Cuando por fin fuimos a la hawaiana Big Island, la diosa del fuego, Pelé, descansaba. Lleva 30 años enfurecida arrojando magma por el volcán Kilauea, pero estos días estaba más tranquila, la lava no llegaba al mar y los focos incandescentes estaban muy lejos de las carreteras y los caminos. Cuando visitamos la oficina de los rangers del Parque Nacional de los Volcanes, las previsiones no eran nada alentadoras.
En los días que íbamos a estar no se esperaba ninguna erupción fuerte y si queríamos ver la lava en acción solo había dos opciones: o caminábamos diez kilómetros por el campo de lava desde el centro del Parque Nacional sin saber muy bien hacia donde ir, o andábamos cuatro kilómetros desde el sur de la isla con un tour guiado que organizaban algunas compañías. Desde el sur se veía la zona activa con prismáticos, pero el paso estaba restringido por atravesar una propiedad privada. Tras descartar nuestra alocada idea de salir de noche, esquivar a los guardas y llegar al amanecer, decidimos contratar un guía que en dos horas caminando nos llevaría a los puntos interesantes. Era la única forma de asegurarnos ver el volcán de cerca sin terminar en el calabozo.
Cuando por fin llegamos después de un buen rato andando a trompicones por el accidentado campo de lava, lo primero que nos llamó la atención fue el sonido, como si se estuvieran asando unas salchichas a la brasa. Enseguida entendimos porqué. En cuanto nos acercamos a los puntos rojos nuestro guía señaló diciendo “Pahoehoe Toe” y descubrimos lo que es el calor. La piedra alcanza una temperatura de 800ºC y el ardor que desprende es tal que uno no puede aguantar más de 30 segundos a un metro de distancia sin salir de allí literalmente ardiendo. Como todavía estaba atardeciendo, empezamos haciendo unas fotos para calentar, nunca mejor dicho, aunque sabíamos que lo bueno estaba por llegar. Cuando se fuese el sol y empezara la “hora azul” sería el momento de actuar. Pero antes había que encontrar un buen motivo.
No estábamos demasiado convencidos con ninguno de los puntos que se abrían en la roca, porque eran focos pequeños sin demasiado interés, así que nos encaramamos montaña arriba. Cerca de nosotros y en cuestión de segundos se abrió un foco más grande y empezó a escupir lava en forma de cascada. Era el momento perfecto, se iba la luz y tendríamos cinco minutos para fotografiar el fenómeno. Toda una vida esperando cumplir ese sueño y ahora se concentraba en un lapso de tiempo brevísimo. Hicimos un montón de pruebas, con diferentes exposiciones para captar la lava en movimiento, congelada, con las estrellas… Con las exposiciones largas era prácticamente imposible aguantar los 30 segundos que necesitaba el obturador: te abrasabas la cara y las manos de sujetar los filtros. De repente empezó a llover, y a soplar una fuerte brisa que empujaba el agua de la lluvia contra nosotros. El agua caía en la lava evaporándose al instante con un leve chasquido. Cuando el calor nos abrasaba la cara, lo único que había que hacer era girarse y dejar que la lluvia nos refrescara. Los cuatro elementos se pusieron a trabajar juntos. Fue uno de los momentos más mágicos de nuestras vidas.
Truco
El mejor momento para fotografiar la lava y los volcanes es por la noche, que es cuando mejor se aprecia el rojo intenso de la piedra incandescente. Si además queremos incluir el paisaje alrededor debemos aprovechar el momento del crepúsculo (la “hora azul” en el argot fotográfico) ya que éste nos brindará un poco de luz ambiente que iluminará el entorno. Para terminar de redondear la foto, luego podemos revelar varias veces el RAW con diferentes exposiciones y así terminar de sacar todos los detalles en luces y sombras.
Fotografía tomada en Big Island, Hawái, Estados Unidos.
Este artículo forma parte del libro publicado por la editorial Anaya, en su colección Photo Club, Fotografía de aventura y en condiciones extremas, de los fotógrafos Kris Ubach y Roberto Iván Cano. Más de 200 páginas con fotografías de gran calidad en las que se explica cómo y en qué condiciones fueron tomadas.
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