Recuerdo que alguien me dijo una vez: “Viajar es como abrirse paso entre la espesura de la selva, a machetazo limpio para, poco a poco, ir creando un claro”. ¡Pues resulta que tenía razón! Recuerdo mi primer viaje al Ladakh, sin conocer nada, ni a nadie y tener que abrirme paso “a machetazo limpio” —metafóricamente hablando, claro está— entre la selva espesa del desconocimiento, de la “otredad”. Caras amables de ojos almendrados barrían la pista de aterrizaje del aeropuerto y un simple hangar hacía las veces de sala de estar, donde aquellos que tenían la suerte de conocer a alguien o tener familia en el lugar eran calurosamente recibidos a la intempestiva hora de las siete de la mañana: los vuelos para cruzar el Himalaya se efectúan preferentemente de madrugada, para evitar las peligrosas turbulencias creadas por las corrientes de aire ascendentes.
Un gran rótulo anunciaba a los visitantes que debían tener cuidado con el mal de altura. ¿Mal de altura?, me dije respirando con cautela, calculando mis pulsaciones. ¡Pero si me encuentro fantástico!
¡Qué iluso!, pocas horas después me encontraba literalmente tirado en un camastro, con una botella de litro y medio de agua embotellada, una taquicardia desbocada y sin poder enfocar la vista correctamente. Y aún peor lo tuvo la escocesa que llegó conmigo, que tuvo la nefasta idea de tomarse una cerveza nada más llegar para celebrar que habíamos salidos indemnes del viajecito en avión. “Pero si me encuentro fantástica”, dijo apurando su cerveza. A la mañana siguiente, tuvo que dejar urgentemente el Ladakh en el primer vuelo disponible.
Leh no es lo que parece
Leh, la capital, difusa y extendida, se encuentra a más de 3.500 metros de altitud y debemos guardar el debido respeto a la diosa “altura” para que, una vez aclimatados, podamos viajar tranquilos por el Ladakh o las zonas limítrofes: el Zangskar, Lahoul y Spiti, o el valle de Nubra. El truco es sencillo, dos días de tranquilidad y calma con el siguiente menú estricto: primer plato, un paseo por el centro de Leh a partir de la primera tarde, gozando del ambiente del centro urbano, de las tiendas y de los muchos servicios que —aún aquí— encontraremos; segundo plato, ascensión al precioso Tsemo Gompa, el “Fuerte Rojo”, que se encuentra enclavado en la cima de un picacho enhiesto, abrigado por coloridas rlung rta, las banderolas tibetanas llamadas “Caballos del viento” porque cuando Eolo las impulsa parecen la crin de los équidos cuando van al galope tendido; y de postre, la ascensión a la preciosa Shanti Stupa, que con sus 542 escalones pondrá a prueba de forma definitiva nuestra aclimatación. Será la guinda. Además, la prescripción médica resulta clara y diáfana: beber mucha agua, nada de alcohol, dormir lo que se pueda y no cansarse demasiado.
Aunque no lo parezca, estamos asentados en uno de los ramales de la mítica Ruta de la Seda y Leh, históricamente, se encuentra en el lugar idóneo para comunicar el Tíbet al norte —recordemos que tradicionalmente al Ladakh se le ha llamado “El pequeño Tíbet”—, con India y el Kashmir al sur, Nepal al este, y Pakistan al oeste. Geográficamente nos encontramos al norte del Himalaya —por tanto en Tíbet, por mucho que digan misa los chinos—, pero políticamente estamos en India; esto facilita enormemente las cosas, mientras que para visitar Lhasa y el resto del Tíbet en general, necesitaremos subyugarnos a los designios de los gobernantes chinos y sus extraños vericuetos burocráticos, en Ladakh podemos visitar libremente la región con nuestro visado indio.
Por otro lado, un 80% de población de esta región profesa el budismo vajrayana, de corte eminentemente lamaísta. Esto, junto a una población creciente de exiliados tibetanos que aún hoy saltan las fronteras de China de forma fraudulenta para refugiarse en diversas zonas de India —especialmente en Dharamsala, el Sancta sanctorum de su eminencia el catorceavo Dalai Lama—, nos garantiza poder contactar con suma facilidad con la cultura tibetana, asentada en esta zona desde hace milenios. De hecho, la región estuvo poblada por los dardos —de los que tanto nos hablara Michel Peissel en sus libros—.
Ladakh, que antiguamente fue llamada Maryul —Tierra roja— por sus pobladores, es el distrito situado a mayor altura de toda la India, razón por la cual resulta imperativa una buena aclimatación. Avanzamos, pues, por las callejuelas del antiguo Leh en nuestro primer día de estancia, donde, aunque no lo parezca, conviven cerca de 30.000 almas concentradas a los pies del río Indo, conocido por los lugareños como Sengge Kebab, el “río nacido en la boca de un león”. Uno se da cuenta enseguida de la despoblación general de esta vasta región cuando divide la población esparcida por los dos distritos de que consta el Ladakh entre la superficie de la región: 117.600 en el distrito de Leh y 115.200 en el de Kargil en 86.904 kilómetros cuadrados. El resultado no llega ni a medio habitante por kilómetro cuadrado. Este dato resulta fundamental para entender porque en Ladakh casi todo el mundo te sonríe y te saluda con efusivos “Ju-leeeeeeee!”, un saludo polivalente que se utiliza para decir hola, adiós, ¿qué tal estás?, ¿cómo te va todo?, ¿cómo te encuentras? y ¡que aproveche! Cuando coincides con alguien que viene andando por el monte, en dirección contraria a la tuya, te lanza el saludo cuando estás a veinte metros de distancia o más.
En Leh quedamos admirados al contemplar la mezquita de Jama Masjid, construida en 1661 y con capacidad para quinientos fieles. También podemos visitar el gompa —monasterio— situado en el mismísimo centro de Leh, aunque se trata de un edificio funcional sin ninguna particularidad destacable, o el majestuoso —aunque también ruinoso— palacio de Leh, la soberana construcción que fue erigida en el siglo XVII, sobre una colina que domina toda la ciudad, por el gran Sengge Namgyal, a imagen y semejanza —aunque a bastante distancia, visto el resultado— del gran templo tibetano del Potala, en Lhasa, en su día, capital del emporio religioso tibetano.
Monasterios y más monasterios
La belleza de esta región elevada radica en sus montañas, con el Stok Kangri, de 6.150 metros, bien visible desde Leh, en sus valles, en sus poblados eminentemente agrarios y ganaderos; y en su gente. Pero muy especialmente en sus monasterios budistas, situados en cada población importante. Una mayoría aplastante de los ladakheses son budistas (54%), aunque un 45% son musulmanes chiitas, concentrados mayoritariamente en el oeste, cerca del Pakistán, y en la capital. Tan solo un 1% son cristianos, debido al establecimiento de misioneros de la iglesia Morava en 1885. Hay un apunte que no suele aparecer en las guías de viaje y que, sin embargo, reviste una importancia capital para comprender esta región: hay cerca de 400.000 soldados hindúes casi invisibles que habitan en los campamentos militares, fuera de las localidades y alejados del flujo de turistas, que profesan el hinduismo, la mayor parte de las veces en sus mismos campamentos.
Toda esta amalgama de creencias religiosas o espirituales conviven más o menos pacíficamente mientras desarrollan sus actividades profesionales sin solaparse entre sí: así pues, mientras los soldados vigilan acérrimamente las fronteras con Tíbet, políticamente China, y con Pakistán, especialmente en el glaciar del Siachen, los musulmanes se dedican a los oficios de carnicero —prohibido para los budistas—, panadero y transportista, mientras que los budistas se dedican al pequeño comercio, a la restauración y al turismo. Los cristianos constituyen una pequeñísima élite dedicada a las finanzas y a los negocios.
En las afueras de Leh está la Chanspa stupa, una inmensa construcción circular dispuesta en varios pisos con innumerables celdas de un metro cúbico; pequeños habitáculos donde los adeptos más avanzados en el estudio del Dharma —la Doctrina budista— se enclaustraban antiguamente, durante tres años, tres meses y tres días, en su búsqueda de la Iluminación —“El Despertar” deberíamos decir, más apropiadamente—, siguiendo los preceptos de Buda. Una vez al día se les alimentaba y se les retiraban las defecaciones. El resto del tiempo era meditación en estricta soledad.
Pero las mejores construcciones religiosas del Ladakh se encuentran fuera de Leh. Todos los monasterios, grandes y pequeños, están adscritos a tres de las cuatro escuelas monásticas principales del budismo tibetano; y cada uno de ellos tiene su peculiaridad característica. Spituk, que es el que queda más cerca de la ciudad, es el primero que visitamos. Destaca su Gonkhang o “Templo del Protector”, así como la imagen gigante y feroz de Vajrabhairaba, diosa negra que, comúnmente, los soldados hindúes de los campamentos confunden con la diosa Kali. En Matho, debemos pedir que nos muestren la lóbrega e impresionante sala de los Oráculos; y también el leopardo de las nieves que tienen disecado en un rincón del monasterio, muy posiblemente el único ejemplar que podremos ver por estos lares, aunque habita en las montañas circundantes es muy difícil de ver. Hemis es el monasterio más grande, el que tiene más monjes a su cargo y, por ende, el más rico. Su especificidad reside en el tangkha, un soporte meditativo enrollable ideado para poder ser transportado durante los viajes, más grande del Planeta. Para verlo, nuestra visita debe coincidir con la fecha exacta de su despliegue: sólo se muestra al público una vez cada doce años, la próxima en 2028.
Los monasterios de Gotsampa y de Tak Tok son los más pequeños de la región. En el primero no vive ningún monje y para llegar a él debemos caminar un buen trecho; el segundo está habitado por un solo monje, aunque su visita nos resulta imprescindible para poder ver la huella del pie del gran adepto Padmasambhava, o Guru Rimpoche, que trajo el Dharma al Ladakh en uno de sus larguísimos viajes a pie. Estuvo meditando largamente en la cueva que hay al fondo del edificio, que finalmente acabó convirtiéndose en monasterio. También resulta bella la visita a Stakna, donde disponen de una interesante biblioteca de libros budistas.
En Basgo y Stok, además de visitar sus monasterios, podemos ver sus palacios reales, ya que compartieron durante años la co-capital del Ladakh antes de que se trasladara definitivamente a Leh. Stok es especialmente interesante, allí podemos ver el magnífico perak, sombrero lleno de turquesas característico del Ladakh, y el Zangskar, que tiene forma de serpiente cobra en posición de ataque, de la última reina del Ladakh.
Al oeste de Leh, debemos hacer parada en Likkir y Ridzong, en el primero para ver un convento de monjas, poco frecuente en el budismo, y en el segundo porque es el más ortodoxo de los monasterios ladakheses y, por tanto, es el que mejor conserva la tradición secular. Las dos joyas monásticas son el imponente complejo de Alchi, henchido de pinturas murales de suma importancia —el complejo monumental es Patrimonio de la Humanidad—; y el gompa más alejado de la capital: Lamayuru, que pasaría fácilmente por ser el auténtico monasterio de Shangri-La, rodeado de altas montañas, solitario y enhiesto en la cima de un peñasco, puerta de acceso tanto al Ladakh musulmán de Kargil y su región adyacente, como a la bella y alejada región del Zangskar.
Por eso “viajar es como abrirte paso entre la espesura de la selva, a machetazo limpio”, como alguien me dijo un día; porque todo cuanto desbrozas, todo cuanto descubres en cada uno de tus viajes te da paso al siguiente paso, al siguiente viaje. Por eso yo regresé al Ladakh, unos años más tarde, ahora ya con amigos fijos que me esperaban en el aeropuerto y con todo un mundo ya conocido, hollado, forjado a “machetazo limpio”, que me confería conocimiento y seguridad, tranquilidad; puntos de referencia que hacían de Leh mi segunda casa y del Ladakh mi segundo hogar. Luego me adentré en las montañas, veintidós días andando, empezando en Lamayuru y hasta Darsha, para cruzar el Himalaya de norte a sur por el fascinante reino del Zangskar. De nuevo, a machetazo limpio. Pero eso, claro está, ya es otra historia.
Texto © Enric Soler Raspall. Escritor, editor y viajero. Ha escrito siete libros de literatura de viajes y de montaña. De esta región ha publicado Sota el Cel de Tushita; Viatge al Ladakh, el petit Tibet de l’Índia (2004), y Ki, ki, so sooo! Les nou portes del Zangskar (2012), ambos en catalán. Dirige desde hace cuatro años la editorial Tushita edicions.
Leave a Comment