El bus salió puntualmente, a la seis de la mañana, de la estación de bus de Chiang Rai. Tras algo más de una hora me señalaron un cruce en la carretera a la altura de Ban Pasang, desde donde salía la songthaew —camionetas acondicionadas para transportar pasajeros— hacia Mae Salong. La tarifa tenía que ser de 60 bahts siempre y cuando se subieran un mínimo de ocho pasajeros. Tras más de una hora de espera, allí seguíamos el chófer y yo, así que me tocó negociar por el trasporte entero. Cincuenta minutos y decenas de curvas después, los 400 bahts se me antojaron baratos.
El ajetreo del viaje había dado un buen revolcón a mi estómago, que me recordó que había salido sin desayunar. Mae Salong es un lugar muy tranquilo y aunque los precios doblan o triplican los de otros lugares en Tailandia, siguen siendo precios irrisorios. Tras una ensalada de papaya, arroz pegajoso y un pedazo de cerdo que hacía un minuto estaba en la barbacoa, las cosas se veían de otro color. En concreto, de color verde.


El nombre actual de Mae Salong, pueblo localizado en las Highlands tailandesas, es Santikhiri, pero todo el mundo utiliza su nombre antiguo. La mayoría de sus habitantes son de origen chino, de la provincia de Yunnan, y viven principalmente del cultivo de té. En muchas de las casas del pueblo es posible ver enormes toldos con hojas de té expuestas al sol, tostaderos, pequeñas tiendas de venta de té a granel o establecimientos donde lo sirven. Los almacenes donde tuestan las hojas mantienen sus persianas subidas, lo que resulta toda una invitación al fisgón que llevo dentro.
La comunicación con los trabajadores, que ante mi visita se muestran casi tan curiosos como yo, es casi nula, apenas algún gesto para hacerme entender todo el proceso. Aunque el esfuerzo no se detecta en todos; el carácter chino es mucho más arisco que el tailandés y hace que en algunos casos no se medie ni una mirada. El olor es muy intenso, delicioso. Pese a la mecanización, todavía hay mucho de manual en el proceso: la colocación de las hojas en enormes capazos, la separación tras el primer tueste, la mano que comprueba el grado de humedad prensando las hojas.






Pese a que todo el pueblo está rodeado de campos de té, los más perfectos, los que hacen que un campo de labranza se convierta en paisaje, están a media docena de kilómetros de Mae Salong. Desde la carretera se ven las olas verdes que van perdiendo la definición con la distancia pero no su intenso color. De repente, un campo en el fondo del valle aparece salpicado de chinchetas multicolores. Son los sombreros de las campesinas, habilidosas mujeres que recogen las hojas gracias a precisos movimientos de sus dedos, casi acariciando la planta.
Muchas de las mujeres, probablemente todas, son de etnia akha. Es evidente en las que llevan el característico sombrero con adornos de plata colgando. Algunas se protegen del sol con pequeños paraguas encajados alrededor de su cabeza y varias de ellas mastican betel, sus roídos dientes entre negruzcos y rojizos las delatan. Escupen con frecuencia y vuelven a cargar el lateral de la boca con otro puñado de hojas. El betel —bai plu en tailandés— es cardiotónico, astringente, vermífugo y digestivo. Además, tiene propiedades ligeramente narcóticas y les ayuda contra la fatiga, que falta les hace. Las mujeres mezclan las hojas de betel con polvo de piedra caliza y mascan con fruición. El tanino que contiene la planta tiñe su boca y dientes, y la caliza consume su dentadura. Trabajan de sol a sol. En el rato que estoy con ellas en el campo, sin ser la hora más calurosa del día, las veo chorrear sudor y entiendo un poco más lo del betel.
De regreso al pueblo, uno de los trabajadores de un tostadero agarra un puñado de hojas recién tostadas y obra el milagro; vierte agua hirviendo en una taza metálica y me ofrece un té, la infusión privilegiada a la que solo tienen acceso esos esforzados trabajadores, el placer del primer té. Bebiendo un sorbo me da por pensar que en ocasiones nos vemos reflejados en el líquido del fondo de los vasos. El brebaje parduzco es complicado que te devuelva ninguna imagen, a no ser que mires más al fondo. Es entonces cuando acierto a ver la sincera mirada de la mujer que mascaba betel con fruición y que me pidió una foto, el esfuerzo de las mujeres que tras maratonianas jornadas llevan la hoja de los campos hasta los almacenes, el chaval que arrastra con dificultad los enormes fardos de hojas. También está el trabajador que tiene oficio y sabiduría en sus manos y en el olfato para determinar el punto correcto de tueste; la dueña de la tienda que mira altiva, con una calculadora en una mano y un fajo de billetes en la otra mientras negocia los precios; el niño que sestea a la sombra de los arbustos que rodean la plantación mientras su madre recoge hojas o la señora que calienta agua en su tetera china, sentada en cuclillas a la puerta de su casa mientras, como yo, ve pasar la vida.
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Preciosas fotos, y estupendo relato 🙂
Muchas gracias, Sergi.
Un relato que me hará pensar en el trabajo que cuesta recolectar cada taza de te que nos tomamos, Las fotos preciosas
Muchas gracias, Manuel. Hay tantas cosas sobre las que deberíamos reflexionar para ver el esfuerzo que hay detrás… El té es una más.
buen trabajo Rafa,un cordial saludo
Muchas gracias, Serafin