El característico dling, dling de los tranvías de Lisboa forma parte de la lista de mi Spotify vital. El tranvía 28 es un clásico, un tópico en el que me merece la pena caer cada vez que viajo a Lisboa. Además, ¿quién se puede negar a viajar con alguien que te lleva a los Prazeres? Curioso nombre para un cementerio. Escuchas al 28 antes de verlo aparecer, doblando quejumbroso una esquina, de casa señorial en ocasiones medio decadente la mayoría. Así es la línea más conocida del tranvía de Lisboa, no distingue entre clases. Sobre todo si lo tomamos a primera hora de la mañana, cuando al sol todavía le cuesta asomarse al Tajo y el tranvía es de los lisboetas, de los señores elegantes que visten con gabán, sombrero y paraguas, de los que ceden el asiento a las señoras, como siempre imaginé que vestía y actuaba Pessoa. Más tarde el 28 se vuelve políglota, los asientos están ocupados por estudiantes en permanente juerga encubierta de beca Erasmus. Si el pasajero no habla, reconocerás su procedencia cuando entable pelea con las ventanas de guillotina. Sólo los lisboetas son capaces de abrirlas a la primera. La única concesión que el 28 hace a estos tiempos de transportes veloces es la máquina para validar el billete que encontramos en la entrada. Cuando el sol abandona el río, las farolas cotizan al alza el brillo de los raíles, pasando del argénteo al áureo, devolviendo el tranvía a los habitantes de Lisboa.
El ticket para un viaje en el tranvía es caro, más de dos euros el sencillo y más de tres euros los dos viajes en el elevador de Santa Justa, por lo que es muy práctico utilizar las tarjetas de 24 horas que permiten el acceso ilimitado en toda la red de la sociedad de transportes Carris, incluyendo el elevador de Santa Justa, el de Bica y el nostálgico 28.
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