Il n’y a plus que la
Patagonie, la Patagonie, qui
convienne à mon immense
tristesse…
(Blasie Cendrars)
1
N o hay mayor vacío que el de un cielo azul en invierno. Bruce Chatwin y Luís Sepúlveda se reunieron un mediodía de febrero de 1983 en el antiguo Café Zurich de Barcelona. No le tenían miedo al vacío: ambos habían estado en la Patagonia. A lo largo de aquella reunión, se acabaron dos botellas de coñac y varias historias. Antes de despedirse, Bruce Chatwin le regaló a Luís Sepúlveda una de sus libretas Moleskine.
En mi escritorio están las libretas que usé en el viaje por la Patagonia. Todas tienen diferentes formatos y colores porque las fui comprando según se acababan. Sí tienen algo en común con las Moleskine: caben en un bolsillo. Bruce Chatwin fue el motivo por el que viajé hasta la Estancia Puerto Consuelo, cerca de Puerto Natales, en la Patagonia chilena. Era el final del otoño cuando llegué. Se acercaba el invierno austral y ya no esperaban visitas. Me planté en la puerta, hasta que un peón llamó a don Rodolfo.
“Yo no estaba en ese tiempo. No hablé con él, pero sé que estuvo aquí”, me explicó Rodolfo Eberhard con el gesto risueño tras unas lentes de sol antiguas, aún con el mono de trabajo puesto. Hablamos en el porche de su casa. La luz era la de la primera hora de la tarde y si no hubiera sido porque la estancia es un lugar mítico, habría parecido que solo había lo que hay en todos los hogares: una languidez doméstica.
Dos días antes, el cielo era azul y corría un viento gélido. Bruce Chatwin llegó a Puerto Natales en febrero de 1975. En Lima, envió una carta al editor de The Sunday Times, Francis Wyndham, para contarle que por fin había hecho lo que llevaba tiempo amenazando con hacer: huir a Sudamérica. Dejaba atrás una vida para convertirse en leyenda.
2
El movimiento obsesionó a Bruce Chatwin. Pensó titular su primer libro La alternativa nómada. Lo intentó escribir sin éxito durante parte de su vida, pero mucho de ese libro frustrado aparece en Los trazos de la canción y En la Patagonia. Todo libro es una tentativa de cruzar un vacío; a veces se logra y otras no. Como señaló su esposa —más amiga que esposa— Elizabeth Chatwin, lo que le salvó fue su adicción a escribir. Nunca dejó de escribir ni de viajar hasta convertirse en uno de los referentes de la poética del movimiento: inquieto, culto, aventurero, inteligente. Ese fue el personaje que se construyó. En sus cartas está el Bruce Chatwin completo, el que también se mostraba vulnerable, inseguro, temeroso, humano.
“La Patagonia es como la esperaba, pero de forma más intensa”, escribió a Elizabeth desde la Provincia de Santa Cruz. Uno de los primeros recuerdos que conservaba Bruce Chatwin era el de un fragmento de piel colgado como adorno en el comedor de la casa de su abuela, “un trozo pequeño, pero grueso y correoso, con mechones de pelo áspero y rojizo”. La abuela le explicó que era de brontosaurio. En realidad, supo más tarde, no pertenecía a un dinosaurio sino a un mamífero extinguido: el Mylodon darwini. Lo hizo enviar desde Punta Arenas un tío suyo, Charles Amherst Milward —aventurero, nómada, capitán de un barco naufragado en el Canal de Magallanes—. El tío Charlie desenterró los restos en la Cueva del Milodón, en la provincia Última Esperanza, a pocos kilómetros de la estancia donde estuve hablando con Rodolfo Eberhard.
“La historia de Charlie el marino es, como había supuesto en un principio, absolutamente fascinante”, escribía a finales de marzo un emocionado Bruce Chatwin a sus padres. Ya tenía todos los datos de la historia que quería contar.
3
La Patagonia tiene algo de insular, solo que en lugar de océano, hay estepa. Puerto Natales está frente al Canal Señoret, donde suelen verse parejas de cisnes de cuello negro —son bellas, Bruce Chatwin les concedió el premio a la mejor ave del mundo—. A lo lejos, se divisa el Seno Última Esperanza. La provincia se llama así por el navegante Juan Ladrillero, que sintió el vacío del fracaso al perderse en la entrada occidental de ese laberinto que es el estrecho de Magallanes. Puerto Natales fue lugar de exploradores y de expatriados y hoy acuden los montañeros que van de camino a las Torres del Paine —cuando vuelven, lo celebran en la Mesita Grande, con vino y pizza—. Uno de los pioneros fue el capitán Hermann Eberhard.
“En el bar del Hotel Colonial, el director de escuela y un pastor jubilado bebían sus coñacs a la hora del almuerzo y se quejaban discretamente de la Junta. El pastor conocía bien la cueva del Milodonte. Me aconsejó que visitara antes al señor Eberhard, cuyo abuelo había descubierto aquel lugar.”
En la entrada de Puerto Natales hay una escultura del milodón. También hay una lavandería milodón, un radio taxi milodón, los carteles de las calles tienen la silueta de un milodón. Pero nadie sabía dónde había estado el Hotel Colonial ni recordaban a Bruce Chatwin. Entré en un bar. Tenían guanaco estofado, chupe de centolla y cordero; pero lo más económico era la sopa del día y guatitas —juro que no sabía qué eran cuando las pedí—. “Eso del milodón es una leyenda; pero medio real, porque está la cueva donde encontraron unos restos. Vaya a visitarla”, me dijo el chico entre risas cuando le pregunté. Se reía de mi gesto al descubrir qué diablos era eso de las guatitas que me estaba comiendo: “el puro estómago de la vaca”.
Hay parecido entre el retrato de Hermann Eberhard que veo en color salmón —anteojos, barba, bigotes y chaqueta entallada— y este otro de Rodolfo Eberhard —lentes de sol, bigote y mono de trabajo—. El retrato del capitán es de principios del siglo veinte. En 1890, la Patagonia era un vacío en los mapas. Última Esperanza solo era conocida por narraciones de exploradores como Robert Fitz Roy.
“Llegué en 1979. Yo soy la cuarta generación, mi hijo Erik, la quinta. La construcción original no existe ya. El lugar es el mismo, pero las construcciones no. Se quemó. Esa casa donde se reunió Bruce Chatwin y mi abuelo se quemó. Más o menos, todo está reformado, más o menos hará unos treinta años”, me explicaba Rodolfo Eberhard, medio sorprendido de mi interés por su familia.
“Recorrí seis kilómetros a pie desde Puerto Consuelo hasta la cueva. Llovía, pero el sol se zambulló bajo las nubes y centelleó sobre los arbustos”.
4
No era llegar. Era regresar a la cueva. Dentro —el eco en el interior del tiempo— solo se permite avanzar por el sendero construido; norma que, dadas las huellas fuera del mismo, y ya que en la cueva no sucede como en la Luna, donde la ausencia de atmósfera convierta en eterno lo efímero, incumplen muchos visitantes. En algún momento de esta historia, alguien grabó en la parte de arriba de la caverna el pronombre me y pensé en Bruce Chatwin. Cuarenta años antes había tanteado en los agujeros dejados por la dinamita que habían usado los buscadores de oro, con la esperanza de encontrar otro trozo de piel como el que recordaba de su niñez. Cuando ya perdía toda esperanza de hallarlo, consiguió unas “hebras de aquel pelo áspero y rojizo que conocía tan bien”. Siempre es el hallazgo el que da sentido al viaje.
“Chatwin escribió muchas cosas bonitas y otras no tanto. Hay muchas cosas que no corresponden al lugar que describió. ¿Cómo decirle? Puso una fotografía que no corresponde con el lugar. Había cosas que no encajaban exactamente…” De pronto, Rodolfo Eberhard, ese hombre que se mostraba a ratos inseguro con las palabras, me estaba dando la mejor definición que jamás había oído de lo que es la narrativa de no ficción.
Cuenta Elizabeth Chatwin que cuando en 1992 siguió con Nicholas Shakespeare, biógrafo de Bruce Chawtin, el recorrido que éste había hecho por la Patagonia, la gente que había aparecido en el libro se mostraba enfurecida: “Bruce cambiaba un poco a las personas a las que conocía en sus andanzas”. Igual le ocurrió a Jorge Carrión en la Estancia Harberton, cerca de Ushuaia —otro de los lugares importantes en el libro—. Allí se entrevistó con Tommy Goodball, bisnieto de Lucas Bridges, que le dijo que el nombre de Bruce Chatwin era un insulto en la Patagonia porque su libro tenía muchas mentiras. Pero Tommy Goodball no había leído el libro; tampoco, Rodolfo Eberhard. Es la paradoja de la tradición inquieta, explica Jorge Carrión: escribimos sobre unos, pero los relatos están dirigidos a todos los otros. Tal vez, esa sea la forma de salvar el vacío entre lo que anotamos en una libreta de viaje y lo que acabamos escribiendo.
5
Las libretas Moleskine fueron piezas de artesanía encuadernadas a mano en Tours. Hoy las fabrican en serie, y gracias a tipos como Bruce Chatwin —también a tipos como Céline o Hemingway— son populares. Bruce Chatwin siempre hacia lo mismo: numeraba las hojas, anotaba en la contraportada mínimo dos direcciones en el mundo, y anunciaba una recompensa a quien devolviera la libreta perdida.
Cuenta Luís Sepúlveda que cuando recibió el permiso para volver a Chile del exilio —tiempo después de aquel mediodía de febrero en Barcelona— Bruce Chatwin ya había muerto y “que al comprar toda la existencia de Moleskine en una vieja papelería parisina de la rue de l’Ancienne Comédie, la única que las vendía, Bruce se preparaba sin pensarlo para el largo viaje final”.
En la Patagonia, Bruce Chatwin interpretó la alternativa nómada. Quizá era lo único que sabía tocar.
Fotos © Rafa Pérez excepto Cueva del Milodón, Puerto Consuelo y Rodolfo Eberhard © José Alejandro Adamuz
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