El guacamayo ambiguo (Ara ambiguus), conocido como lapa verde en Costa Rica, es un ave muy elegante, de precioso vuelo. Por la mañana temprano, pequeños grupos de guacamayos vuelan hacia zonas de más altura, deteniéndose siempre en los mismos árboles para alimentarse de sus frutos. Por la tarde, el viaje se repite en sentido inverso. Sus escandalosos graznidos los delatan, y a una determinada señal por parte de uno de los individuos, complicada de diferenciar para nosotros del resto de sonidos, se lanzan en picado y se alejan volando, recortados contra la cordillera volcánica. Hace algunas décadas, debido a la caza ilegal y a la destrucción de su hábitat, la gente de Sarapiquí estuvo a punto de quedarse sin ese maravilloso espectáculo. Pero Alexander Martínez no iba a permitirlo. Al saber de su historia tuvimos claro que teníamos que ir a conocerle.
Cuando cruzamos la puerta de la sencilla posada que regenta en Puerto Viejo de Sarapiquí, llamada Andrea Cristina, vimos a un hombre de pelo blanco agachado junto a una hermosa motocicleta. Al vernos llegar, se levantó, se limpió las manos de grasa, y se presentó como Alex. “Este es mi capricho, mi niña mimada, a la que dedico sudor y ahorros. Una Harley-Davidson Panhead de 1952 con la que me encanta pasear por las carreteras de la región”, dijo mientras nos estrechaba la mano afablemente. Mientras colocaba algunos trozos de fruta en los feeders que tiene en el patio, papaya, piña y banana principalmente, nos emplazó al desayuno del día siguiente para charlar un rato. Al momento empezaron a llegar vistosas aves: tangaras, mieleritos, pepiteros, una pareja de tucanes, y también una espabilada ardilla que trataba de agarrar los pedazos más grandes para llevárselos a un lugar algo más alejado, donde pudiera dar buena cuenta de ellos.


Al caer la noche, lejos de finalizar el espectáculo, se empezó a escuchar el particular sonido gutural de numerosas ranas de ojos rojos (Agalychnis callidryas) —no hacen el croac característico de otras especies— que puso banda sonora a la oscuridad. Cada noche que pasamos allí se repitió la historia: una hembra atraía a los machos y escogía uno para copular. La puesta de huevos tenía lugar en las hojas elevadas sobre el agua, con el objetivo de que las crías caigan en el hábitat adecuado para tratar de salir adelante. Las puestas no están a salvo de depredadores, principalmente hormigas y la serpiente ojos de gato, pero esa es la ley de la naturaleza.


“Toda persona tiene derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Está en el artículo 50 de nuestra Constitución. En base a eso, un grupo de personas pusimos un recurso de amparo que se admitió y conseguimos detener la tala del almendro de montaña”, nos cuenta Alex mientras tomamos el primer café del día. El almendro de montaña (Dipterys panamensis) es un árbol de madera muy valiosa, muy codiciado en la industria maderera. Un árbol que sirve de hogar y da alimento a las lapas. Nos cuenta Alex que había sido cazador, pero tras pasar unos años trabajando en el extranjero, al regresar a Sarapiquí, vio el cambio que la deforestación había causado en la zona y decidió alistarse en el servicio voluntario de guardas forestales para defender la naturaleza y a los animales. De ese modo, pudo trabajar en la protección de las lapas. Tras una conversación con George Powell, un científico americano que desarrolló parte de sus investigaciones en Monteverde, entendió el peligro que corrían esas emblemáticas aves. Se le ocurrió la idea de adoptar los almendros de montaña, una campaña para buscar patrocinadores que compraran esos árboles pagando un precio alto a los dueños de las fincas para evitar que fueran talados. Han conseguido proteger una treintena de árboles y, gracias a eso, hoy podemos ver de nuevo el vuelo de las lapas en Puerto Viejo de Sarapiquí.



Por la tarde nos lleva hasta Finca Hermosa, su lugar de retiro y descanso. Había sido una propiedad agrícola dedicada al cultivo del palmito, pero Alexander se la ha devuelto a la naturaleza buscando ciclos de regeneración natural. “Nosotros no somos más listos que la naturaleza, este tipo de regeneración no es rápida pero sí muy efectiva, la más beneficiosa para todas las formas de vida”. En pocos años, los resultados son notorios: han crecido grandes árboles y la fauna ha vuelto a campar por la zona. Mientras sigue hablándonos de ecología y conservación, no deja de mirar hacia el dosel del bosque por si aparecen las lapas.
Kevin, el hijo de Alexander, también es un firme defensor de la línea conservacionista. Nos habla de un tour para avistamiento de aves en los ríos Puerto Viejo y Sarapiquí, en una embarcación sin motor, remando, con el fin de estar lo más cerca posible de los animales. A la mañana siguiente, cuando aún no ha asomado el sol ya estamos cargando los equipos en la lancha neumática. La bruma matinal, que no tardará en despejarse, da un aspecto fantasmagórico al río, desdibujando los árboles y casi borrando un puente colgante bajo el que pasamos. La calma es absoluta, solo se escuchan el sonido de los remos al entrar en el agua y los preciosos cantos de las aves. Con enorme sigilo, Kevin nos va alertando de cada nueva especie. La navegación pasa por la estación biológica La Selva, uno de los lugares en los que se está trabajando por la protección de los bosques tropicales.
Uno de los sonidos más característicos de esos ríos es una voz ronca, la de la avetigre mexicana (Tigrisoma mexicanum). Vemos varias de estas aves encaramadas sobre árboles cercanos al curso de agua, donde anidan. También es relativamente fácil observarlas de pie en áreas poco profundas o en el borde del agua, con el cuello totalmente estirado en diagonal, esperando inmóviles durante largos períodos de tiempo hasta que se abalanzan sobre sus presas. Su plumaje a rayas las hace pasar inadvertidas cuando pescan peces, ranas y cangrejos. Alcanzamos a ver algunas tortugas negras (Rhinoclemmys funerea), esquivas, que saltan al agua desde los troncos caídos cada vez que nos acercamos un poco. El caimán de anteojos (Caiman crocodilus), sin embargo, nos deja detener la embarcación junto a un tronco cercano y observarlo durante largo tiempo. Se muestra perezoso, recostado sobre el fango que se forma en la ribera del río. Los ríos que desaguan en las selvas son el hogar de un gran número de reptiles, estos caimanes suelen acechar en la orilla, o parcialmente sumergidos, la llegada de posibles presas desprevenidas y sedientas. Una vez en el agua se ayudan de su poderosa y musculosa cola para reducirlas.
Tras ver un hermoso ejemplar de trogón, pensamos que el día ya había sido muy completo. Pero aún faltaba una gran sorpresa: la tigana o ave sol (Eurypyga helias), un ave rara de ver pero que tuvimos la suerte de encontrarnos en dos ocasiones. Es una especie que prefiere los torrentes y arroyos solitarios de las selvas tropicales donde busca alimento. Arponea ranas y captura insectos y larvas. Cuando abre las alas muestra su espectacular plumaje: un intrincado diseño moteado que acaba extendiendo en forma de abanico. A pesar de las numerosas hipótesis o incluso leyendas relacionadas con este comportamiento tan espectacular —algunas tan originales como que realiza exhibiciones y bailes en pozos de luz, motivo por el cual podría denominarse ave sol—, en realidad ha sido únicamente documentado en situaciones de amenaza y defensa, no como rol durante el cortejo. En caso de peligro inminente frente al nido, para defender a los polluelos, los dos adultos extienden las alas y las inclinan hacia delante para disuadir al posible depredador. En uno de los bancos de arena del río Puerto Viejo, hicimos un alto para desayunar algunas frutas que Kevin preparó sobre la embarcación, deliciosas frutas que supieron a gloria mientras hacíamos el recuento de especies vistas.


Texto: Rafa Pérez y Òscar Domínguez / Fotos: Òscar Domínguez
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