En el año 1766, el doctor francés Maret recomendaba los baños de mar a los enfermos de frenesí, ninfomanía e hipocondría, y, en general, se admitía como uno de los únicos medicamentos eficaces en el caso de neurosis. Nuestra práctica cotidiana de ir a la playa tiene que ver con esos primeros doctores pero, en realidad, está relacionado con algo más profundo: es fruto de una verdadera revolución cultural. En el periodo comprendido entre finales del siglo XVII y principios del XVIII, se produjo un cambio en la concepción del mar, la costa y el paisaje por parte de la sociedad europea. No fue un proceso fácil, ni rápido. Los primeros científicos nos mostraron las leyes de la naturaleza y los artistas nos enseñaron a ver paisajes donde antes sólo había mitos y miedos.
Dos siglos antes, el día 27 de julio del año del Señor de 1576 fue fatídico para fray Miguel de Aradiga. Sólo hacía tres días que había sido nombrado nuevo prior del castillo de San Jorge de Alfama, construido junto a la costa sur del collado de Balaguer, en los mares de Tortosa, para tratar de combatir los continuos desembarcos de corsarios berberiscos.
El mismo emperador Carlos I había recriminado a los maestros de las órdenes militares de San Jorge de Alfama y de Santa María de Montesa la falta de vigilancia, y les decía: “…habéis de tener guardias en la fortaleza de San Jorge […] para que de día con humo y de noche con fuego dar aviso por la costa correspondiéndose con las otras torres de guarda de aquella marina para seguridad de los navíos y pescadores que por aquellas tierras andan […] Porque dicen que los vaxeles de cristianos que andan en la mar y los caminantes por la tierra, viendo que la fortaleza no señala, pensando que la costa está segura, pasan sin recelo alguno y los moros salen y los toman al descuido…”. [1]
Aquel desgraciado día, fray Miguel de Aradiga y trece personas más habían salido de la fortaleza con intención de inspeccionar la costa cuando fueron asaltados y capturados por corsarios sarracenos en la cala Justell. A fray Miguel lo llevaron a Argel y allí lo compró un moro llamado Cageta. Las crónicas cuentan que fue martirizado y que acabó quemado vivo el 28 de marzo del año siguiente.
Durante siglos, las costas del Ebro fueron parajes solitarios y peligrosos. Prueba de ello son los dos hospitales medievales construidos a ambos lados del collado de Balaguer: uno al sur, en la fuente del Perelló, del que no quedan restos, y otro en la vertiente norte que dio lugar a la actual población de L’Hospitalet de l’Infant. La primera línea de costa se mantuvo deshabitada hasta finales del siglo XVIII, cuando las cosas empezaron a estar más calmadas; hasta que se fundó el pequeño pueblo de pescadores de l’Ametlla de Mar, “La Cala”, como lo llaman sus vecinos.
Hoy, en cambio, aquella peligrosa soledad se ha convertido en un paraíso para los amantes de las calas tranquilas, agradables, resguardadas a la vez que luminosas, verdaderos oasis en un litoral mediterráneo peninsular tan maltratado por el hormigón. Desde l’Almadrava y Sant Jordi de Alfama hasta la población de l’Ampolla, se extiende un litoral de los más diversos del Mediterráneo, donde resulta fácil evocar el aspecto natural que un día tuvo toda nuestra costa. No se trata de una costa virgen, pero guarda tramos donde los olivos se recortan en el horizonte azul del mar y eso ya empieza a ser muy excepcional. La mejor manera de descubrir esta sinfonía de calas y acantilados es, probablemente, recorriendo a pie sus caminos de ronda. El itinerario del GR 92 sigue precisamente estos antiguos caminos de vigilancia.
El malogrado fray Miguel de Aradiga no tuvo tiempo de bañarse en las limpias aguas de sus calas ni de tumbarse relajado en sus playas. A decir verdad, aunque hubiera tenido tiempo, difícilmente lo hubiera hecho. Seguro. Para él y sus contemporáneos, el mar infundía temor y repulsa. Constituía un elemento líquido irremediablemente salvaje que representaba el estado primitivo del mundo. No era sino el sumidero donde había ido a parar la Humanidad pecadora ahogada por las aguas del Diluvio.
Los acantilados que rodean estas preciosas calas eran la prueba irrefutable de la existencia de tal castigo divino, de la acción desgarradora de las aguas al retirarse y de la barrera que Dios había alzado en algunas partes del litoral para contener el abismo. No quiero imaginarme cómo debían interpretar los preciosos colores rojos de los greses del Buntsandstein que aparecen en algunos de los riscos del litoral y se reflejan en la mar, incendiados por el sol más madrugador.
Frente a l’Ampolla se extiende el golfo de Sant Jordi. Bajo sus aguas se halla la más extensa pradera de posidonia oceánica de Cataluña —más de mil hectáreas—, una fanerógama marina que es indicador de la buena calidad del agua. Entre los beneficios de este “jardín marino” destacan la amortiguación del efecto de los temporales en la costa, la producción de oxígeno, el favorecer un hábitat para la reproducción de especies marinas y la fijación de la arena de la playa. Las inmersiones o la simple práctica del esnórquel son buenas opciones para disfrutar de la extraordinaria biodiversidad que genera este privilegiado ecosistema.
El golfo de Sant Jordi abre la puerta del Delta del Ebro. Se trata de una “obra personal” del gran río peninsular. En realidad es un mundo a parte, con más de isla que de continente. Es una llanura en medio del mar. Playas como las del Fangar, Riumar, la Platjola o el impresionante Trabucador, aunque formadas muy recientemente —en términos geológicos—, evocan con fuerza el poder creador y atávico de la naturaleza. El particular paisaje de zonas como El Fangar llamó la atención de la banda irlandesa U2, que grabó allí el videoclip de su tema Vertigo, y del equipo de rodaje de Sahara, que rodó algunas de las escenas de la película que protagonizaron Penélope Cruz y Matthew McConaughey.
Si pueden, háganme caso, aparquen el coche y cojan la bici para recorrer el Delta. Es necesario notar el sol y el aire del mar en la cara para entender ese lugar. No es casualidad que la Unesco incluyera al conjunto de las Terres de l’Ebre en su lista de espacios Reserva de la Biosfera.
En 2017 se celebra el Año Internacional del Turismo Sostenible para el Desarrollo. Terres de l’Ebre ha sido designado, por Global Green Destinations, como uno de los 100 destinos sostenibles a nivel mundial gracias a sus valores medioambientales y a la práctica de un turismo responsable.
La necesidad de desconectar de los acelerados ritmos que nos ha tocado vivir y de reequilibrio personal son una realidad incuestionable. El litoral del Ebro continúa siendo un lugar privilegiado para experimentar los efectos balsámicos de la playa y del mar; ya sea zambulléndose en sus aguas o simplemente paseando en cualquier época del año. Nadie que haya caminado relajadamente por las impresionantes playas del Delta podrá olvidar la sensación de comunión con el horizonte.
En el interior de la bahía de los Alfacs, a buen resguardo de las inclemencias más severas de la mar, se encuentra Sant Carles de la Rápita. Se trata, como l’Ametlla, de un reputado puerto pesquero y junto con l’Ampolla y Les Cases d’Alcanar forman las cuatro villas marineras de las costas del Ebro. La Ràpita, como la denominan sus vecinos, cuenta con unas excelentes playas urbanas, muy agradables y bien cuidadas. La tranquilidad y seguridad de sus aguas las hacen especialmente recomendables para las familias con niños pequeños.
Más al sur, hasta llegar a la desembocadura del Sénia, se extienden las playas de Alcanar. El pueblo se edificó al pie de la sierra del Montsià, un tanto alejado de la costa y de sus peligros más inmediatos. Junto al mar creció un pequeño barrio de pescadores conocido como Les Cases d’Alcanar. Me encantan sus playas de guijarros blancos, como acabados de encalar, por si el paisaje no tuviera aún suficiente luz. Dos antiguos nidos de ametralladora, bañados por las olas, evocan otros tiempos y nos recuerdan algo fundamental: que no hay mas paraíso que el que sepamos encontrar aquí y ahora.
Más información en la página de turismo de Terres de l’Ebre.
[1] Xavier Figueres, Notes històriques de l’Ametlla de Mar. Ayuntamiento de l’Ametlla de Mar, 1991 (pág. 24).
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