“Hoy este lugar ya no es lo que era”, me confesó con algo de melancolía Bitalo, un corpulento negro de 58 años, que disfrutaba en el parque con sus hijos y nietos aquella mañana de domingo. “Cuando yo era niño ahí había unas cascadas; la verdad es que no eran gran cosa pero le daban más solemnidad al nacimiento del Nilo, el río más importante de África”.
Nos encontrábamos en Jinja, en Uganda, en el parque de las fuentes del Nilo, situado en la ribera occidental del río. Una zona cubierta de césped y bellos árboles, con la mejor vista sobre el lugar donde hace unos años se encontraban las cascadas de Ripon.
“Todo fue culpa de la presa de Nalubaale. Cuando se acabó de construir en el año 1954 las engulló bajo sus aguas. Ocultó para siempre el punto exacto en el que el agua del lago Victoria caía, dando lugar al nacimiento del Nilo”, prosiguió contándome la historia como si fuera un guía jubilado.
Esa presa, construida a su vez sobre las cascadas Owen (que como es lógico también fueron borradas del mapa), es la culpable de que hoy en día al nacer el Nilo parezca manso y delicado. Tanto que hasta parece que el agua no fluye. Las piraguas de los pescadores y turistas que recorren esa zona con tranquilidad refuerzan esa sensación de serenidad, de quietud.
Aunque no hubiera fuegos artificiales, yo estaba emocionado de estar allí, sin encontrar un solo pero a aquel lugar mágico. No tendría nada de espectacular ni visualmente llamativo pero me daba exactamente igual. Me sentía afortunado por estar contemplando aquel lugar tan importante en la historia de la exploración.
La mayor incógnita del siglo XIX
Dónde nace el Nilo era, posiblemente, la mayor de las incógnitas geográficas que a mediados del siglo XIX quedaban aún por resolver. Durante siglos se especuló con su situación. Fueron los griegos los primeros en aventurar la existencia de un gran lago en el corazón de África. El geógrafo Ptolomeo lo dibujó en uno de sus mapas. Luego, los romanos enviaron al menos una expedición a remontarlo (de la que nunca más se supo…) y así, se repitieron los intentos por poner la X en el mapa. Todo fueron conjeturas hasta el 3 de agosto de 1858.
Yo llegué a Jinja con 156 años, 3 meses y 21 días de retraso respecto a aquel día, una de las fechas más relevantes para la historia de la exploración. Era la culminación de la fiebre por “descubrir” y bautizar lugares que se inició de forma desbocada en el siglo XV con la exploración transoceánica; sí, esa competición entre las potencias europeas por ser la primera en llegar y conquistar lugares de donde poder obtener más riquezas y, con ello, más poder.
El inglés John Hanning Speke fue el primer hombre blanco en llegar hasta aquel lugar. Afirmó con rotundidad que de allí manaba el río, que por fin había encontrado las fuentes del mítico Nilo, exigiendo por ello la gloria eterna. Sin embargo, en un error de Primero de Exploración, no descendió el río por completo como debía haber hecho para concluir con certeza absoluta que aquélla era realmente la fuente. Años después, el polémico pero eficaz Stanley llevó a cabo el encargo de la Royal Geographical Society: descender por completo el río y verificar que allí, en Jinja, es donde realmente nace el Nilo Blanco.
Mucho más que sólo las fuentes
Sin embargo, y por mucho que el nacimiento del Nilo hubiera “puesto en el mapa” a Jinja (y en mi ruta, seré sincero), fue una sorpresa descubrir que esta población no se reduce únicamente a eso. Ni tampoco a la estupenda cerveza Nile, que se produce precisamente a orillas del río. Jinja es un lugar fantástico, apetecible, fácil y enteramente disfrutable por sí mismo.
Me sentí cómodo desde el primer minuto en que pisé esta ciudad. Igual porque frente a muchas otras ciudades africanas, ésta es manejable, limpia y verde. Quien llega a ella se encuentra, increíblemente, con una ciudad ordenada, pero bulliciosa en su centro. Animada pero con poco tráfico. Apenas hay ruido y se puede caminar de un lugar a otro con seguridad. Hace calor húmedo pero no asfixiante, lo que explica el verdor que tiene. Enormes acacias crecen en las aceras, junto a muchos solares llenos de hierba. Eso no es lo habitual en la mayoría de caóticas y desordenadas ciudades africanas.
Me gustó sentir la brisa húmeda procedente del lago: no hay rascacielos que la bloquearan. En el centro, los edificios no superan (salvo excepciones) las dos o tres alturas, y muchos de ellos tienen un aire colonial que delata su pasado. Su animado centro, una perfecta y ordenada cuadrícula, está lleno de comercios y restaurantes regentados por indios. Al igual que a Kenia, llegaron a estos lares para trabajar en la construcción de la línea férrea que unía Mombasa (Kenia) con Kampala (Uganda). El mítico Tren Lunático.
Indios en África
Sí, miles de indios fueron transportados desde su país para trabajar para el Imperio Británico y, una vez acabada esta tarea, muchos vieron las oportunidades comerciales que la línea férrea abría y se quedaron a vivir allí. Hoy hay una mezcla de envidia y recelo hacia ellos: las tiendas de importación, de productos electrónicos y electrodomésticos, los supermercados más surtidos… todos les pertenecen. Son los ricos y prósperos del lugar. Muchos mantienen su religión: tienen un enorme templo hindú, de Swaminarayan, al que acudir. Casi todos sus negocios están bien situados en la “pija” Main Street (la calle Mayor) que, además, concentra la mayor parte de edificios coloniales de la ciudad (los otros están situados en las agradables zonas residenciales de las afueras). Tiene aceras anchas, y como el resto, la calzada asfaltada. Sorprende lo cuidados y coloridos que son la mayoría de sus edificios, claro que muchos pertenecen a aseguradoras o bancos.
Admito que esa ciudad me gustó tanto porque me pareció poco africana… pero a la vez, no era difícil sentirse de vuelta en África con facilidad. Bastaba con acercarse por el bazar, dominado por decenas de puestos de ropa y zapatos de segunda mano en diferentes estados de conservación, a precios ridículos (para nuestro bolsillo). La práctica totalidad procede de Europa, normalmente donada como caridad. Aunque también había una buena cantidad de tiendas de telas africanas (Made in China, of course) y junto a ellas, sastres preparando los trajes a medida. También, tiendas de CDs piratas (o, mejor aún, de mp3 que graban en un pen drive o CD y que cobran por el número de canciones seleccionadas); periódicos en las aceras, con un cristal para que no se volaran (y que la gente pudiera leerlos bien)… y decenas de mototaxis, esperando en las esquinas a que los contratáramos remarcando su presencia con un sonoro “Yes?” cada vez que pasábamos a su lado.
Los domingos son días de misa, de qué si no
Por suerte, era domingo: día de misa, el entretenimiento semanal favorito. De ahí que la gente fuera tan elegantemente vestida. Zapatos de charol, camisas limpias, tocados de pelo hechos con mimo, faldas de raso… Entramos en una enorme iglesia, de estructura básica, techos de chapa y sillas de plástico, pero con un equipo de sonido impresionante y banda en directo, con coro de diez chicas, regalando temazos religiosos uno tras otro.
En estas ceremonias uno lo pasa realmente bien: parece más una discoteca que la casa del Señor, pero no solo por la música. La gente baila, da palmas, levanta los brazos, se retuerce de alegría, de pasión, de éxtasis. Algunos, incluso, bordean el trance. Impresiona el fervor de la gente, su entrega. Gente que vive con lo mínimo, sufriendo por llegar al final de cada día, pero dando lo mejor por su iglesia o parroquia. ¡Y qué capacidad de aguante! La nuestra fue de tres cuartos de hora “¿Ya os vais?” nos preguntaron con tristeza los guardias a la salida. Tenían respuesta para todas nuestras excusas: “No pasa nada, podéis volver cuando queráis, el oficio completo dura seis horas”. Ahí quedaba eso.
Cae la noche en Jinja
Caía la noche y los puestos callejeros de comida invadieron los alrededores del mercado. Nosotros durante el día gravitábamos hacia los restaurantes indios: poder variar de comida era un lujo irresistible, cansados tras días de sólo poder optar por ugali (una pasta de harina y agua), carne a la brasa o arroz con judías negras. Sin embargo, en el mercado es donde estaba la animación y allí acabamos cada noche. Gritos, gente, predicadores, músicos, paseantes. Ambientazo.
Y cocina gourmet: brochetas de pollo, de ternera o de cabra a la parrilla. Todas ellas, con tres trozos de carne y uno de grasa, acompañados de chapatis (ya totalmente asimilado dentro de la gastronomía local africana) o su variación regional: el rolex, que no es más que una tortilla con cebolla y pimiento enrollada dentro de uno de estos panes indios. Cada noche, nos llevábamos un par de pinchos ensartados en sus maderitas dentro de una bolsa de plástico y un rolex envuelto en papel de periódico. Redondeábamos el menú con un vasito (la unidad de venta) de saltamontes fritos que, sin las alas ni las patas, están sabrosos y son entretenidos de comer. Como si fueran pipas.
Una noche acabamos en un bar con dos áreas: la zona del billar, televisor con futbol y cerveza lager; y la zona al aire libre, con gente sentada en corros, bebiendo cerveza casera (mboti). Hecha a base de maíz, la beben en grupos de seis u ocho personas, los que quepan en las sillas, con tubitos de uno o dos metros que salen de un cubo de plástico de 25 litros situado en el centro y que una señora se encarga de ir rellenando cada rato. Nos sentamos con ellos: había más ambiente y, sobre todo, comunicación pues casi todos estaban animados jugando al bingo, cuyo bote ayudaba a comprar más cerveza. Al rato, tras ese momentazo local, nos fuimos a la africana: discretamente, sin apenas despedidas. En eso los africanos han salido poco efusivos, cosa que a veces, se agradece.
Que gran rio y cuanta historia llevan y cruzan sus aguas