En el autobús de segunda —con el aire acondicionado mortal— en el que estaba siendo engullido por la ciudad, no dejé de releer las notas y los párrafos subrayados de mi ejemplar de Los detectives salvajes, la radical novela que consagró a Roberto Bolaño como uno de los más importantes escritores contemporáneos. Era la única guía con la que contaba para conocer la Ciudad de México.
Buscando un inicio
El Café Habana, en la novela Café Quito (con Roberto Bolaño, las coordenadas literarias y las reales se confunden), era el lugar de reunión de los jóvenes poetas infrarrealistas (en la novela real visceralistas). Allí firmaron su manifiesto, que resumieron con un “Déjenlo de nuevo todo y salgan al camino”.
Me dispuse a dejarlo todo (de nuevo) y salí al camino (al de una ciudad que me engullía).
El Café Habana se encuentra en una esquina de la transitada calle Bucareli. Hoy, la cafetería parece un lugar sencillo al que acuden cada día oficinistas a almorzar; pero no hace tanto fue frecuentada por simpáticos buscavidas, políticos y literatos de toda clase. Aquí estuvieron Ernesto Ché Guevara y Fidel Castro, Gabriel García Márquez, Octavio Paz… Pedí un café con leche como los que Roberto Bolaño solía tomar, le eché un terrón de azúcar y mientras le daba vueltas con la cucharilla me di cuenta de que el lugar seguía siendo perfecto para iniciar una revolución. Copié algunos párrafos en unas hojas sueltas, las doblé como si en ellos hubiese poemas desesperados (y así era, efectivamente) y salí al encuentro de la ciudad.
El Zócalo como centro del laberinto salvaje
Los protagonistas de Los detectives salvajes se mueven por varios lugares del Centro Histórico de México DF. La novela es un conjunto de encuentros y desencuentros de personajes que no dejan de moverse, que buscan, que esconden o se esconden, que huyen, que saben de la fugacidad del tiempo. Y ésa es, precisamente, la primera impresión que me causó la ciudad. En México DF todo se mueve a gran velocidad. Cada ciudad tiene su propio tempo, la velocidad con la que se ejecuta su cotidianidad. México DF es como una canción punk, veloz y rabiosa, pero bella al final. Nada que ver con el tópico de los mexicanos.
Mario Santiago, que en la novela es Ulises Lima, era el mejor amigo de Roberto Bolaño. En una fotografía de aquellos años de juventud —como si fuera un guiño desde el pasado al futuro para ser leído en el presente— el poeta mexicano aparece en el Zócalo, delante de la catedral. La Plaza de la Constitución siempre ha sido punto de encuentro y reunión, el verdadero corazón de la ciudad. Hacia allí fui, a pesar de que ya nunca encontraremos al amigo muerto poco antes de la publicación de Los detectives salvajes, andando como lo solían hacer ellos, “mirando un punto pero alejándonos de él, en línea recta hacia lo desconocido”. Hubo un tiempo en que entrar en la plaza era un audacia —fue durante el movimiento estudiantil de 1968— pero hoy ya no.
El Zócalo, su nombre informal, está rodeado de edificios monumentales como el Palacio Nacional. Es un lugar rebosante de gente, de turistas que desembocan de la comercial calle Francisco Madero, pero también de personajes que parecen salidos del mundo literario de Roberto Bolaño: albañiles, electricistas y fontaneros que puedes contratar por horas, lectores de manos y de cartas para saber de tu futuro, vendedores de periódicos con más muertes en la portada que un parte de guerra, locos y vagabundos varios, oficinistas colgados de una corbata demasiado estrecha. Todos, detectives salvajes.
Una ciudad de libros y escritores
La calle de las librerías de viejo donde Roberto Bolaño y los demás poetas salvajes robaban libros porque no tenían ni para comer, es la calle Donceles. Yo nunca he robado un libro, pero recorrí la calle, cruzando de acera a acera como en un naufragio para entrar en todas las librerías. Cada una, un mundo de novelas, poesía, libros de derecho, de ciencias, de arte y crítica literaria, revistas, libros descatalogados, libros secretos que guardan historias perdidas de poetas, libros sin tapas como esa edición que encontré de Bajo el volcán, novela de la que Roberto Bolaño tomó una frase y la convirtió en cita para abrir Los Detectives Salvajes, “¿Quiere usted la salvación de México? ¿Quiere que Cristo sea nuestro rey? No”.
Seguí caminando como un detective salvaje, mezclando a Baudelaire con Roberto Bolaño, como un flâneur salvaje. Cerca de Donceles leí una de las notas de la novela. Una en la que Amadeo Salvatierra les cuenta a los jóvenes poetas que sólo él y Octavio Paz se ganan la vida escribiendo en México. Pasé por los arcos de la plaza de Santo Domingo y reí, no pude dejar de reír. Bajo los portales de la plaza se encuentran los escritores con viejas máquinas de escribir, imprentas públicas y material de papelería. Reí por el chiste. Amadeo Salvatierra era un escribano, o como les llaman desde el siglo XIX, un “evangelista”, una persona experta en escribir solicitudes, rogativas, “cartas de madres a hijos, cartas de hijos a sus padres, cartas de mujeres a sus maridos presos, y cartas de novios, claro, que son las mejores, por lo inocentes o por lo calientes”.
La universidad desconocida
Ésta fue la universidad de Roberto Bolaño. La calle Donceles, los escribientes, parques, los cafés de Bucareli, charlas, poemas de locos, libros, muchos libros. La otra, la oficial, sólo la conoció de lejos. La rechazó. No podía perder el tiempo en las aulas, como mucho algún taller de poesía en la Casa del Lago, en el Parque Chapultepec, y se lanzó voraz a la lectura de miles de libros, a la escritura de versos libres, de metáforas sorprendentes, como si supiera el futuro, como si supiera que el destino le aguardaba convertirse en un mito; pero no, no lo podía saber (el desconocimiento del futuro es algo incuestionable).
México DF es una ciudad cultural, llena de librerías, talleres de todo tipo, bibliotecas, cines, revistas gratuitas, conferencias como para llenar toda una vida. En sus calles no encontré más peligro que éste. Ya en los años de Los detectives salvajes la ciudad de México era así. El fomento de actividades culturales formaba parte del plan de reconciliación del presidente Luis Echeverría para hacer olvidar los trágicos episodios del gobierno de Gustavo Días Ordaz, en aquel agosto de 1968 en que llegaba Roberto Bolaño a la ciudad.
La ciudad trágica
“Yo soy la única que aguantó en la universidad en 1968, cuando los granaderos y el ejército entraron. Yo me quedé sola en la facultad, encerrada en el baño, sin comer durante más de diez días, durante más de quince días, ya no lo recuerdo”.
Yo sí había comido, cerca de la Ciudad Universitaria hay comedores populares de comida corrida a donde acuden los estudiantes. Un entrante de sopa, arroz y como plato fuerte un bistec, porque no todo son enchiladas, gringas y tacos en la gastronomía mexicana.
La Ciudad Universitaria es el conjunto de edificios e instalaciones de la Universidad Autónoma de México, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Es toda una ciudad dentro de una ciudad, un laberinto dentro de otro. Me senté en el césped, con el edificio de la Biblioteca Central, cuyas fachadas son resumen de todo el conocimiento que encierran sus libros, enfrente. Traté de imaginar las escenas de violencia cuando el asalto del campus, en septiembre de 1968; pero los pájaros estaban alegres, hacía calor, los estudiantes pasaban con sus libros y sus charlas. Me resultó difícil ver otra cosa, aunque muchos estudiantes fueron encarcelados, y otros, sencillamente, desaparecieron.
Sentí que la búsqueda acababa. Había conocido México DF. De nuevo, la literatura como reveladora de la vida. Los detectives salvajes había sido la mejor guía para conocer la ciudad. Una ciudad en la que entré por carretera en un autobús de segunda con el aire acondicionado mortalmente encendido y que me fue engullendo poco a poco.
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