Sopla Levante; todo el golfo de Roses está teñido de un color grisáceo y las enormes olas verdean cada vez que el débil sol consigue colarse entre las nubes. La gente juega a sincronizar sus selfis con el momento en que rompen las olas, en primera línea los foráneos y en la retaguardia los locales, a salvo de un remojón seguro. Es un espectáculo magnífico, pero no puedo dejar de pensar en los hombres que salían a la mar en los años en que L’Escala vivía casi en exclusiva de la captura de pescado azul en doble jornada, el alba de madrugada y el alba de prima. El ruido de los zuecos caminando por el empedrado precedía al alba de madrugada, un rato antes de la salida del sol; las luces encendidas de los botes anunciaban la vuelta del alba de prima, tras la puesta del sol y la aparición de las primeras estrellas en el cielo.
Los esquenapelats, mote con el que conocían a los pescadores de L’Escala porque, al carecer de muelle, tenían que botar las barcas haciendo fuerza con la espalda, salían de pesca sin más conocimiento ni motor que el de las mareas, los vientos y las referencias en la costa. Cero tecnología y mucha intuición para llenar las redes de sardinas y anchoas. Tras despedirlos desde la orilla la familia volvía a sus quehaceres, de espaldas al mar pero siempre mirando de reojo al horizonte y rezando para que no sonara la campana que alertaba de naufragio. Cuando las velas izadas de más de cien embarcaciones asomaban de nuevo, todo el mundo corría hacia la playa para ayudar a desmallar el pescado sin estropearlo y empezar el proceso de salazón del pescado.
Este método de conservación tiene indicios muy antiguos. En las cercanas ruinas de Empúries podemos ver las instalaciones dedicadas a estos menesteres, unos depósitos revestidos de mortero hidráulico —opus signinum— donde se fermentaban las vísceras y la carne del pescado. La pasta extraída, en función de su calidad, se vendía como garum, liquamen, muria o hallex. Hay que saltar varios siglos adelante para tener la primera referencia de un pescador que se instala en la zona para salir a por pescado azul. Según un escrito, Joan Andreu, procedente de Francia, pidió un permiso al conde de Empúries, en 1591, para construir una pequeña barraca en «lo Port de la Scala d’Empurias».
Durante la celebración de la Fiesta de la Sal se vuelve, por unas horas, a los días en que la playa era un lugar de trabajo y no un espacio para el ocio, el tiempo en que Josep Pla se refería a L’Escala como una población de color de asperón, donde todo era un poco pobre, afilado, ventoso, mineral y arenoso. En las horas previas al inicio de la fiesta todo son nervios y carreras, en la playa empieza a aparecer la utilería que obrará el milagro de hacer retroceder el tiempo. Llegan las primeras personas caracterizadas, una buena parte de la población local está implicada en esta jornada de recreación histórica.
Por uno de los laterales veo asomar a Amalia Dubé, con paso lento, la vida escrita en la cara y en su pelo blanquísimo; las manos algo temblorosas, curtidas por la sal y las espinas. Me dice que si todo va bien —si no me muero son sus palabras— en unos días cumplirá 91 años. Amalia es una de esas mujeres a las que la infancia les duraba lo que dos canciones de comba, pasaban de jugar descalzas en la arena a hacerse adultas salando pescado casi sin darse cuenta. «Mi bisabuelo, mi abuelo, mi padre y mi marido eran pescadores, así que mi destino estaba claro y a los catorce años empecé en la fábrica para salar anchoas, sardinas y arengadas. La vida era muy dura pero todo el mundo estaba contento». Calzadas con esclops, zuecos de madera, y sentadas en sillas bajas de enea contribuyeron a dar fama a las anchoas de L’Escala, una de las excelencias gastronómicas de la Costa Brava. Amalia todavía prepara anchoas en casa, no hace una semana de la última vez, y me da un consejo para consumirlas: «Si alguien encuentra la anchoa un poco salada que la pase por un poco de agua con una gota de vinagre».
Durante la mañana podré conocer antiguos oficios desaparecidos o en claro retroceso. Veré al maestro de azuela, que se encargaba de la construcción y el mantenimiento de las embarcaciones, dando instrucciones a sus aprendices; la habilidad de las remendadoras de redes, boteros y cesteros; seguiré las interminables partidas del juego de cartas conocido como butifarra con el que se entretenían los pescadores en las tabernas del puerto mientras bebían vino en porrón, minguets (mezcla de aguardiente y moscatel), y cantaban satíricas canciones marineras que hablan de pescadores que se marean o que tienen una “urgencia” a bordo. También sabré de la antigua tradición de anar a fer tenda, cuando los pescadores, profesores de soledad los llamó Pla, se trasladaban con sus familias a algún punto de la costa y pasaban el verano acampados. Los hombres salían a pescar y cambiaban pescado por hortalizas y verduras a los payeses de las masías cercanas o lo vendían en los mercados locales. Las mujeres remendaban redes y preparaban calderos de pescado.
El otro gran momento, esperado por todos los habitantes de L’Escala, era la del otro componente esencial en la ecuación: la sal que transportaban los pailebotes que llegaban desde las salinas de los Alfacs, Torrevieja o Ibiza. El pueblo entero se remangaba para llevar la materia hasta el Alfolí de la Sal, edificio que todavía podemos ver en pie gracias al empeño de la gente, que lo salvó de ser sustituido por algo más moderno.
En este emblemático espacio, hoy convertido en museo, me encuentro con Lurdes Boix, la directora del Museo de la Anchoa y de la Sal e impulsora de las celebraciones que he podido ver en la playa. Por supuesto, va caracterizada con el atuendo tradicional de la mujer que trabajaba en las factorías de salazón. Me cuenta que la Fiesta de la Sal tiene su origen en el año 1997, coincidiendo con el tercer centenario del edificio del alfolí. «La sal, el elemento de conservación por excelencia, es símbolo de amistad entre culturas», apunta Lurdes mientras vamos pasando por las diferentes salas del museo.
En el piso superior hay una exposición dedicada a Caterina Albert, la mundialmente famosa escritora de L’Escala que tuvo que firmar su obra con el seudónimo Víctor Català. Volviendo otra vez a Pla, es imposible viajar por la Costa Brava sin recurrir a él, describe a la escritora como una señora solitaria, cerrada, insensible a las incontroladas influencias. Con esas palabras cobra todo el sentido una de las frases de Caterina que veo escrita en el museo: «El corazón humano es como una casa a cuatro vientos: por tres da ahora el sol, ahora la sombra, pero el cuarto está reservado exclusivamente a la sombra […] Yo, cuando empecé a ver a través de mi corazón las cosas del mundo, me tropecé con hacerlo por el cuarto lado».
Lurdes me invita a visitar el museo que dirige, donde se cuenta el proceso de salazón y se recrean algunos de los espacios y enseres de las antiguas factorías, como las mesas, tipos de barriles, cajas y envases, los sacos donde transportaban la sal. Cuentan que las mujeres confeccionaban delantales con esos sacos viejos, que con la acumulación de sal, humedad y restos de pescado se endurecían tanto que llegaban a aguantarse de pie en el suelo.
Para conocer de primera mano la actualidad del mundo de la anchoa, voy en busca de algunas de las tiendas de las cuatro factorías que todavía las elaboran. Fill de J. Callol Serrats es el productor más antiguo, M. Sureda el más grande y Cal Xillu, probablemente, el más emblemático. La tienda que tiene en el centro de L’Escala es además una pequeña taberna, allí me cito con Francesc Moner “Xillu”, que tomó el mote de su abuelo. Este hijo de pescadores, nieto e hijo de mujeres saladoras, compró un terreno cuando tenía dieciocho años y se puso a hacer anchoas. «36.000 pesetas pagué por las tierras», dice. La anchoa de L’Escala tiene la particularidad de que nunca se ha dejado de hacer. El pescado, invariablemente de la especie Engraulis encrasicolus, viene actualmente del Cantábrico por la escasez en aguas del Mediterráneo.
El método de elaboración no ha cambiado, la anchoa se guarda un mínimo de seis meses en sal para que madure, con un límite de un año o año y medio. No se deben enganchar dos veranos seguidos sin cámara porque se deshace. Es un proceso totalmente natural, si hace buen tiempo madura antes. Durante ese tiempo la anchoa no admite ni una gota de agua, después se envasa en botes de cristal entre capas de sal. La anchoa tiene un lenguaje propio, al llegar a la factoría s’esganya (se le quita cabeza y tripa) y se embarrila. Xillu dice que la anchoa hay que comerla al natural, aunque alguna receta tradicional se la echa al arroz. «No he encontrado a nadie a quien no le guste una buena anchoa. Bueno sí, mi mujer». Y lanza un aviso que podría ser una amenaza: «Es pecado mortal ponerla en la pizza».
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