Cuando fantaseo con haber vivido en otra época, la Viena de finales del siglo XIX y principios del XX es uno de mis escenarios más recurrentes. En ese periodo, el mundo de las artes estaba sufriendo una profunda transformación. Bajo los nombres de Modernismo, Art Nouveau, Liberty, Floreale o Jugendstil, grupos de artistas de diferentes partes de Europa hacían frente a la incipiente industrialización y reivindicaban el trabajo manual. En Viena, además, los artistas también se “rebelaban” contra el academicismo y el encorsetamiento dictado por un Imperio Austrohúngaro que se tambaleaba.
En 2018 se está conmemorando el centenario de la muerte de cuatro figuras esenciales en al etapa del modernismo vienés: Gustav Klimt, Egon Schiele, Otto Wagner y Koloman Moser. Una buena oportunidad para observar con detalle la pintura de Gustav Klimt, que pintaba señoritas de alta sociedad pero buscaba musas por arrabales y prostíbulos; para conocer la arquitectura de Otto Wagner —la que fue pero, especialmente, la que no pudo ser— y su evolución del sobrio clasicismo a la arquitectura moderna que imponía la época, tal como cuenta en su libro: «Nuevas tareas y perspectivas humanas exigían un cambio o reconstitución de formas preexistentes». También de ver cómo el erotismo de la obra de Egon Schiele sigue causando algunas molestias a la moral o cómo los diseños de Koloman Moser aún tienen vigencia.
Igualmente interesantes son las teorías y la arquitectura de Josef Hoffmann, uno de los fundadores del Taller de Viena y del movimiento de la Secesión. En contraposición a los chicos de la Secesión encontramos el racionalismo de Adolf Loos: fuera las flores, todo ornamento le resulta superfluo en su camino a la perfección, a la pureza de las líneas exteriores. Cual no sería su rivalidad con el estilo de los Wagner, Klimt y compañía, que puso el título Ornamento y delito a uno de sus artículos de opinión. Con todos ellos nos paseamos por la Viena de 2018, por el legado que nos dejaron y por una visión del mundo y del arte que sigue siendo muy atractiva. Recordemos, si no, una de las frases que se dijeron aquellos frenéticos días: Todo arte es erótico.
El contexto
El Imperio Austrohúngaro está viviendo sus últimos días y la vida política es convulsa, sin embargo, la vida cultural es prolífica y bastante activa porque el oficialismo quería mostrar una imagen de normalidad, además de apertura y liberalismo de cara al exterior. En Viena no solo hay cambios con la acogida del modernismo en las artes y la arquitectura, también son los días del psicoanálisis, del dodecafonismo en la composición musical —doce tonos frente a los siete convencionales—, de una nueva filosofía del lenguaje. La ciudad se convierte en un referente mundial en artes y ciencia.
La burguesía liberal fue la impulsora, por la necesaria contribución económica, de mecenazgo, de todo ese desarrollo artístico. En la arquitectura, porque consideraba el hogar como un refugio frente a la ciudad que asfixiaba, necesitaba encontrar el confort en la calidez de lo cotidiano y el modernismo le proporcionó tanto un tejado como los objetos con los que amuebló y decoró sus hogares. Las clases acomodadas valoraban el arte como un importante elemento de educación y formación moral; representaba la materialización del progreso. Los artistas tuvieron en la revista Ver Sacrum (Primavera Sagrada) un altavoz para expresar su filosofía. En esas páginas, el poeta Rilke escribió sobre los principios del movimiento: «No conocemos ninguna distinción entre arte elevado y arte menor, el arte para ricos o el arte para pobres. El Arte es un bien común». Hermann Bahr, padrino intelectual de los secesionistas, también ofreció algunas claves: «Queremos declarar la guerra a la rutina estéril, al rígido bizantinismo, a todas las formas de mal gusto… Nuestra Secesión no es un enfrentamiento de los artistas modernos con los viejos, sino una lucha por la revalorización de los artistas frente a los buhoneros que se las dan de artistas y que tienen interés comercial en evitar que el arte pueda florecer».
La Wiener Sezession, formada por cuarenta artistas, jóvenes en su mayoría, buscó la apertura de su arte y, asimismo, la entrada de arte extranjero que enriqueciera sus propuestas. Todo esto propició un alto nivel cultural, se discutía sobre arquitectura, bellas artes, música, literatura, filosofía o medicina, con un argumentario sólido. No era cuestión baladí, estaban buscando la utópica transformación de la sociedad a través del arte. Ni siquiera Francisco Fernando pudo hacer nada por detener ese desarrollo artístico; el sucesor del Imperio Austrohúngaro, que acabó siendo asesinado en Sarajevo, estaba totalmente en contra del modernismo.
Ellas
Hay un elemento común entre la obra de Klimt y la de Schiele: las mujeres y su belleza. Nada hubiera sido lo mismo sin ellas. A algunas de las de Klimt cuesta aguantarles la mirada, son el prototipo de femme fatale, mujeres que muestran virtud e inocencia y dejan entrever misterio, cierto peligro, sexualidad —Freud debía estar encantado—, y una expresión orgullosa de distancia, de dominio sobre el hombre. Tanto es así que los burgueses judíos, que habían encargado un par de cuadros de Judit, la prefirieron presentar como Salomé: no podía ser que una mujer con el orgasmo dibujado en la mirada fuera la representación de una viuda judía. Todas esas mujeres que posaron en los cuadros tuvieron vida y cierta relevancia en la sociedad vienesa. La más conocida fue Emilie Flöge, prima y amante de Klimt, protagonista de algunos de sus cuadros y propietaria de un salón de moda, Schwestern Flöge, en la Mariahilferstrasse de Viena, que en sus mejores tiempos llegó a emplear a ochenta modistas. El pintor diseñó algunas telas para los modelos de alta costura que luego vestían las burguesas con posibles. Para Klimt el vestido siempre fue tan importante como la modelo, aunque su intención primera era pintarlas siempre desnudas. Cuando no las puede pintar desnudas son los elementos como sombreros, hojas, flores o los peinados, los que sugieren o refuerzan el erotismo de las mujeres. Cuentan que incluso a algunas de las vestidas las pintó antes desnudas, como pudo ser el caso del cuadro La novia.
Berta Zuckerkandl, escritora y periodista, conocida como Berta “La Salonnière” porque tuvo un salón literario de atmósfera liberal, fue una de las mujeres más importantes de ese periodo. Fue una firme defensora y promotora de Viena como ciudad de vanguardia en arte, diseño y literatura. Su salón tuvo un papel destacado en la creación de la Secesión y de los Talleres de Viena. Allí se reunían Stefan Zweig, Gustav Mahler, Arthur Schnitzler, Gustav Klimt o Max Reinhardt, entre otros. En el periodo de entreguerras tuvo el suficiente temple para reunir a gente de diferente pensamiento político. Aunque una de sus virtudes fue la diplomacia —intentó conectar a Francia y Austria en la I Guerra Mundial—, su entrevista a Klimt, cuando rechazaron los paneles que pintó para la universidad, puso el dedo en la llaga de la intolerante moral de las instituciones oficiales.
Wally Neuzil fue la musa de Egon Schiele, aunque antes se habían cruzado madre, hermana, amantes y esposas, en la vida del pintor. Sus cuadros de mujeres fueron polémicos entonces y lo han vuelto a ser un siglo después, cuando para la publicidad de una reciente exposición taparon las partes desnudas del cuerpo y utilizaron el lema: “Lo sentimos, cien años después sigue siendo demasiado atrevido”. Lo cierto es que solo desde la superficialidad se pueden verter este tipo de análisis. La profunda psicología, el padecimiento y las obsesiones que hay en sus retratos requieren de una mirada mucho más profunda, solo así se puede entender a este genio del expresionismo.
La segunda mujer de Otto Wagner, Louise Stiffel, fue el amor de su vida. En la etapa final de su primer matrimonio, el arquitecto le escribía: “No importa dónde pase mis noches, incluso cuando estoy involucrado en una apasionada discusión de cuestiones artísticas en el Kuenstlerhaus, siempre estoy insatisfecho cuando vuelvo a mi prisión moral, también conocida como mi casa […] Encontrarás en mí todo lo que un verdadero caballero es capaz de hacer”. Cuando Louise falleció de cáncer, Wagner inició un diario en el que le hablaba a su esposa. Acababa firmando cada nuevo escrito con “Tu Otto”.
Incluso en la obra de Adolf Loos, tan antiornamental él, las mujeres tuvieron representación: identificaba las líneas horizontales con la mujer y las verticales con el hombre, en una alusión erótica no tan difícil de adivinar.
Los cafés
Para comprender una parte del movimiento estético modernista hay que visitar los cafés de Viena. La clase trabajadora era el pilar de la sociedad de bienestar pero estaba excluida de ella por la precariedad laboral, con salarios insuficientes. Encontró el necesario refugio en los cafés, que se convertían en una suerte de símbolo del placer, en los espacios donde disfrutar de la merecida calma en sus pocos momentos de ocio. El café era —es— una institución en Viena, lugares donde ir a pasar el día entero, socializar o charlar de lo divino y lo humano: los artistas y los escritores se sentían cómodos en ese ambiente. Viena fue el fondo de muchos de los relatos y novelas de Stefan Zweig, algunas veces mencionada directamente y otras por intuición: los barrios estudiantiles, los libreros de viejo como el entrañable Mendel, el primaveral paseo de la prostituta Lise por el parque del Prater, los edificios donde desconocidas escriben sus cartas, y cafés como el Gluck, donde el escritor sitúa la escena de su delicioso título Mendel, el de los libros. Si bien los cafés Central y el Museum son esenciales en las fechas que nos ocupan, para el Gluck siempre me he imaginado un lugar como el café Hawelka, que abrió sus puertas con ese nombre en 1939, aunque anteriormente también había sido un café.
Cada vez que visito Viena acabo sentado en una de las mesas del Hawelka, aunque esta vez ha sido diferente. En mi última visita a la ciudad, el señor Leopold Hawelka todavía ocupaba su mesa, bien es cierto que con la mirada algo perdida porque Josefine, la compañera de su vida, ya no estaba para saludar a los clientes uno a uno al llegar la noche y relevar a su marido. Aún así, el entrañable propietario siempre estaba dispuesto a saludar a cualquiera que se acercara a su mesa.
Una parte de mis sueños viajeros se ha gestado allí, bajo el entramado del techo y su característico tono conferido por el humo de miles de cigarrillos. Todo el que quiso ser algún día, el que fue, el que es, ha pasado por el Hawelka. Y lo seguirán haciendo.
Ahora está al frente del café uno de los hijos de Leopold, Günter. Tengo grabada la imagen en la que se acercaba a su padre, para darle un beso y provocar su sonrisa, cómplice, pensando quizás que era un pesado pero en el fondo encantado de que la gente le devolviera una parte del cariño que él llevaba dando gratis, como el segundo vaso de agua, toda la vida. Seguiré visitando el Hawelka cada vez que me acerque a Viena, para tomar una taza de café y un buchteln, ese bollo esponjoso del que el argot ha tomado prestado el nombre para significar algo falso, carente de consistencia.
Otro de los cafés históricos es el Sacher, en el hotel homónimo situado detrás de la Ópera. En ninguna de mis visitas he perdonado un pedazo de tarta, uno de los grandes clásicos de la repostería internacional: chocolate, más chocolate, mermelada de albaricoque, la bola de nata para acompañar. Clasicismo, elegancia y entrenados baristas que sirven, a porciones o entera, hasta 360.000 Sachertorte al año.
La obra
“A cada época su arte, al arte su libertad”. Esta es la frase que encontramos escrita en la entrada del edificio de la Secesión. Esa libertad del lema de los secesionistas no siempre fue bien entendida por todos. Francisco José concedió a Klimt la cruz de oro al Mérito, seguramente de cara a la galería, pero lo de hacerle profesor titular de la Academia ya era otro cantar. Las obras de Klimt y Schiele fueron motivo de crítica una vez sí y otra también. Ya habíamos hablado del rechazo de los paneles que Klimt pintó para la universidad, pero el sector más conservador no dejaba pasar una sola oportunidad para lanzarse a la yugular de los artistas. La exposición en la que se mostró por primera vez el Friso Beethoven fue un fracaso: las tres Gorgonas estaban desnudas y Klimt no escatimó en falos, chorreones de semen y óvulos.
Las visiones que tuvo Klimt nos han llegado llenas de vida a través de sus cuadros, pero la muerte también suele estar presente en un pulso constante entre el Eros y el Tanatos, aunque sin ese punto tan dramático del mundo hecho añicos de Schiele. Al contrario que sucede en la obra de Schiele, en los cuadros de Klimt las personas no sienten temor ante el aliento de la muerte, admiten su presencia como algo natural.
Estableciendo un orden cronológico, deberíamos empezar la visita en el Burgtheater, donde un veinteañero Klimt pintó el Altar de Dionisos, el Teatro de Taormina y una representación de la escena final de Romeo y Julieta, entre otras obras. Dicen que en la representación shakesperiana está el único autorretrato que conocemos del artista, no demasiado dado al selfie: “El que quiera saber algo sobre mí deberá observar mis cuadros e intentar reconocer en ellos qué soy y qué quiero”, solía decir. Ese trabajo le propició el encargo del Kunsthistorisches Museum (Museo de Historia del Arte). En las enjutas y los intercolumnios pintó figuraciones alegóricas del arte, con escenas del arte egipcio, la antigua Grecia y el Renacimiento Italiano, en lo que se considera el inicio de su camino estilístico hacia el simbolismo y los elementos decorativos y florales.
La Muchacha de Tanagra, una de las escenas pintadas, bien pudo ser la primera de sus mujeres fatales; si bien la iconografía es griega clásica, la cara maquillada como una chica de vida disoluta refiere a su época. Fue una constante en su obra, mostrar caras, miradas y expresiones de mujeres mundanas. Esas pinturas del museo también son los inicios de su preocupación por el horror vacui.
¿Qué hace que nos detengamos ante un cuadro? ¿Por qué convertimos una obra de arte en icono, con todo lo positivo y lo negativo que conlleva, y no otra? ¿Dónde reside el magnetismo de El beso?, una de las pinturas más conocidas del arte universal, la obra más importante de la etapa dorada de Klimt y que podemos admirar en una de las salas del Belvedere. En esa etapa dorada pinta como el que ordena teselas, dando a sus obras aspecto de mosaico bizantino. En El beso vemos al hombre elevado sobre ella, agarrando la cabeza de la mujer con sus enormes manos, pero el hecho de que él aparezca de lado hace que enseguida centremos (toda) la atención en la mujer —no olvidemos que hablamos de Klimt—, en su expresión. Un primer vistazo podría sugerir que ella se está apartando, pero prestando más atención vemos sus manos relajadas y que la cara sugiere que es feliz con ese momento de cariño, momento que comprendemos que es de placer cuando vemos la postura de los pies, con los dedos encogidos sobre la alfombra de flores que le sirve de base. Magistral.
Sin embargo, hay otras de sus obras que me provocan tanta o más atracción que El beso, y sin duda más emoción. Por poner solo dos ejemplos que podemos ver sin salir de Viena, está la Judit I, en el mismo Belvedere, y Nuda Veritas, en el Kunsthistorisches Museum. Ambas son mujeres que llegan a ruborizarte, a las que, como comentaba más arriba, cuesta retenerles la mirada: es más una especie de reojo voyerista lo que te lleva hasta ellas. Nuda Veritas no fue un encargo y se nota por la libertad que transmite el cuadro. Por cierto, no quiero irme por las ramas del arte pero algunos ya conocéis mis debilidades, así que cuando vayáis a ver Nuda Veritas no dejéis de ver el cuadro El arte de la pintura de Vermeer.
Para la obra de Egon Schiele nos vamos hasta el museo Leopold, que alberga más de 40 pinturas y unos 180 dibujos del pintor. ¡Cuánta agresividad, desesperación y franqueza en su obra! En su poesía, faceta bastante desconocida de Schiele, nos habla de “exceso de vida” y de “agonía del pensamiento”. A lo largo de la historia del arte y la literatura, el sufrimiento ha sido una musa habitual, pero en el caso de Schiele más que una fuente de inspiración fue un modo de vida. Como resultado del viaje de introspección que hizo durante su corta vida —murió con tan solo 28 años— vomitó obsesiones por sus pinceles: su trazo neurótico nos habla de la preocupación por la angustia de la soledad, el erotismo, las relaciones con los padres, la maternidad, el conflicto entre la vida y la muerte.
Salimos de los museos y nos enfrentamos a la ciudad para encontrarnos con Otto Wagner y ver cómo hizo la transformación desde el historicismo cultivado a una modernidad totalmente liberada, sin compromisos. Escogió el camino del cambio gradual, antes que el de la ruptura radical, para diseñar edificios funcionales y modernos. Hay que tener en cuenta que el modernismo era cosa, principalmente, de jóvenes y Wagner pasaba holgadamente de la cincuentena cuando abrazó ese estilo. Eso no fue obstáculo para que fuera el arquitecto más destacado de esa corriente y referencia para el resto de sus homólogos europeos. Sus obras más destacadas son las estaciones de metro de la Karlsplatz, la casa Mayólica, ubicada frente al mercado Nachtmarkt y decorada con azulejos con flores rosadas; el edificio Ankerhaus en Graben, la Caja Postal, y, ya en las afueras de la ciudad, la iglesia de Steinhof y las Villas Wagner.
Alfred Loos, mientras tanto, volvía a la carga en su ensayo El pobre hombre rico, hablando de una arquitectura ridícula concebida más para mirar que para habitar. No queda sino dar las gracias a todos los que hicieron de los años del modernismo una de las etapas más interesantes en cuanto a pensamiento y desarrollo artístico de Europa. Como la mayoría de nosotros no podemos aspirar a habitar o a poseer ninguna de sus obras, nos seguiremos acercando a mirar. Aunque, como en algunas obras de Klimt, sea de reojo.
Para más información sobre las exposiciones y las celebraciones del año del modernismo vienés puedes consultar la página de Turismo de Viena.
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