El nombre de Madagascar resuena con ecos de exotismo y lejanía. No hay duda de que esta isla —que tiene más de 80 millones de años y es la cuarta más grande del mundo— esconde más secretos y rincones atractivos de los que nadie pueda imaginar. Hay quien la considera un “arca de Noé” vegetal. Los principales protagonistas son los baobabs, unos curiosos árboles que, según la leyenda, “Dios” decidió poner al revés para dar una lección al hombre por deforestar sin piedad los campos. Los lémures, esos primates tan graciosos que sólo se encuentran en Madagascar, son otros de los grandes referentes al hablar de la naturaleza malgache. Eso sin contar otros muchos animales y plantas endémicos de la isla.
En Fort Dauphin, en el extremo sur de Madagascar, se concentran todos estos tópicos. Durante algunos años fue uno de los principales destinos turísticos del país por su entorno inigualable, unas playas de arena blanca paradisíacas, una flora y una fauna de lo más exóticas y una gente estupenda. Sin embargo, su éxito no duró demasiado tiempo.
El comienzo de la colonización
La colonización organizada de Madagascar empezó en 1643 cuando la Compañía Francesa de las Indias Orientales, una empresa que tenía como objetivo controlar el comercio desde el Cabo de Buena Esperanza hasta los mares de Oriente, se instaló en esta pequeña península. El lugar se llamaba Taolagnaro pero los franceses la rebautizaron como Fort Dauphin en honor del delfín, el heredero de la corona —el que sería Luis XIV— que por aquel entonces tenía tan sólo seis años de edad.
Hasta 200 personas llegaron desde tierras francesas a ocupar la región. Construyeron el fuerte Flacourt, uno de los emblemas de la ciudad, que continúa en pie hoy día. Durante más de 30 años convivieron con los malgaches aunque los problemas no tardaron en aparecer. Los enfrentamientos entre colonos y nativos se hicieron habituales y las enfermedades acabaron con muchos de los franceses. En 1674 los colonos abandonaron el lugar. Con los años Fort Dauphin pasó de ser refugio de piratas a puerto de salida en el comercio de esclavos que eran enviados como sirvientes a la India o a las minas de oro de Sumatra. En el siglo XIX quedó anexionada a la colonia francesa de Madagascar.
Cambio de rumbo
La zona comenzó a despuntar como destino turístico debido al entorno natural en el que se encontraba. Sin embargo, un grupo de empresas canadienses y sudafricanas descubrió grandes depósitos de titanio en la zona y la explotación minera destruyó el encanto de la bahía. Lo que era un gran destino turístico en potencia pasó a convertirse en un lugar de paso para los trabajadores de las minas.
Hoy día, al pasear por la ciudad, impresiona la dejadez en la que ha quedado sumida. Enormes socavones y grandes baches jalonan unas calles a medio asfaltar, completamente abandonadas. Los malgaches malviven en pequeñas casas de colores entre las que aparece algún hotel que recibe a los pocos turistas que llegan hasta la zona.
Un paseo por la historia
En un recorrido por la ciudad hay que dirigirse al fuerte Flacourt. Aunque sigue siendo una instalación militar es fácil que dejen entrar al visitante para dar un paseo y poder admirar la costa desde las alturas. Desde los bastiones en los que todavía se conservan algunos cañones puede disfrutarse de una vista preciosa. Y divisar a lo lejos los restos de algunos barcos.
Caminar por Fort Dauphin para introducirse en la vida diaria del lugar no está de más. Es fácil interactuar con los malgaches, siempre dispuestos a esbozar su mejor sonrisa en señal de bienvenida a los occidentales que aparecen por la zona. Los niños, como siempre los más curiosos, ríen alegremente mientras intentan chapurrear las cuatro palabras que conocen en inglés.
Enseguida se llega a cualquiera de las cuatro playas de arena blanca que rodean Fort Dauphin. Debido al fuerte viento que sopla en este punto de la isla no será difícil encontrar a más de un malgache practicando surf. Mientras, los pescadores regresan en sus típicas barcas de madera con la captura del día. Si se quiere, es fácil que por un módico precio alguno de los pescadores improvise un pequeño fuego en la arena para poder degustar las langostas recién atrapadas.
Otros rincones que descubrir
A las afueras de la ciudad, a unos nueve kilómetros, se encuentra la Reserva de Nahampohana. Un paseo por ella, acompañado por un guía, permite conocer algo más de cerca la flora y la fauna de Madagascar. Los lémures salen al encuentro de los visitantes entre bailes y saltos que convierten el paseo en todo un espectáculo. También se puede optar por subir al Pico St. Louis, de 529 metros de altura, y desde el que se obtiene una vista magnífica de Fort Dauphin y la costa. Una manera de introducirse, un poco más, en la verdadera esencia de este singular país.
puffff, que ganitas de Madagascar me acaban de entrar! fotazos y gran resumen!