Este artículo debería ir sobre Lisboa y quizás acabe yendo. Pero empieza hablando, quizás también acabe, de la forma que tenemos de acercarnos a Lisboa, a las ciudades del mundo en general. Especialmente si el lugar está ligado a la figura de un escritor. Escribimos con cierta ligereza —aquí entono el mea culpa— sobre las rutas literarias: Praga de Kafka, Joyce y Dublín, Buenos Aires de Borges, París de Cortázar, Valladolid de Delibes y, por supuesto, la Lisboa de Pessoa. Seguramente el caso de Fernando Pessoa es el más evidente de todos. No hay una ruta definida —no puede ni debería haberla— con su mapa y el guía de turno. Cierto es que hay un lugar de nacimiento, hasta una veintena de calles en las que vivió, los lugares por los que le gustaba pasear, los cafés de las tertulias y los de los ratos en soledad; también un lugar de muerte y otros dos de entierro. Pero al hablar de la Lisboa de Pessoa no podemos sino referirnos a una manera de recorrer la ciudad, a hacerlo con un estado de ánimo determinado.
Porque si reducimos todo a un puñado de lugares insustanciales acabaremos cayendo en un lamentable “Hemingway estuvo aquí”, sin saber muy bien si lo que bebemos es daiquiri o mojito, coleccionando cromos para el álbum de las fotos del verano. A las pruebas del café A Brasileira me remito; un incesante ir y venir de gente que acude a fotografiarse junto a la estatua del poeta, en muchos casos sin saber de quién se trata.
Tengo un par de libros que, sin que el autor lo pretendiera, fueron mis guías en las dos últimas visitas que he hecho a la capital lusa. Me refiero al ensayo Lisboa y al Libro del desasosiego.
La Lisboa de Pessoa tiene paseos y silencios, meditaciones, especialmente a primera hora del día. Siendo vago observador por las calles, precisaba el escritor, donde cada persona trae una noticia, cada casa ofrece una novedad, cada letrero un aviso. Su paseo callado, decía, era una conversación continua. Eran andares a la hora en que no habían abierto las tiendas, si acaso lecherías y cafés, a la hora en que las señoras en las ventanas eran como apariciones y él era capaz de sentir algo parecido a la ternura por un transeúnte anónimo. También había rato para sentarse en un café y mirar trémulamente hacia la vida.
Pero ante todo eran paseos discretos. Tanto que tuvo que contarlos en boca de otros, a través de sus heterónimos, seudónimos dotados de vida, personalidad, ideales, amores y casi siempre muerte propia. Hasta 72 le han contado. Desde los primeros Chevalier de Pas o Alexander Search, hasta los más conocidos: el campesino sin estudios pero sin embargo ilustrado Alberto Caeiro, el bonachón Bernardo Soares, el cínico y nihilista Álvaro de Campos o el clasicista Ricardo Reis, al que Saramago dio muerte en uno de sus libros ya que fue uno de los pocos heterónimos de los que Pessoa no nos contó final.
Una de las razones para todos esos desdoblamientos de identidad la podemos encontrar en las palabras de Bernardo Soares, que firma El libro del desasosiego: “Con una falta tal de gente con la que coexistir, como hay hoy, ¿qué puede un hombre de sensibilidad hacer sino inventar sus amigos o, cuando menos, sus compañeros de espíritu?” Palabras que refrendó el propio Pessoa: “Me siento múltiple. Soy como un cuarto con innumerables espejos fantásticos que dislocan reflejos falsos, una única anterior realidad que no está en ninguno y está en todos. Como el panteísta se siente árbol, y hasta su flor, yo me siento varios seres. Me siento vivir vidas ajenas”. Y eso que no se había encontrado con la Lisboa actual, que ha llenado de franquicias el Chiado, ni con los viajeros que sólo atienden a la pantalla de su móvil.
Varios de los heterónimos fueron clientes de tabernas y restaurantes, como lo fue, obvio, el propio Pessoa. Pocas veces soltaba el vaso, siempre lleno de aguardiente Águila Real, bebida de la que probablemente tomó más que agua. Si bien la bebida le trajo grandes dosis creativas a la hora de enfrentarse a la hoja en blanco, también vino acompañada de una temprana cirrosis que lo mató en 1935, con tan solo 47 años.
Para tratar de encontrar la inspiración en el fondo de un vaso de gordo cristal hoy nos queda la ginjinha, un aguardiente de guindas que en Lisboa se bebe casi como una obligación matutina: lavarse la cara, peinarse y pasar por la taberna preferida para dar un rápido trago, sin contemplaciones, al estilo del tan español Sol y Sombra. Pessoa apoyó el codo en la barra de muchos garitos: el restaurante Irmãos Unidos, el café Royal, el café Gibraltar, el café da Arcada, la bodega Abel Pereira da Fonseca en la que se hizo la única foto en la que el escritor tiene un vaso en la mano. Sobre esa foto, en una dedicatoria dejó escrito “Fernando Pessoa en flagrante delito”. Muchos de esos locales ya no existen, quedan muy pocos, han sido sustituidos por sucursales bancarias, camiserías o directamente demolidos. No existe tampoco el café A Brasileira del Rossio pero sí el ya referido A Brasileira en el Chiado, el de peregrinación turística.
Las casas de comidas son propicias para el encuentro casual, ese tipo de encuentros que llenan las páginas de las libretas viajeras. Suelen ser pequeños locales, unas veces a pie de calle y muchas en el entresuelo, sobre un bar. Bernardo Soares habla de aquellos locales que tienen el aspecto casero y pesado de un restaurante de ciudad pequeña sin tren, en los que encontrar tipos curiosos, caras sin interés, una serie de apartes en la vida. En mi último viaje a Lisboa llegué de noche, lloviendo, tras dejar el equipaje en el hostal bajé a comer unas pataniscas de bacalao. El mismo camarero que me sirvió una botella de agua de marca Caramulo, del que no esperaba nada más que me trajera pronto y caliente el plato que había pedido, acabó regalándome una de esas conversaciones con pinta de trascendentales, resultando ser un tipo inteligente que se podía permitir opinar de casi todo y casi siempre con acierto.
Lisboa es una ciudad ajada, una canción de voz rota y letra a veces alegre, sin apenas espacio para el llanto por el terremoto que asoló la ciudad en el año 1755. Vamos para tres siglos de aquella sacudida que se dejó sentir hasta en África pero el suceso todavía sale en muchas conversaciones, como quien habla de algo vivido en primera persona o por sus abuelos. Sucesos que marcan, como las inundaciones que provoca la crecida de un río, un gran incendio o un asunto de cuernos. Por eso se sigue hablando del terremoto en pasado reciente. Aquel suceso dejó a la plaza da Figueira, una de las preferidas de Pessoa, sin su Hospital Real de Todos los Santos, igual que se quedó sin el querido mercado cubierto en 1949. Es una plaza más íntima y más imperfecta que la cercana Dom Pedro IV, la que devuelve esa vista de postal desde el elevador de Santa Justa, especialmente al caer la noche cuando la iluminación artificial de las calles circundantes la enmarcan como un cuadro. Eran plazuelas solitarias las de nuestro escritor, le gustaban las pequeñas plazas de aldea en ciudad.
Igual que los heterónimos de Pessoa, cada barrio de Lisboa tiene carácter propio y bien delimitado. La calle que pone frontera a un barrio no suele tener nada que ver con la que da inicio al siguiente. Baixa, Chiado, Barrio Alto, Belém, Graça, Parque de las Naciones y, sobre todo, Alfama. Saramago decía que la Alfama es un animal mitológico. Yo diría acaso que animal sí, pero bien real, cada vez más escondido y en serio peligro de extinción. La Alfama es un barrio que lo tiene todo para ser querido y al que le sobran razones para ser odiado. En sus calles, de marcada identidad de arrabal, podemos encontrar gente a la defensiva, que cuando pasa un extraño deja de hablar, de tender la ropa, se mete en sus casas, cierra las ventanas: teme al turista. Ese carácter, ese humor, va a ratos. Por supuesto no esperes encontrar la identidad del barrio a las horas en que los bajos están poblados por tiendas de recuerdos. Hay que llegar a Alfama bien temprano, o mejor al caer la noche cuando han escondido a los turistas en pequeños locales de fado a 100. Es el momento de caminar por esas estrechas calles en las que el cielo no es más que una rendija entre tejas por la que apenas pasa la luz, momento del día en que todo recupera su frágil normalidad.
Por la mañana de un martes cualquiera el día puede amanecer inusitadamente tranquilo, son horas de poca afluencia y la gente vuelve a salir de sus casas. Las mujeres en bata, delantal y zapatillas van a buscar el pan y un poco de pescado, los hombres se han calado sus gorras para enfrentarse a los chutes de ginginha antes de dirigirse al tajo, que durante las próximas horas no será nombre de río. A primera hora del día es posible caminar, vagar, deambular, perderse con la vista puesta en esos adoquines casi inmunes al paso del tiempo a los que tan bien les sienta la lluvia. En pocas horas todo habrá cambiado. A esa Lisboa, a la de barrio, la que marcó el carácter de Pessoa, le gusta el buen fado. Sin embargo, nuestro literario guía hizo pocas menciones al fado a lo largo de su obra, pese a que sí hay un repertorio de fados que son algunos de sus poemas cantados.
Recuperamos un escrito llamado El fado y el alma portuguesa que hizo en 1929 para el diario Noticias Ilustrado: “Toda poesía—y la canción es una poesía ayudada—refleja lo que el alma no tiene. Por eso la canción de los pueblos tristes es alegre y la canción de los pueblos alegres es triste. El fado, sin embargo, no es alegre ni triste. Es un episodio de intervalo. Lo formuló el alma portuguesa cuando no existía y lo deseaba todo sin tener fuerza para desearlo. […] El fado es el cansancio del alma fuerte, la mirada de desprecio de Portugal al Dios en que creyó y también le abandonó”.
El fado, no sólo en Lisboa sino en todo Portugal, se canta en penumbra, como para uno mismo, es un poema que se oye y que se ve. Dicen que hay que nacer fadista para darle voz al barrio, para dar voz a todos esos sentimientos que no puedes explicar, como el nudo en la garganta o las hormigas en el estómago. Nostalgia, melancolía y pesimismo resignado forman parte de las notas. No es justo que se lleven todo el protagonismo las voces. El fado no está completo sin el acompañamiento de la viola o guitarra y la guitarra portuguesa, que tiene un sonido más delicado que nuestra guitarra y el doble de cuerdas, que hay que acariciar más suavemente para que no se queje. El sonido me recuerda vagamente al sitar indio.
Otro de los clásicos lisboetas es el tranvía, en concreto el número 28 con destino a los placeres, al cementerio de los Prazeres que fue el primer lugar en el que enterraron a Pessoa. Escuchas al 28 antes de ver su trazo amarillo. Cuando entra en tu campo visual lo imaginas repleto de educados viajeros, vestidos con gabán, sombrero y paraguas, el diario bajo el brazo, atentos para ceder su asiento a la señora que lo necesite. Pero como en la Alfama, depende de la hora. Apenas se despereza el día, entre bostezos, el 28 es de los lisboetas. Un poco más tarde lo van cediendo sin traumas, pausadamente. Cada parada van quedando menos locales y los asientos los ocupan estudiantes en juerga de Erasmus, nórdicos de cuello enrojecido y españoles que hablan demasiado alto. Si alguna vez cabe alguna duda sobre el origen del pasajero no hay más que ver su pelea con las ventanas de guillotina. Dicen que hay que ser lisboeta para abrirlas a la primera. Tengo el recuerdo de Manuel, al que llegué deambulando en busca del elevador da Bica, otro de los clásicos de la red de transportes. Manuel regenta la Barbería Marítima desde hace más de cincuenta años. Mientras me afeitaba —cabeza y barba por 10 euros— me contó cómo ha ido cambiando todo, se adivinaba cierto deje de cansancio en sus palabras. Cuánta sabiduría y calma transmitía mientras deslizaba su navaja. Al salir era ya de noche, la luz artificial de las farolas había cambiado el brillo plateado de los raíles por un refulgente áureo para devolverle, con dignidad, el 28 a los lisboetas.
Podemos finalizar el paseo literario en el Monasterio de los Jerónimos, en la Lisboa manuelina. Arquitectura de real nombre y sudor proletario, de excesos de piedra que servían de marco a unas conciencias empachadas de imperialismo. Debemos caminar entre los pilares del monasterio, que dan la impresión de aguantar la bóveda en forma de casco de barco invertido por ser muchos más que por ser fuertes. Cincuenta años después de la muerte de Pessoa se dio acomodo a sus restos en un monumento funerario colocado en el monasterio. Se habla poco, quizás por superstición, del episodio del traslado. Cuentan que apareció totalmente incorrupto, las malas lenguas dicen que conservado en alcohol. Las explicaciones más coherentes hablan de la adipocere, la transformación de la grasa del cuerpo en un tipo de cera que puede obrar el milagro de la conservación. Así pues nos quedamos con el cuerpo del poeta perfectamente conservado, igual que se conserva el espíritu de Pessoa, si sabemos buscarlo con humildad, en el callejero de Lisboa.
No hablo para nada de descubrir la ciudad que ha convertido a Pessoa en una marca más de consumo, sino de algo intangible. Los libros y los escenarios del escritor, de los escritores que creó, no pueden utilizarse como guías turísticas al uso: hablan de sensaciones, de momentos de alegría, de brisas y amaneceres, muy poco de amor, pero también de agonía, melancolía, con un punto cercano a la misantropía en ciertas ocasiones, valorando algunas veces el caminar de las personas y ninguneándolas en otras, dando protagonismo al carnicero de su calle, mirando desde la ventana hacia la tienda de botellas de Oporto que sueñan que no serán nunca vendidas. Un acercamiento para encontrarse con las pequeñas cosas, las cosas sencillas que valoraba Alberto Caeiro en el poema Guardador de Rebanhos, cuyos versos pueden leerse en el paseo junto al Tajo que lleva hasta la Torre de Belem (creo que no hace falta traducción):
O Tejo desce de Espanha
E o Tejo entra no mar em Portugal.
Toda a gente sabe isso.
Mas poucos sabem qual é o rio da minha aldeia
E para onde ele vai
E donde ele vem.
E por isso, porque pertence a menos gente,
É mais livre e maior o rio da minha aldeia.
Es ni más ni menos que viajar con la filosofía de la última frase que pronunció Pessoa antes de morir: “No sé lo que traerá el mañana”.
Para recorrer Lisboa con Pessoa hay que conocerlo primero. Y eso no es fácil. Creo que también es válido, para mucha gente, el callejero superficial. Hay muchas lisboas fantásticas ahí también.
Eso sí, para fotografiar Lisboa como lo haces tú hay que conocerla muy bien. Nunca había visto a sus gentes como me las has enseñado hoy, y mira que he estado veces allí.
Gracias, Rafa
Manuel Bustabad
Gracias por trasladarnos de tal modo a Lisboa
.
Manuel, cierto que el callejero clásico de Lisboa da muchas opciones para disfrutar la ciudad.
Ya sabes que para mí sin gente no hay historia 😉 Gracias por tus palabras.
Un abrazo.
Muchas gracias a ti, Ana, por viajar con nosotros en Kamaleon 😉
Con este artículo he recuperado lugares, olores y sentimientos que viví en Lisboa. Gracias
Gracias a ti por viajar con nosotros, Maria Del Mar.
Muy buen articulo sobre Pessoa y también sobre Lisboa.
Acabo de descubrir esta web y tus textos Rafa, auténtica literatura de viajes. Gracias
Muchas gracias, Pepe. Bienvenido a Kamaleon.
Que gran post Rafa!
Yo viajo a Lisboa en unos días para pasar un fin de semana por esta fabulosa ciudad. Va a ser la primera vez que vaya pero según nos muestras en tus fotografías y en tus relatos, parece que ya he estado allí, que manera tan peculiar de pasear por Lisboa, te felicito.
He decidido apuntarme a este free tour en español con los chicos de “WhiteUmbrella” como primera toma de contacto, ¿Crees que será buena idea de conocer un poco más la ciudad y algunas de sus historias?
Muchas gracias por compartir tu manera de viajar conmigo.
Saludos Rafa!
Muchas gracias, Jaime. Disfruta Lisboa, es una ciudad genial.