A Johannes Kepler, un copo de nieve caído sobre su oscuro abrigo le pareció el mejor de los regalos de un matemático para su amigo, algo caído del cielo y que se parecía a las estrellas. De aquel hecho salió Regalo de año nuevo. Sobre el copo de nieve hexagonal, un ensayo sobre la geometría y la diferencia de forma entre los copos. Con el avance de la ciencia se ha dado respuesta a algunos de los interrogantes que dejaba abiertos el astrónomo alemán, como la razón de que no haya dos copos iguales: un cristal de hielo de tan solo un milímetro de diámetro contiene cien trillones de moléculas de agua. La probabilidad de que todas esas moléculas se encuentren en el mismo sitio en dos cristales distintos es extremadamente baja, cuando no totalmente imposible.
Más números: un muñeco de nieve, de medida estándar, tiene alrededor de cien mil millones de copos de nieve. Pero no fue una cuestión de cifras lo que llevó a la gente del Priorat a levantar muñecos de nieve, como el de Cornudella de Montsant, tras el caos inicial por la nevada caída durante el segundo fin de semana de enero, sino la emoción de ver un paisaje como muchos de ellos no lo habían visto antes. Durante dos días, las horas se volvieron silencio y el cielo echó su velo gris para confundirse con la tierra, dejando el tradicional viñedo en bancales del Priorat cubierto por un espeso manto blanco.
En los dos días posteriores, una vez despejadas las carreteras —la nieve es hermosa siempre y cuando no se tenga que apartar a paladas—, tuve la ocasión de recorrer la comarca para documentar el paso de la borrasca Filomena por tierras de la Costa Daurada. El aire helado cortaba la piel, las vaharadas provocadas por mi respiración dibujaban nubes tan caprichosas como efímeras, y los pueblos del Priorat eran la representación del invierno perfecto: un paisaje nevado a la luz del sol con los tejados de las casas y los campanarios cubiertos por la nieve; aire puro, un resplandor irreal de la luz natural y tonos azulados en las sombras. Cierto es que esa luz, esos colores, responden a una explicación física*, pero en ese momento solo era capaz de ver y de disfrutar de la belleza a la vez que comenzaba a divagar sobre el invierno.
Tras la melancolía propia del otoño, estación que establece la escritura del vino como dijo Neruda, llega el tiempo del letargo, incluso de cierta apatía. Hay una explicación fisiológica: la vitamina D, producida a través de nuestra exposición a los rayos ultravioletas de la luz solar, disminuye y la melatonina, conocida como la hormona del sueño, que tiene una función clave en la regulación de nuestro ritmo de sueño y vigilia, gana la batalla a la serotonina. La cantidad de luz solar es directamente proporcional a la eliminación de melatonina y eso pone patas arriba nuestro reloj biológico. Este fenómeno es especialmente patente en el Mediterráneo, donde además pesa como una losa el recuerdo de los largos días inundados de luz.
Cuando llegó Filomena ya hacía algunas semanas que la presencia de Orión en el cielo, en estas noches tan tempranas, nos avisaba de que fuéramos preparando los abrigos ante el periodo de ausencias que estaba por llegar; ausencia de luz, de hojas y de las flores que se han marchitado; ausencia de las aves de paso que ya se han marchado. Ese, el del cielo y los astros, siempre ha sido un buen calendario. El otro, el que pone orden en nuestras vidas, el gregoriano, nos indica que el 21 de diciembre es el día más corto del año y marca el inicio del invierno en el hemisferio norte. En los días alrededor del solsticio los romanos honraban a la diosa Angerona con una festividad conocida como Divalia o Angeronalia, coincidente con las Saturnales. Considerada una divinidad que ayudaba a las personas a superar el dolor y la tristeza, a Angerona también se le atribuye la capacidad de dar apoyo en los duros días de invierno. La división del año en estaciones bien definidas se desarrolla durante la Antigüedad romana por cuestiones relacionadas con los ciclos agrícolas. Pero a cada cual lo suyo, los samis, que funcionan con parámetros diferentes relacionados con sus grandes rebaños de renos, dividen el año en ocho estaciones. Ese reparto del año en porciones vinculadas a la meteorología es cada vez más difuso —el cambio climático no es ninguna broma—, en los últimos años nos hemos acostumbrado a veranos más cálidos y prolongados y a inviernos cortos y templados. Eso, además, comporta pérdidas incluso a nivel cultural.
Hubo un tiempo en que los saberes sobre el invierno iban incluidos en el acervo que se transmitía de generación en generación, la necesidad de calentarse y afrontar con garantías los meses invernales eran cuestiones más importantes que casi cualquier otra cosa. La matanza se hacía en invierno porque la carne no se echaba a perder tan fácilmente, era conveniente proveerse de una buen cantidad de leña y llenar la despensa con salazones y ahumados. El suministro de velas y las chimeneas bien cargadas no respondían a la preparación de una velada romántica, sino que eran asuntos de vital importancia. La gente se reunía para retirar la nieve acumulada en los caminos, la vida en invierno estaba asociada a muchas penurias pero se fomentaba la cohesión. Pese a la dureza, o precisamente por ello, los meses blancos eran hermosos.
Hablamos de una estación que, tradicionalmente, ha tenido mala fama: se asociaba a los bárbaros con las regiones montañosas y con el frío; en algunas sociedades era considerado el tiempo de las supersticiones, de los muertos y de sus espíritus; y la religión —ay, la religión— veía los acontecimientos climáticos extremos como la intervención directa de Dios para castigar a los hombres por su comportamiento. Para otros, esta mala fama era relativa. Goethe sostenía que el invierno era realmente bello; James Russell Lowell tiraba de eufemismo al decir que es el periodo en el que el año duerme; y a Baudelaire le parecía la estación más bella, la estación de la felicidad. Pero no nos engañemos, esa alabanza del invierno responde a la visión del intelectual acomodado, que podía permitirse un buen techo o el traslado a latitudes más cálidas cuando el mercurio tocaba mínimos. El arte en general, tan proclive a crear en otras estaciones, no ha dado mucha cabida al frío en sus lienzos. La monotonía del blanco y los tonos apagados no debían ser buenos aliados a la hora de despertar la imaginación de los artistas. Hasta el siglo XVI, el invierno apenas se representa más allá de los calendarios agrícolas, tuvieron que llegar la saga de los Brueghel y Hendrik Averkamp para mostrarnos que se podía convivir con la nieve, incluso vivir momentos de placer en los pueblos y paisajes nevados.
Aquí, en lo relativo al arte, hay que esperar a Goya para que nos muestre la estación blanca. Aunque de diversión nada, el invierno de Goya es duro, incómodo y de futuro incierto; nos muestra las limitaciones del periodo invernal y lo vulnerables que somos. Es ya en el siglo XIX cuando el movimiento romántico nos pone a contemplar y nos enfrenta al paisaje nevado, especialmente con la obra de Caspar David Friedrich. Incluso la música, con el Winterreise (Viaje de invierno) de Schubert, da cabida al sentimiento que provocan las gélidas temperaturas, especialmente cuando se sufre de desamor. Esa paulatina transición, a la que sin duda contribuye el romanticismo, conduce a un cambio de mentalidad y se empieza a disfrutar de la belleza de los paisajes nevados y a ver las montañas como una posibilidad más para pasar las vacaciones.
Solemos recordar las riadas, las sequías o las grandes nevadas asociándolas al año en que se produjeron. La de 2021 será recordada para siempre en el Priorat. A menudo se ha escuchado decir a la gente de campo que un año de nieves es un año de bienes, o que la nieve es el abono de los pobres, pero habrá que ver si el temporal ha producido daños en los cultivos, al parecer el olivo es bastante más vulnerable que la viña. Fenómenos así deberían ser una invitación a reflexionar, a analizar nuestro papel en los cambios que se llevan tiempo produciendo en el clima. Hacia mediados del siglo XIX finalizó la llamada Pequeña Edad de Hielo, en ese fin tuvieron que ver las erupciones volcánicas y el aumento de la temperatura por la actividad solar, pero no hay que descartar la posible relación con el acelerado avance de la industrialización y las emisiones de dióxido de carbono de las fábricas. El calor crónico, según algunos científicos, está relacionado con diversos problemas de salud, como las enfermedades cardiacas y el sobrepeso.
El invierno tiende a ralentizar el tiempo, aceptemos esa invitación a detenernos, a concentrarnos en lo esencial, a pasear por la naturaleza con el ánimo de Henry David Thoreau en Un paseo invernal. El escritor norteamericano evocaba la presencia oculta de los animales en sus refugios donde otros solo veían un paisaje monótono y aburrido, era capaz de encontrar belleza en la adversidad como nosotros la encontramos en las imágenes que nos ha dejado Filomena en el Priorat. Antes de que nos demos cuenta asistiremos al espectáculo de la floración de los almendros, el preludio de la primavera, la estación en que el Mediterráneo empieza de nuevo a dar lo mejor de sí. Aunque al escritor Curzio Malaparte, que por lo visto también era hombre de invierno, la primavera no le pareciera una buena idea: «[…] es el insidioso mal del Norte, corrompe y disuelve la vida que el invierno ha preservado y protegido celosamente durante la estación de hielo y reparte sus funestos dones: el amor, la alegría de vivir, el abandono de los pensamientos frívolos y los sentimientos de euforia, el placer del ocio, de las riñas, del sueño, la fiebre de los sentidos, las ilusorias nupcias con la naturaleza».
*Los cristales de hielo son transparentes, pero como en principio absorben en igual medida todos los colores de la luz solar, para luego devolverlos, nos parecen blancos —el blanco es la suma de todos los colores—. Tanta cantidad de luz reflejan que cuando la luna está en fase de cuarto creciente proporciona más luz sobre un paisaje nevado que la luna llena durante el verano. La tonalidad azulada de las sombras se debe a que los fotones de la nieve están formados por mayor cantidad de luz azul que de roja.
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