La subida a Masada, ya sea a pie o en funicular, supone superar casi 300 metros de desnivel. Sin embargo, la cumbre plana de esta montaña de Judea se encuentra apenas a 33 metros de altitud. En ningún lugar del mundo uno inicia la ascensión a tantos metros bajo el nivel del mar como en los alrededores del Mar Muerto. Unos centenares de metros que suponen la subida a uno de los lugares con una historia más atroz del planeta.
Yo diría que, si las fuerzas lo permiten, se emprenda el ascenso a pie, caminando lentamente por una vereda que culebrea para adaptarse a la pendiente de la montaña. La subida es algo dura, pero sirve para sentir el lugar, lo inaccesible de la cima, el vértigo de la inmersión en la historia. Una subida semejante sirve para que seas consciente del lugar al que te diriges. Sirve también para disfrutar más de la vista desde lo alto, cuando el horizonte se ensancha y se extiende por el Mar Muerto y las montañas de Jordania.
Atrás va quedando el desierto de Judea, como un extraño tapiz que desde el aire adquiere formas que podrían ser sensuales si no fuera por las altas temperaturas. Voy pensando si un lugar es capaz de hablarte, de llegar a emocionarte tantos siglos después de lo ocurrido en el mes de marzo del año 74 de nuestra era. Hay quien ubica la fecha un año antes, pero poco importa el dato exacto. Como en otros lugares de Israel, Masada fue escenario en esos tiempos turbulentos de luchas casi continuas. Un grupo de sicarios, escisión extremista de los zelotes, recuperó Masada, hasta entonces controlada por los romanos.





Los habitantes se prepararon para soportar un largo asedio y para los romanos, Masada se convirtió en una mosca cojonera, como lo habían sido los galos años atrás. Los almacenes estaban llenos de alimentos como el trigo, aceite, vino y dátiles; el arsenal y los conductos para canalizar el agua de lluvia les hizo creer a los sicarios que podrían resistir un asedio de 50 años. Pero no contaban con la obstinación romana. Las legiones iniciaron la construcción de una rampa por el conocido como Camino de la Roca Blanca, más empinado pero mucho más corto que el sinuoso Camino de la Serpiente, que les permitió dominar una posición estratégica.
Al final de la rampa, levantaron una torre de asedio. Los habitantes de Masada, al verse vencidos, tomaron la decisión de llevar a cabo un suicidio masivo. Casi mil personas habitaban la fortaleza por aquel entonces. Se llevó a cabo un sorteo para decidir qué diez hombres se encargarían de matar al resto. Primero, cada padre de familia mató a su mujer e hijos, cortándoles la yugular, para luego acostarse junto a ellos y esperar que los diez escogidos pasaran a matarlo. Otro sorteo decidió también quién sería el último, el que mataría a sus nueve compañeros para luego suicidarse. Cualquier cosa antes de convertirse en esclavo y ver cómo violaban a sus mujeres. Un testimonio aterrador.





Al parecer hubo personas que no se suicidaron (entre 2 y 7 según las fuentes, ancianos y niños), que se escondieron y dieron testimonio de lo que había sucedido cuando llegaron los romanos. Asombrados por el valor de esa gente, los romanos los dejaron marchar. En el museo de Masada se pueden ver —entre otras muchas piezas recuperadas en las excavaciones arqueológicas— unas piezas de cerámica con nombres escritos, probablemente las que utilizaron para realizar el sorteo. El suceso tuvo lugar antes de la revisión o firmeza del Talmud, que ya no permite el suicidio. Tras el recorrido por los baños, los antiguos almacenes, el palacio y el resto de las ruinas me quedé un rato mirando hacia el mar Muerto, hacia ese infinito que se mostraba en la silueta de las montañas. ¿Qué lleva al ser humano a esos extremos? La pregunta quedó rota por el estruendo de un par de cazas de combate. La OTAN hace prácticas en la zona con sus aviones para ver cómo responden en caso de fallo de unos radares calibrados sobre el nivel del mar.


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