La mayoría de visitantes llegan a Kioto para conocer sus templos y su bosque de bambú, pero muchos no saben que es una de las ciudades que mejor han sabido conservar las artesanías ancestrales de Japón. Un ejemplo de ello es el kyo-yuzen, un conjunto de técnicas empleadas para teñir los kimonos en el que intervienen nueve artesanos distintos.
La invención del kimono, el atuendo ancestral símbolo de la cultura japonesa, se remonta más de mil años al período Heian (794-1192). Durante siglos fue una prenda de uso diario —la palabra kimono significa, literalmente, vestimenta— y aunque a principios del siglo XX los japoneses adoptaron el yofuku, la moda occidental, esta pieza tradicional sigue usándose en ocasiones especiales como bodas, ceremonias del té, funerales y otros eventos formales.
¿Pero qué hizo que el kimono tuviera semejante éxito? ¿Por qué su diseño trascendió las fronteras del tiempo y llegó hasta nuestros días con tan pocas variaciones? Aunque pueda parecer lo contrario, el secreto fue la extremada sencillez de su confección. Para hacer un kimono se usaba un solo rollo o perno de tela del que se cortaban once metros separados en siete secciones. Dos secciones cosidas entre sí formaban el cuerpo (frontal, por encima de los hombros y espalda), dos secciones las mangas, dos secciones más las superposiciones y con la última se hacía el cuello, dando como resultado final la clásica pieza en forma de T. Era tan sencillo que mucha gente los cosía en casa. Sus ventajas no terminaban aquí, otra de las practicidades que lo convirtieron en pieza de uso diario fue que los kimonos no tenían (ni tienen a día de hoy) talla. Todos se confeccionaban igual y era en el momento de vestirlos cuando, doblando la tela, se terminaba de dar el largo y ancho a la pieza. Además, podían usarse en cualquier época del año. Podemos decir que su versatilidad los hizo eternos.
Pero las cosas cambiaron sensiblemente con la llegada de la moda a la ecuación. En los períodos Kamakura (1192-1338) y Muromachi (1338-1573) los japoneses empezaron a darle mucha importancia a las combinaciones de colores, que se adaptaban en función de factores como los cambios de estación o la clase política a la que se pertenecía. Y el color ya nunca abandonó su papel cardinal en los kimonos. Hay catalogados 220 colores tradicionales, cuyo uso y combinaciones siguen teniendo significado e importancia cultural. Un ejemplo: en el período Edo (1603-1868) los samuráis vestían con la mezcla de colores y estampados que identificaban a su señor. Y las damas que querían vestir a la moda debían respetar una combinación de tres colores diferentes cada mes. Así, en abril se usaban tonos cereza, blanco y burdeos; y en mayo imperaban el naranja, el amarillo y el lila. Fue en ese momento cuando nació en Kioto la técnica de teñido kyo-yuzen, que por aquel entonces, aunque no era la capital del país, sí era el lugar de residencia de los poderes de facto y por lo tanto de las clases más ricas y poderosas de la época. Kioto se convirtió en el epicentro japonés del teñido de las sedas, título que aún conserva a día de hoy.
En Kioto, que acaba de acoger la última conferencia mundial de la UNWTO (Unesco World Tourism Organization), dirigida a implementar el desarrollo sostenible del turismo y la cultura, se han perpetuado hasta 74 tipos de artesanías tradicionales diferentes. Algunas de ellas llevan décadas, incluso siglos, heredándose de padres a hijos. El teñido kyo-yuzen es una de estas artes y lo más asombroso es que necesita de la pericia de hasta nueve artesanos distintos para llevarla a cabo. «El kyo-yuzen surgió en el período Edo gracias a un artista local, Miyazaki Yuzensai, quien decidió aplicar las elaboradas técnicas decorativas usadas para los abanicos en los kimonos», me cuenta Kazuhisa Takahashi, un empresario kiotense cuya familia lleva cinco generaciones dedicada a las artes del kyo-yuzen. «Una de las principales características de este tipo de teñido en nueve fases es que existe un artesano especializado para cada una de ellas. Se necesitan muchos años para perfeccionar una sola de las técnicas. Así, con la máxima especialización de cada artesano, se obtiene un resultado final que alcanza la excelencia», explica el señor Takahashi.
Los nueve intervinientes en el proceso son: el diseñador que concibe el dibujo (zuan), el encargado de copiar ese boceto a escala sobre la seda (shitae), la persona que repasa el trazado con una pasta de almidón para separar las zonas de color entre sí (itome-nori), la que colorea los dibujos con un pincel (iro-sashi), el que cubre los dibujos con una pasta de arroz para evitar que se tiñan en el siguiente proceso (fuse-nori), el que aplica a brocha el color que tendrá la base de la tela (jizome), otro que somete la tela a un proceso térmico para fijar los colores (mushi), otro que lava las telas (mizumoto) y finalmente uno o varios especialistas en los acabados (yunoshi), responsables de aplicar el pan de oro y/o el bordado. «Luego cada firma tiene sus propias variaciones sobre este proceso tipo, por supuesto nuestra diferenciación reside en que tenemos a todos los artesanos trabajando aquí, bajo un mismo techo. De este modo podemos controlar la calidad durante todas las fases de inicio a fin. Y eso es algo inaudito en esta industria, porque lo normal es que cada artesano trabaje en su propio taller y sean las telas las que se desplacen de un lugar a otro», cuenta Takahashi, cuya empresa ha trabajado para miembros de las más altas esferas políticas del país.
Dando un paseo por las instalaciones de la empresa familiar Kyoyuzen Takahashitoku, uno puede contemplar, una por una y en orden, todas las manos por las que pasa una seda antes de estar terminada. Luego ya solo quedará pasar a la confección que la convertirá en un kimono. En una de las salas, el señor Takahashi exhibe una de las joyas de la corona de su factoría, la réplica de un kimono del siglo XVIII que se expone en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. «Fíjate bien —dice señalando uno de los minúsculos dibujos que muestra a varias personas en una ceremonia del té—, el grado de detallismo es extraordinario. Tardamos más de un año en terminar este kimono que está valorado en más de 200.000 euros».
Mi siguiente visita es a otro artesano considerado una rara avis en el mundo del teñido de la seda, Masashige Uenaka, quien realiza por sí solo todos los procesos del kyo-yuzen. El señor Uenaka tiene el taller en su propia vivienda, una de esas casas tradicionales japonesas situadas en el barrio de Haradani, cerca del famoso Pabellón Dorado. «Mi familia lleva generaciones en el arte del teñido. Mi padre, por ejemplo, era especialista en aplicar pan de oro a las telas, pero a mí siempre me gustó dibujar. Después de graduarme en la Escuela Superior de Arte de Kioto, donde aprendí pintura japonesa, empecé a trabajar con el maestro de yuzen Tokio Hata, que en Japón está considerado un tesoro nacional viviente», cuenta el artesano.
Igual que sucedía con los artesanos de Kyoyuzen Takahashitoku, también el señor Uenaka trabaja directamente sobre el suelo de tatami. Mientras cuenta acerca de su vida, armado con un pincel finísimo, va aplicando el color sobre una seda ilustrada con varias aves. «Cuando solo realizas uno de los procesos no tienes control sobre el resultado final de la obra. Por eso yo decidí ir más allá. Mi maestro, que reside en otra provincia donde el yuzen se lleva a cabo por un solo artesano, me enseñó todas las técnicas», explica sin quitar el ojo de la tela. «Estuve trece años con él para aprender lo básico y sigo avanzando un poquito cada día. Yo tengo la ventaja de hacer el proceso completo, pero por supuesto mi trabajo nunca será tan exquisito como el de aquellos que han dedicado toda su vida a una sola técnica, como hizo mi padre». Pero Masashige Uenaka es igualmente un gran artista. Fue uno de los elegidos para formar parte del proyecto Imagine One World, que diseñó los kimonos oficiales de los diferentes países que competirán en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020. «Fue un gran reto diseñar el kimono de Guinea Bissau, un país del que no conocía nada. Pero investigué a fondo sobre su cultura y estoy orgulloso con el resultado. Tardé seis meses en hacerlo», me dice mientras me muestra un intrincado diseño a tinta en el que aparecen monos y árboles de anacardo. Pero su pieza más estimada está expuesta aquí mismo, en su taller: «Es el kimono de boda de mi mujer, mi obra maestra».
Mi última entrevista me lleva hasta el estudio de toda una celebridad local, Jotaro Saito, uno de los diseñadores de kimonos más respetados del país. En su despacho cuelga un retrato en el que se le ve acompañado por Lady Gaga enfundada en un discreto kimono en tonos pastel. El señor Saito, que es conocido por sus diseños revolucionarios, también viene de una familia que ha consagrado su vida al kyo-yuzen. «Mi abuelo Saizaburo Saito ya fue todo un revolucionario en su época, rompió las reglas tradicionales de la combinación de colores y creó sus propias composiciones a las que dotó de un nombre propio», cuenta enseñando unos muestrarios antiguos con recortes de tela. «Mi padre a su vez también introdujo otra innovación: además de concebir la tela del kimono completó el conjunto con un obi (faja) diseñado a juego. Hasta la fecha los obis seguían un proceso completamente distinto, se diseñaban aparte sin tener en cuenta a qué kimono acompañarían». Está claro que la familia Saito ha sido pionera en muchos aspectos y Jotaro también ha añadido su granito de arena, ya que sus dibujos y combinaciones de color no solo se aplican a la seda de los kimonos, sino que también ha explorado otros campos como la tapicería. «El kimono, como todo en la vida, también está sometido en cierto modo a los designios de la moda. Nosotros sacamos anualmente dos colecciones, la de marzo que suele salir con unas 45 piezas y la de octubre que tiene unos 22 modelos. Al final del año habremos producido un total aproximado de unos 1.000 kimonos. Y algunos nos llevan solo un mes de producción, pero para otros podemos invertir hasta un año entero». Saito, que lanzó un kimono hecho con tela vaquera, considera que los kimonos deben ser innovadores y evolucionar. «No puede ser que con tantos avances que logra este país tengamos unos kimonos que son estrictamente igual que hace 400 años. Mi misión es cambiar eso».
La compañía Finnair tiene vuelos a Osaka desde Madrid, Barcelona, Málaga y Alicante, con escala en Helsinki, todos los días de la semana desde 534 € ida y vuelta. Desde el aeropuerto de Osaka hasta el centro de Kioto operan dos líneas de tren: la Haruka de JR, que incluso tiene un tren tematizado de Hello Kitty; y el tren Rapi:t de Nankai.
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