jorge Drexler afirma en la canción dedicada al que considera su refugio, “lo que importa en verdad son los 12 segundos de oscuridad”.
Siempre nos transportas a lugares increíbles. Gracias!