Tiene treinta y siete años, es 1951. Aprecia a Jean Cocteau, devora libros y caminos. Celebra con nostalgia que ha llegado a París, es feliz. Es tiempo de Europa, que elije por encima de Argentina. Para él París es descubrir que la realidad es distinta del deseo porque es mejor. Y en su cielo, que vale más que la tierra, en su primavera, en las calles, siente que es su momento, que ya no vive de prestado. ¿Qué importa entonces el futuro? Y así le salimos ahora al paso. Eh, Julio, sigamos juntos, ¿quieres? Al menos un tiempo más.
Parece imposible viajar con alguien que murió hace treinta y tres años. No cuando se trata de Julio Cortázar. Metí en la mochila sus cartas a los Jonquières, mi vieja edición de Rayuela, a los cronopios también, claro, y a los famas y fortunas, una postal de Joan Miró, un diario. Sólo así se salva el tiempo. Como en su cuento El otro cielo, este París es también de otro siglo. ¿Por qué fui a París con una postal de Joan Miró?
1951-1955: Llegar a París
Para llegar a la Cité Universitaire hay que ir en uno de los trenes RER, dejarse regular por los agentes de regulación de flujo en el andén, sentarse a poder ser al lado de la ventana, ver en qué se convierte París, sentir cómo el tiempo es otro, el de afuera, el de adentro, ¿qué espacio se recorre al recordar la infancia entre dos estaciones? Solo Johnny —Charlie Parker en El perseguidor— sabe.
Los primeros meses en París, Julio Cortázar se aloja en la Maison Argentine de la Cité, en la habitación 40, tercer piso: moblaje suntuoso pero nada conveniente a un estudiante, una mesa con dos cajoncitos donde no cabe nada, colocada frente a la ventana, entra una luz de noviembre, se ven los parques. Usa chinchetas para decorar con su variada pinacoteca las paredes, también cuelga la cabeza de Keats sobre la cama.
Pude ver cómo está hoy la habitación. Fue un regalo de Julia que me condujo al tercer piso. Me advirtió que la habitación estaba ocupada, que solo podría mostrar la puerta en la que hay una placa que recuerda quién durmió ahí; pero no sé qué notaría, tal vez algo en mi mirada, la forma en que subí las escaleras, el modo en que acaricié la puerta. Todavía no sé cómo esa emoción se me escapó de pronto. Averiguó si había alguien dentro y bien, dijo, abro la puerta pero sin pasar. Y la abrió: estaba igual que como la describió Julio Cortázar en sus cartas. Fue como si aún estuviera escribiendo una carta en la mesa de los dos cajoncitos.
1955-1963: Cartografía para flâneur
Una carta: letra apretada y renglones derechos. Casi como un collage, hay un soneto mecanografiado y el dibujo torpe de una planta. Como siempre que escribe a los Jonquières, en la misma carta hay una parte para Eduardo y otra para María. A ella le explica que compró una plantita y que su femme de chambre le aconsejó poner un plato con agua debajo de la maceta para que así tomara cuanto necesitara. Julio Cortázar le escribe a María: “¿No es maravillosa esa confianza en la conducta y los deseos de la plantita?”. Parece solo una anécdota que explica alguien que en París añora a sus amigos de Buenos Aires. Pero la carta es de 1952 y lo contado en ella aparece tal cual en el capítulo 8 de Rayuela, que se publica mucho más tarde, en 1963. Es una evidencia más de que en Julio Cortázar la vida es materia para la escritura. El tiempo que dedicará estos años a la correspondencia es importante porque las cartas son su diario personal. En ellas se muestra en intimidad, que también es intimidad creativa. Lo que aparece en Rayuela, esa personal guía de la ciudad, es su vida en París. Por eso sabemos que antes de que Horacio y La Maga pasearan por París, lo hizo Julio Cortázar, y lo contó a sus amigos, como yo ahora:
París, 24 de febrero de 2017
Por eso, queridos, al llegar a París, aún con la somnolencia de los vuelos lowcost que tanto hacen madrugar pegada en los párpados, me lancé a la calle como un Julio. Anduve por París con el ánimo de un flâneur, de un matador de brújulas que sabe que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico. Llené mis bolsillos de tickets del metro, subí al Sacré-Coeur por calles de barrio, me dejé perder y encontrar, visité Notre-Dame, comí pan a pellizcos y di las migas a los gorriones en los jardines de Palais-Royal, sentado en una de las sillas-poemas de Michel Goulet, anduve pegadito a las mesas de los cafés para quitarme el frío del invierno, encontré un paraguas perdido, vi donde nacieron los cronopios, y también os eché de menos, pero no creáis que estoy triste, París es tan hermoso… Incluso en invierno, aunque a Julio le pareciera que era en primavera cuando se encontraba París de verdad. ¿Sabéis que el Sena tiene color oliva y a él van las gaviotas?
¡Gracias! Doy las gracias porque por fin quitaron los candados al Pont des Arts. ¿A quién se le ocurrió? Un candado es la forma más rápida de oxidar el amor. Viniendo por la rue de Seine, en el Barrio Latino, me asomé al arco que da al Quai de Conti, que se extiende peatonal por la orilla izquierda del Sena, junto a los puestecitos de libros, algo caros, pero qué, en los bouquinistes es donde le gustaba comprar a Julio, y me asomé, juro que me asomé como dice Julio que hacía Horacio siempre que se preguntaba si encontraría a la Maga, si distinguiría su silueta sobre el Pont des Arts. Caminé por el muelle hasta el Pont Neuf y me senté en uno de los bancos de piedra, justo donde el fotógrafo Antonio Gálvez retrató a Julio; pero el encuadre, claro, no podía ser el mismo, ¿verdad? ¡Ni modo! Un chico vendía castañas asadas. La Maga andaba a mi lado. Era feliz.
Perdonadme si tardo en volver a escribiros, ya sabéis, llevo aquí cuatro meses: pero llegué anoche, llegaré otra vez esta noche. Mañana es mi primer día de París. Mañana siempre es el primer día.
Un abrazo.
1963-1976: Contra el apocalipsis
Una foto: París en 1974. Julio Cortázar está en una librería. El gesto congelado, mira a alguien fuera del encuadre, señala un cartel que dice “Solidaridad con Chile”. Se ha dejado barba desde finales de los sesenta. Viste una de esas chaquetas de lana con codilleras que llevan los obreros y la gente de izquierdas. En 1963 viajó a Cuba para conocer la revolución y volvió haciendo público su compromiso político. El mismo año publicó Rayuela, otro tipo de revolución.
En estos años la tranquila vida de París se ha acabado: los paseos en la Vespa, las papas fritas y la cerveza en las terrazas de la Place Pigalle, leer novelas como un loco, tumbarse en el pasto, las visitas interminables al Louvre, los mercadillos, ver atardecer con la Catedral de Notre Dame al fondo, las librerías, la vagancia infinita por el maravilloso Marais. Todo sigue ahí, pero ya ha pasado mayo del 68 y hay cosas más importantes: Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia, Paraguay, El Salvador, Nicaragua, tan violentamente dulce. Recuperar el ideal, la utopía, salvar Latinoamérica de la descomposición democrática en cuanto a derechos humanos. Son años de polémicas y controversias. Hay muerte, orgullo, lucha.
Julio Cortázar vive de viaje en viaje. No desfallece, pero tiene 60 años. Nicaragua se convierte en una de sus más importantes urgencias, va a Solentiname, a la isla de Ernesto Cardenal, publica textos políticos, organiza reuniones, lecturas de poesía, arrastra a otros escritores en sus proyectos, casi no duerme; pero en algunos momentos siente que necesita volver a estar solo, volver a sí mismo, volver a jugar, entrar de nuevo como un estudiante lleno de frío y de vida a la Bibliotheque de l’Arsenal, donde tantas veces fue porque en su habitación no había calefacción y donde escribió partes de Rayuela —y tal vez habría hecho bien en volver; cuando quiso, cuando Aurora le acompañó, ya ni siquiera pudo subir los peldaños de la entrada. Le dijeron que todo seguía igual y eso le reconfortó—. El último juego, del que salió Los autonautas de la cosmopista, le llevó junto a Carol Dunlop de París a Marsella en 33 días sin salir de la autopista en una Combi. Era mayo de 1982 y todo estaba a punto de acabar.
1976-1984: El último viaje de los autonautas
Una carta: está escrita a máquina con fecha de noviembre de 1982. Las malas noticias nunca son fáciles de dar, pero debe anunciar a su madre y a su hermana, allá en Buenos Aires, que Carol Dunlop, su amor —el último— se ha ido en poco tiempo como un hilito de agua entre los dedos. Cuando escribe la carta, tan reciente la muerte, está acompañado por Aurora Bernárdez, su otro amor, el primero y que siempre estuvo de alguna forma en su vida. De algún modo, sospecha que su tiempo también se acaba. Y no se equivoca, a Julio Cortázar le quedan menos de 16 meses de vida.
Julio Cortázar escribió su epitafio treinta años antes: “J.C. CUALQUIER RANITA LE GANABA”. Lo contó en una carta a María Jonquières como si la muerte fuera un juego, y lo era entonces; en 1952, el curioso epitafio era sólo obra de previsión para un lejanísimo futuro. Pero el futuro siempre llega.
Estuve en su entierro. En mi vieja edición de Rayuela hay una foto en blanco y negro del frío y soleado día en que Julio Cortázar fue enterrado. Siempre me detengo a observarla. La mañana en que fui al cementerio de Montparnasse también era fría, pero no soleada. Mejor así: no soporto los cielos azules en invierno porque me hablan de soledad. Las ramas de los árboles sí estaban como en la fotografía, desnudas como alambres que arañan el cielo. En la lápida están los tres: Carol Dunlop, Julio Cortázar, Aurora Bernárdez la última. París fue su máxima aspiración, por eso su tumba es su verdadero epitafio —nadie tomó en consideración la broma de la ranita—.
La tumba es como una rayuela llena de piedritas que los visitantes usan para anclar sus notas, para que no se las lleve el viento. Siempre hay libros con pasajes subrayados, cartas, colillas, también flores, a veces, incluso tarjetas del SUBE de Buenos Aires, como si ambas ciudades solo fueran dos paradas distintas en el mismo metro, un pasaje. Dejé la postal de Joan Miró con la que fui al París de Julio Cortázar: “Por si sientes esto muy triste, para tu colección de láminas, para que la cuelgues con chinchetas, para que su poesía irresistible te acompañe. Tienes que saber que tu ejemplo hace que siga escribiendo. Recibe un beso, de Cris y mío, y dales uno bien fuerte de nuestra parte a Carol y a Aurora. Os echamos de menos”.
Julio, ¿eres tú quien escribió esto? ¿Es José Alejandro Adamuz algún tipo de seudónimo?
Bravo, una belleza. Ya adoraba París. Ahora… un poco más, si cabe.
No, no fue Julio. Me alegra que te gustara. Los lugares pueden ser leídos, no solo paseados. Son diferentes niveles.
nunca he estado en Paris y siempre he estado enamorada de la ciudad, la he leído pero deseo pasearla y sentirla…..
París es de esas ciudades que se pueden tanto pasear como leer; sin duda, lo mejor es leer mientras la paseas. ¡Suerte con ese viaje pendiente, Isabel!